Disfrazado de abuelita, enfundado en su piel de cordero no pudo dejar de mostrar el hocico de la bestia: allí sólo habló el lobo, sólo pontificó el lobo, sólo dispuso de los micrófonos el lobo, sólo hizo guiños y endulzó la voz el lobo. Horas de perorata. Desde luego, nada de cadena nacional, que el mensaje no era para el país, sino exclusivamente para las caperucitas rojas opositoras y aquellos tentados de saltar la talanquera.
Pedro Lastra
CAPERUCITO, EL ROJO
Cuando acusaba a Juan Manuel Santos de disfrazarse de Caperucita roja, sufrió el clásico lapsus de los dictadores: confundir a la víctima con el victimario. Si no lo hubiera traicionado el subconsciente, hubiera dicho que su mortal adversario colombiano – que, escríbanlo, ganará las elecciones – se estaba disfrazando de abuelita para, precisamente, comerse a la Caperucita. Se lo recordó con su feroz mordacidad Jaime Baily, que lo trata con la crudeza que no le prohíbe ninguna ley resorte colombiana y lo considera un cretino. Y que todas las noches, a partir de las 10 y media de la noche por el canal 725 para quienes disfruten de Directv, no le deja hueso sano. Chávez sufre del síndrome del lobo feroz, si es que el psicoanálisis se ocupó de un síndrome semejante: ir por lana y salir trasquilado. Vuelve a presentársenos en el traje de la abuelita e invita a las caperucitas opositoras, que andan con sus canastitas recogiendo votos por el arrasado bosque venezolano, para que le pregunten por qué tiene los colmillos tan grandes. La boca tan grande. Y las garras tan grandes. ¿Se lo habrán preguntado o sólo fueron a sufrir un mini orgasmo porque el tirano les estrechó sus temblorosas manitas? Astucia al por mayor, teatralidad digna de un Oscar de la Academia, hipocresía digna de Hitler sonriéndole a Stalin y firmando el pacto de no agresión más breve y mentiroso jamás firmado, inescrupulosidad propia de Fidel felicitando a Obama: la propia prestidigitación para ver si agarrado al arbolito de la impostura evita descoñetarse al fondo del precipicio histórico que le espera en su negro futuro, haga lo que haga. Disfrazado de abuelita, enfundado en su piel de cordero no pudo dejar de mostrar el hocico de la bestia: allí sólo habló el lobo, sólo pontificó el lobo, sólo dispuso de los micrófonos el lobo, sólo hizo guiños y endulzó la voz el lobo. Horas de perorata. Desde luego, nada de cadena nacional, que el mensaje no era para el país, sino exclusivamente para las caperucitas rojas opositoras y aquellos tentados de saltar la talanquera. La historia dará cuenta del esfuerzo: ¿valió la pena? ¿Desconcertó a algún opositor? ¿Reconfortó a algún preso político? ¿Bajó el precio de la canasta básica? ¿Desinfló al dólar, cuyo valor se ha multiplicado por varios miles desde que asaltó el Poder? ¿Nadie fue asesinado anoche, ante la conmoción del malandraje frente a tanta exhibición monóloga de generosidad de parte del insaciable Supremo? Dos signos de la farsa, dos signos del tamaño de una catedral: buenas serán las farsas pero no tanto como para echar atrás los atropellos inconmensurables cometidos contra los ochocientos mil caraqueños que eligieron a Antonio Ledezma. Al alcalde de la dignidad se le detuvo en la puerta. Por una sencilla razón: el tirano sabe a quien perdonar y a quien no. A sus verdaderos y auténticos enemigos ni un milímetro de cordialidad. La que entró en lugar de Ledezma fue su encomendada digital, una impostora. Además, si hubiera cometido el gigantesco error de haberle permitido ejercer su derecho, Ledezma tiene los suficientes cojones como para haberle interrumpido su interminable monólogo monárquico y haberle mostrado una puntita. Sólo una puntita de la factura cósmica que deberá pagar en el banquillo de los acusados. El otro signo: Henry Falcón no asomó a la comisura de sus labios en ningún momento ni una sola sonrisita de aprobación. Ni muchísimo menos se presentó al besamanos. Por lo visto no come cuentos. Sabe, porque ha habitado en las entrañas del monstruo, que el cordero de utilería no le devolverá la vida a ciento cincuenta mil asesinados, no devolverá a las arcas de la nación novecientos cincuenta mil millones de dólares, no le entregará al país al momento de su caída su electricidad, su agua, su petróleo, sus escuelas, sus hospitales, sus empresas, sus bienes saqueados, destruidos y aniquilados por su ignorancia, su irresponsabilidad, su mediocridad, su despotismo y su indolencia. Ya lo dijo Diego Arria: disfrazarse de abuelita no engañará a los honorables y altos magistrados de La Haya: lucirá como Sadam, el espulgado. Y Dios no se apiadará.
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Alberto Rodríguez Barrera Enlace: Noticiero Digital.com |