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lunes, 15 de febrero de 2010

Quo vadis? // Por: Antonio Sánchez-García



Quo vadis?
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Ha sido una discusión que acompañó la emergencia de los regímenes socialistas desde Octubre de 1917: ¿debe hacerse tabula rasa de la civilización y la cultura “burguesas”, debe perdonarse a los técnicos e intelectuales del viejo sistema, debe respetarse todo lo que ha sido creado en siglos y siglos de historia o se debe comenzar de cero? La revolución, ¿sólo es posible mediante el recurso a la tabula rasa del desarrollo tecnológico y material de la sociedad o, antes bien, debe servirse de dicho desarrollo como de un trampolín para lanzarse al asalto del futuro?

Visto desde una perspectiva estrictamente ideológica, atendiendo a los llamados fundamentos científicos del socialismo, postulados por Marx y Engels en una obra teórica que abarca más de una treintena de gruesos volúmenes, tal disyuntiva es absolutamente ociosa e impertinente. Para los ideólogos del comunismo, éste sería el resultado lógico del desarrollo de las fuerzas productivas. Algo así como la lógica culminación del mayor progreso de la sociedad, incluso de la automatización, que permitiría cumplir el sueño de la utopía marxista: liberar al hombre de la esclavitud del trabajo. Como lo anunciara en Los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, su obra de mayor densidad teórica y filosófica, publicada por el Instituto de Ciencias de la URSS recién en los años 30 del siglo XX y conocida en Occidente recién a partir de los años cincuenta-sesenta, al calor de la reactualización del pensamiento marxiano, tras la derrota del fascismo.

Para desgracia del planteamiento mesiánico que subyace a tal visión progresiva, utópica y positivista, el capitalismo europeo que analizaba Marx no cayó en el abismo de la crisis para dar paso al comunismo, tal como de un gusano emerge una crisálida: ya listo y empaquetado por el desarrollo alcanzado por la sociedad industrial. Supo superar sus crisis, salir de las colosales depresiones que lo amenazaran de muerte y resolver sus contradicciones a través de una mayor industrialización, mayor progreso y, sobre todo, mayor y más democrática prosperidad. Supo, y vaya que lo logró de manera asombrosa, convertir sus depresiones en acicates para el cambio. Permitiendo, al mismo tiempo, el más descomunal de los desarrollos económicos a escala planetaria, incorporando todas las zonas periféricas a la presión de la globalización.

De esta fuerza centrifugadora no se salvaron ni siquiera los socialismos reales, que antes que triunfar en las sociedades de punta como Inglaterra o Alemania – donde Marx juró se impondrían por necesidad del desarrollo histórico - , se impusieron en las marginales y subdesarrolladas, constituidas por retazos de modos de producción tan arcaicos como el feudalismo o la esclavitud – tal como enm la Rusia zarista o la China milenaria. Y ello gracias al asalto de vanguardias voluntariosas y decisionistas, bélicas, dictatoriales y totalitarias. Para intentar alcanzar a fuerza de represión, esclavitud y sometimiento un poder y un desarrollo que si bien no permitió jamás nivelar dichas sociedades totalitarias a la prosperidad de las sociedades capitalistas hizo posible que adelantaran la socialización de sus estructuras y quedaran servidas como para ser devoradas por el capitalismo endógeno más primitivo y ramplón. Tal como sucediera en la URSS tras setenta años de totalitarismo, o en China, convertida en una potencia mundial gracias a la aplicación implacable de las leyes del mercado y la superexplotación de su gigantesca y populosa mano de obra.
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Pero para que se diera esa discusión, tanto en Rusia como en China, se requería de una vanguardia verdaderamente ilustrada, como la bolchevique. En la que sobresalieran teóricos de extraordinaria inteligencia y capacidad, como Lenin, Trotsky, Bujarin y otros economistas y sociólogos de prestigio internacional. Discusión tanto más inútil cuanto que terminaría siendo resuelta mediante la mano feroz de Stalin con su famosa consigna del socialismo en un solo país y la parafernalia del GULAG. Aún así, la fórmula encontrada por Lenin antes de su muerte sirvió de brújula y orientación a la nueva clase dominante sometida a Stalin: electrificación más Soviets, los famosos consejos de campesinos y obreros. Es decir: desarrollo material más organización social.

Allí murió la revolución. Con el socialismo – electrificación más consejos – y la decisión de construirlo en un solo país. Sin mediar el fascismo y la guerra mundial, Europa Oriental no hubiera caído en las garras de la Unión Soviética y el mundo no se hubiera dividido en dos mitades, entrando al período de la llamada Guerra Fría, que abarca desde 1946 hasta 1989, cuando se derrumba el Muro de Berlín. Sin la existencia de la URSS y China, Cuba no hubiera encontrado otra salida a la dictadura de Batista que la revolución democrática. La que implementó en Venezuela Rómulo Betancourt. Pues en ninguno de esos treinta y pico de volúmenes se explica la rocambolesca aventura de construir el socialismo en una isla de sol, playa y palmeras como si fuera una escenografía hollywoodense.

Y por esa misma razón, porque la revolución cubana no tuvo de marxismo socialista más que la dictadura – no del proletariado, sino de los hermanos Castro – y no fue capaz de desarrollar las fuerzas productivas ni para fabricar destornilladores, es que esa ficción totalitaria tuvo que sobrevivir a costas de la Unión Soviética, luego de la industria turística española y finalmente del asalto inmisericorde a las bóvedas del Banco Central de Venezuela. Sin la URSS, sin los españoles y sin la corruptocracia militarista venezolana, Cuba sería una suerte de Haití verde olivo. Rumiando su estancamiento como la princesa dormida del cuento de los hermanos Grimm. Ya lo dijo con absoluta lucidez y faltando cuatro años para el asalto al poder por los Castro su cuñado Rafael Díaz Balart: Fidel es un fascista de tomo y lomo, pero como Hitler se suicidó y sólo el marxismo puede darle certificado de legitimidad a su desaforada ambición y montar su parapeto totalitario y vitalicio, no le ha quedado más remedio que entregarse en brazos del comunismo.

Si Cuba no logró resolver con sus propias fuerzas y por propia iniciativa el problema de la electrificación y no ha desarrollado fuerza productiva alguna, que no sea la de los viejos y nuevos trovadores, capaces de componer sones y guarachas, ¿de qué desarrollo de las fuerzas productivas estamos hablando? ¿De qué fundamento marxista? ¿De qué progreso material? A falta de esa base material, sólo quedó el leninismo verde olivo: forma de organización política caudillesca y militarista consistente en reprimir y esclavizar mediante las armas y un sofisticado aparato de represión ideológica al pueblo cubano, reducir sus necesidades materiales al mínimo imaginable, tomando como modelo lo que los cubanos comían en el siglo XIX y el montaje de una cultura del sacrificio impuesto a macha martillo como forma suprema del llamado “hombre nuevo”. Prescindir olímpicamente y por decreto – so pena de cárcel de por vida – a la electricidad, al petróleo, al gas, al carro propio, a los bienes de consumo de cualquier país capitalista medianamente desarrollado. Y sobre todo: al buen comer y al buen vivir. No es broma el chiste que reza que en Cuba se practica el mayor consumismo del mundo: millones de cubanos se la pasan toda una vida consumismo traje, consumismo sombrero, consumismo calzoncillo.
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Los imperialistas romanos decían: divide et impera. Los imperialistas cubanos, que no tienen donde caerse muertos y que – colmo de los colmos de la estulticia de un pueblo que se deja naricear por un analfabeta - hoy colonizan a un país que tiene cultura, civilización y medios como para tragársela de una sola zampada, se han sacado de la manga otra divisa: empobrece e impera. En alguna ocasión, el Cardenal Rosalio Castillo Lara me hizo la traducción al latín: depaupera et impera.

Es el reciclaje del caudillismo caribeño travestido de socialismo del siglo 21, para engañar incautos: imponer la pobreza por decreto, luego de pretender convencernos de que ser rico es malo, para empobrecernos a la fuerza, esclavizándonos material y luego espiritualmente. Universalizar la miseria, para obligarnos a vivir del estado, sometidos a un régimen de oscuridad y abstinencia. Pendientes del permiso del ogro filantrópico para encender la luz, bañarnos y llevarnos algún mendrugo a la boca. Penalización y cuartilla de racionamiento.

No es casual que en once años se haya derrumbado el parque industrial, haya colapsado la industria de la energía, se haya liquidado al comercio y la industria. No es casual que la sociedad venezolana se haya empobrecido real y fácticamente a pasos agigantados, así la engañifa del consumo financiado por los altos precios del petróleo adormeciera nuestros sentidos y nos embriagara en los efluvios generados por una economía de puertos. No es casual ese derroche de novecientos cincuenta mil millones de dólares. No es casual que hasta ayer comiéramos desde carne argentina hasta queso uruguayo. Mañana, ni eso.

El gobierno mantuvo sus altos índices de popularidad gracias al derroche de ese consumo de bienes importados. Tenía preparada la coartada para cuando los precios del petróleo se vinieran abajo: echar mano de lo poco que nos queda y empujarnos a la miseria, sostenido en un aparato de represión militar, policial, ideológica y política. Bajar el interruptor le viene de perillas: ya comenzamos a internalizar la sensación de que vivir bien, suficientemente iluminados, bañados y enterados de lo que pasa en el mundo es un pecado. Usar la energía que consideremos útil, cómodo y necesario – pagando el consumo con nuestro bien ganado dinero, como es lógico y natural – es contra revolucionario.

Ya es contrarrevolucionario enchufar una plancha. Pronto será contrarrevolucionario comerse un bistec. Comienza a ser contrarrevolucionario pensar más de lo que dicta el teniente coronel. Y leer aquellos libros o visitar aquellos blogs que el régimen considere pernicioso. Como en Cuba. ¿Lo permitiremos o lo impediremos, así sea con nuestra sangre? Esa, no otra, es la pregunta.

Opinión // Antonio Sánchez García

Imágenes: Alberto Rodríguez Barrera.