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domingo, 21 de junio de 2015

CARTA ABIERTA A JORGE CARDENAL UROSA SAVINO, ARZOBISPO DE CARACAS. Por: Robert Gilles Redondo



CARTA ABIERTA A JORGE CARDENAL UROSA SAVINO, 
ARZOBISPO DE CARACAS

“La responsabilidad de cambiar nuestro camino”

Su Eminencia Reverendísima
JORGE UROSA SAVINO
Arzobispo de Caracas
Su despacho.-

             Eminentísimo Señor:

«Defendamos nuestras ideas. Y, sobre todo, tengámoslas. Todo menos ser neutros», escribía alguna vez Miguel de Unamuno. Esta carta que he decidido redactar es eso: una defensa de ideas que sin lugar a dudas nos son comunes a nosotros dos como venezolanos amantes de la libertad de nuestra naufragante República. También es un diálogo, señor Cardenal, entre hombres libres, como siempre he creído que lo son las cartas, con la gravísima responsabilidad esta vez que mi atrevimiento sobrepasa la timidez generacional y asume el desafío de escribirle al más alto e insigne jerarca de la Iglesia católica venezolana.

Esta carta que me atrevo dirigirle a Usted con el más alto sentido de respeto ha sido motivada por la severidad de la crisis que día a día se profundiza en Venezuela. No quiero comprometerlo por mis indeclinables conceptos que a lo largo de esta misiva sostendré y que son mi posición personal. Entenderá que no puedo llamar “gobierno” a un régimen que asaltó el poder por la vía del fraude electoral y de la inconstitucionalidad gracias a la tragicómica confabulación de los “Poderes Públicos”; tampoco puedo llamar “democracia” al sistema de gobierno en Venezuela porque no lo es a simple vista y no puedo aspirar que el diálogo, entendido como un “tiempo extra” a la catástrofe, sea la postergación del cambio de rumbo de nuestra nación.

Acudo a Usted por el inmenso sentido de responsabilidad que en público y en privado ha procurado en todos estos años para con su pueblo. Responsabilidad por demás inherente a su condición cardenalicia y a la emblemática cátedra que preside. Acudo también con la conciencia tranquila a pesar de la aciaga hora, convertida en años, que nos ha tocado vivir a los venezolanos en estos últimos tiempos, para desahogar tantos sentimientos encontrados y para tratar de encontrar algún tipo de empatía en Usted, como venezolano y como Arzobispo de mi querida Caracas a la que llevo siempre en el corazón con la promesa de volver un día, el día aquel que podamos ser libres sin que nuestras opiniones o acciones disidentes de aquello que creemos injusto constituya un delito.

Al respecto y siendo la crisis venezolana el motivo de esta carta haré algunas consideraciones pero permítame hacer antes un sucinto repaso de las sendas declaraciones que Usted en otro momento ha emitido y que por su deferencia para conmigo me ha compartido de forma personal en algún mensaje anterior en la que me afirmó con justa razón: «no he estado en silencio durante estos años».

El totalitarismo del siglo XXI

En aquella misiva me daba cuenta de las sendas declaraciones en las que ha afirmado sin titubeos que «vamos por el camino de la dictadura y de la ruina del país» (El Universal 27 de junio de 2010), además de su firme insistencia en que este es un régimen de corte totalitario impregnado por los errores de la doctrina marxista. Y es así, vivimos un modelo totalitario que, lógicamente, nos ha sido impuesto por la fuerza y con un andamiaje legal que soporta en una supuesta división de poderes que no existe en la práctica pues en Venezuela todos los poderes del Estado se han convertido en órganos de naturaleza parásita del Poder Ejecutivo.

Pero ¿qué es el totalitarismo? En palabras del español Pinillos Díaz «el totalitarismo no es una dictadura o un autoritarismo sin más, un mero tener a un país en un puño, por la fuerza de las armas o del caciquismo, por la coacción económica o de cualquier otro signo. El totalitarismo es todo eso y mucho más: es ante todo sistema. El régimen totalitario es un sistema político autoritario que confisca las libertades de la sociedad y suplanta su iniciativa, en nombre de unos principios dogmáticos que impone a todos en todo, es decir, en todos los aspectos importantes de la vida». Esta conceptualización bien puede ser una paráfrasis de la crisis que vive Venezuela: estamos sometidos por el puño de hierro de una clase política que se convirtió en «una gran banda de ladrones», tal como lo definió el Obispo de Hipona («Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?»); el aparato económico del país que, a despecho de muchos, nos sostuvo desde el auge progresista de los años 50 hasta la llegada de Hugo Chávez al poder, a tal punto de habérsenos considerado como un paraíso “saudita”, fue desmantelado por completo y de ello dan fe los millones de venezolanos que a esta hora y todos los días pierden sus vidas sin más en interminables colas para comprar aquello que queda en los anaqueles de supermercados y farmacias. Y hay más. El sistema totalitario disfrazado en la Constitución de 1999 como el “modelo participativo y protagónico” sobre el cual se ha sustentado el ya fracasado estado comunal ha servido como excusa para confinar a la sociedad civil a una división profunda que nos costará superar en el corto plazo y cuyas consecuencias inmediatas, entre otras, ha sido el cercenamiento de los derechos políticos, sociales, civiles y culturales que tenemos todos los ciudadanos. Los derechos de quienes secundan de forma insensata y desquiciada las acciones del régimen no existen para quienes disentimos públicamente de este desastre ideológico. No podemos dudar, en Venezuela vivimos un apartheid político, económico, civil y legal porque nos han sido confiscadas las libertades consagradas desde el primado pacto constitucional de 1811 y que fueron refrendadas durante poco más de un siglo de guerras, caudillismos y luchas sociales que después de tanto nos condujeron a ese 23 de enero de 1958 cuando consolidamos el camino democrático.

Será acaso, Eminentísimo Señor, que no hemos sido capaces los venezolanos de entender hasta este momento cuánto nos costado ser libres y qué dolorosa es la agonía de esa libertad por la que lucharon nuestros antepasados. Siempre nos ha sido difícil como pueblo estar a la altura del compromiso que significa ser libres, una característica fundamental del don de la vida. Podemos vivir pero si no somos libres no vivimos en realidad.

La voz de la Iglesia

Frente a este drama y con el Nerón del siglo XXI incendiando todo a su paso desde Miraflores, la voz de la Iglesia debe alzarse para ser garante y mediadora del inevitable proceso de transición democrática que se avecina. Y no es que la transición sea el anhelo de un sector minoritario del país es antes bien la necesidad de una amplia y evidente mayoría porque la situación nos ha conducido a un punto de no retorno, pues si algo caracteriza esta crisis que estalló desde febrero del 2014 es que no se admite ya la tibieza ideológica o moral respecto al régimen, ni siquiera la apatía ciudadana que ha caracterizado desde siempre a este país es tolerable ya. Por eso la prudencia  pastoral  casi dolorosa en este momento sin duda genera reacciones múltiples: de perplejidad para quienes estamos convencidos que un pronunciamiento firme del Episcopado (Como sucedió en el pasado con la Carta Pastoral del 1 de mayo de 1957 y otros documentos pastorales del Episcopado de los últimos cincuenta años) sentarían precedente en la lucha contra la impunidad y la corrupción que el forajido Estado venezolano no puede controlar sino que más bien ampara; de duda profunda porque ante la desesperación ya no sabemos qué es complicidad, qué es colaboracionismo, qué es autocensura frente al régimen; de respiro en aquellos sectores de la sociedad que esperan que la Iglesia mantenga su accionar limitado a los cuatro muros de los templos; de gozo por parte de todos aquellos venezolanos que sienten en sus entrañas las proclamaciones teóricas contra la “oligarquía” de este régimen y aceptan sin justificación razonable todo lo que dice Nicolás Maduro y Diosdado Cabello; y finalmente, creo que su valiente palabra genera admiración por la extrema responsabilidad ejercida a la hora de opinar sabiendo las consecuencias que tendría hablar un tono más severo que, como yo, miles de venezolanos esperaríamos no por reaccionarios sino por ciudadanos desesperados.

La respuesta ética y políticamente renovada del Concilio Vaticano II a los nuevos tiempos sociales estableció la legitimidad y la obligación de los Obispos de emitir «un juicio moral también sobre cosas que afecten al orden político»: «cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones» (GS 76). Su insigne predecesor, monseñor Rafael Arias Blanco, supo convertirse en traductor de la angustia venezolana durante la dictadura de Pérez Jiménez y junto al testimonio de la memorable Carta Pastoral del 1 de mayo de 1957 la Iglesia Católica Venezolana conserva una prominente fuente doctrinal y espiritual, todavía fresca y vigente, de la que se pueden -y deben- extraer nuevos y decisivos impulsos intelectuales, políticos y pastorales para lograr la buena solución del problema en el que se ha convertido Venezuela.

A modo de epílogo: “La responsabilidad de cambiar nuestro camino”

Su Eminencia,

Ha llegado el momento de decidir cambiar el rumbo de nuestro camino. No podemos seguir condenados a vivir sin esperanza y atados de manos frente al desmantelamiento de nuestra patria. Es hora de reconocer cuán hondo es el daño causado a la República.

Por eso estoy convencido que la Iglesia debe abrir sus puertas para que los factores democráticos de la sociedad civil organizada puedan articular una gran frente que articule el proyecto país que a la brevedad debe ser presentado al país como alternativa al desastre “revolucionario” que con habilidad dialéctica sigue intentando convencer al mundo y a un sector minoritario del país de sus rectas intenciones que no son tal y de su carácter democrático que de forma evidente no es.

No puede ni la Iglesia ni la sociedad venezolana el drama de no haber estado a la altura de las exigencias de este tiempo que reclaman de nosotros más responsabilidad histórica, más coherencia, más serenidad moral y sobre todo firmeza cívica en la resistencia hasta lograr que el país pueda volver a encontrarse consigo mismo. La Iglesia no debe limitar su voz por el necio chantaje de la no injerencia en la vida política. Esta concepción rigurosamente devaluadora y marginadora que el mismo régimen chavista ha pretendido sostener en los últimos dieciséis años carece de todo fundamento y queda anulada en este momento en que el daño a la moral pública es muy grave.

Por todo eso aspiro con sinceridad que su palabra cale el surco en el que luego todos podamos sembrar una semilla  para que Venezuela sea libre y democrática.

Durante varias semanas medité cada palabra escrita en esta misiva antes de decidirme a enviarla públicamente, porque  conozco el riesgo de abordar cuestiones sobre las que Usted tiene opiniones hechas—y con mejor fundamento que el que yo pueda aportar—. Mi propósito ha sido traer ante la Iglesia, lo que millones de venezolanos sentimos respecto al destino de nuestro país, no tanto para lamentar la tragedia que día a día se vive sino para buscar (quizá con total desespero) una salida. Quizá he podido contribuir así, aunque sea muy ímprobo y modesto mi esfuerzo, a cumplir el deber principal que tiene cualquier venezolano de este menguado tiempo: pronunciarse sobre los temas que ocupan y preocupan a la generación que ve cercenado su futuro y así construir unidos la salida a este drama. Como fuere, confío en su benevolencia para con mis palabras y mi propuesta.

Pido a María de Coromoto el amparo y la protección para todos nosotros y, en especial, para su ministerio pastoral. Al mismo tiempo solicito su paternal bendición y le reitero la seguridad de mis más altos sentimientos de estima y consideración.

16 de junio de 2015


Robert Gilles Redondo