EL JURAMENTO Y LA MALDICIÓN DE CHÁVEZ
La política, si bien es cierto que se ejerce por la fuerza, la violencia —machtpolitik— de quien detenta el mando, el poder, así como que se sustenta en los intereses de la clase política que gobierna —realpolitik—, bien tiene elementos que son de carácter simbólico para nada despreciables que pretenden darle a ella un halo sacro, solemne, misterioso, seductor y de grandeza, que barniza a las máscaras que, bajo su mando, exigen obediencia irrestricta. El caso venezolano no es ajeno a ello, al contrario, tiene grandes momentos y elementos simbólicos que se traducen en darle fundamento y apariencia de legitimidad al poder político.
Entrando en la temática, la llegada al poder de Hugo Rafael Chávez Frías no fue accidental: fue premeditada. Sin embargo, más premeditada aun, fue su toma de posesión. El acto que en sus orígenes tuvo un carácter sacramental —el juramento—, fue de una irreverencia tal que cimentó las bases —simbólicas, a primera vista— de lo que sería la era del terror revolucionario, aunque no bajo la tutela de Dantón, Saint Just, Desmoulins, Marat y Robespierre, cabezas del terror revolucionario francés de 1789, esto es, jacobinismo, sino de Cabello, Maduro, Flores, Rodríguez, Rangel y Chávez. Previamente, el barinés ex vendedor de arañas (como él se decía), experto en vapulear instituciones y romper juramentos a base de golpes de Estado —en búsqueda de una especie de 18 de brumario[2] criollo—, fallidos, por demás, ya expresó sus intenciones con el inolvidable y deleznable «por ahora», un 4 de febrero de 1992. Justamente, la hora del por ahora arribó, resultado que, en buena medida, se debe a los apoyos y colaboraciones de algunos personajes, los cuales, en la actualidad se hacen llamar perseguidos políticos. Todo esto se puede observar como una maldición, pero ¿cuál? Veamos.
Es claro que la toma formal del poder del Comandante —hoy difunto material, pero vivo espiritual— no fue una mera declaración de intenciones aquel funesto 2 de febrero de 1999: fue el principio del fin, es decir, el pecado original originante —peccatum originale originans[3], y todo lo demás como peccatum originale originatum (pecado original originado), siguiendo la interpretación escolástica— que ha servido de piedra angular para cimentar al régimen bolivariano, clara «dictadura soberana» esbozada por Schmitt[4], cuyo sustrato ideológico socialista se moderniza y hace viral a ritmo de trending topic, no ya en búsqueda y consagración de la dictadura del proletariado[5], sino en la oligarquía dictatorial de la nueva burguesía o, mejor expresado, de la boliburguesía que, cual neoplasia maligna, hace metástasis a velocidad vertiginosa en muchos países de Hispanoamérica.
En virtud de ello, ese dictador ya no es el ideal de la magistratura romana extraordinaria, ya anacrónica en nuestros tiempos modernos, monopolizados por el artefacto de la estatalidad, cuyo fin era la protección de la República romana —res publica romanorum— que se basaba en el principio salus populi suprema lex esto, suerte de «política farmacológica», en palabras de Dalmacio Negro, en concordancia con los dichos del jurista romano Marco Tulio Cicerón, de lo que Schmitt entendió como «dictadura comisaria», por lo cual, éste ya deja de ser un mandatario, un comisario, transformándose bajo una suerte de «alquimia política», en un mandante y comandante, cual soberano, con summa potestas et imperium, vale decir, en lo que Michael Oakeshott o Antonio García-Trevijano comprendía como «potencia» —potentia—, es decir, poder sin límites, cual freno a su potencia se fundamenta en su propia voluntad, suerte de autónomo sujeto y poder constituyente, en conjunto. Ya no es la política como remedio a los males del cuerpo político, sino como veneno, cuyo exceso del pharmakon mata al cuerpo político: es tanatología política, la política de la muerte.
En este orden de ideas, en primer lugar, el dictador asienta su poder mediante la fuerza militar institucional de la cual ha formado buena parte de su vida y, en segundo lugar, se retroalimenta de la democracia —no como forma de gobierno donde se sigue la regla de la mayoría y nada más, sino como «fundamento» del gobierno, suerte de herejía, según nos lo aclara Miguel Ayuso[16], dónde los más establecen el criterio de lo que es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso—, erigiéndose en legislador, juez y representante supremo y perpetuo del pueblo, suerte de Leviatán[17] y Behemoth[18] refundido de carne y hueso, sin formas nobiliarias, ni fórmulas aristocráticas, cuyo mando bebe del néctar y la ambrosía del «poder constituyente[19]», del cual es, presuntamente, su expresión más prístina, pura y directa.
En virtud de ello, está en dicho receptáculo del poder gracias a la norma, pero, a su vez, por encima de ella: dentro y fuera; da validez a la misma e, igualmente, con su poder la suspende, de forma total o parcialmente, por siempre o temporalmente. Es la «paradoja de la soberanía» que nos recuerda Giorgio Agamben[20]. En este sentido, no es casual, se recalca, la idea de una constituyente invocando el pouvoir constituant del pueblo para transformar todo el andamiaje constitucional y legal, con miras a pasar de un atuendo prêt-à-porter, a un traje a la medida del caudillo caribeño, trabajo oficial de los sastres jurídicos revolucionarios. Por ende, la liturgia y afrenta —no ofrenda— debía hacerse evidente, at urbi et orbi.
¿Qué decir, entonces, sobre el juramento y la maldición? Chibly Abouhamad Hobaica[21], nos relata que el juramento se origina en la tradición romana, teniendo un fundamento religioso en virtud que, quien lo invocaba, expresaba solemnemente su compromiso en una relación jurídica, tomando como testigo a una deidad que, en dicho caso, era Júpiter, máximo dios romano, pater religioso por antonomasia. Tal acto sacramental se hacía para dilucidar un conflicto entre dos personas, donde una de las partes se «remitía al juramento de la otra», siendo una «acción» propia del derecho procesal romano —«actio iurisiurandi»—, y hoy vigente —aunque claramente en desuso en la práctica forense, dado el proceso de laicización— en nuestros códigos civiles y procesales modernos, sin embargo, bajo formulaciones distintas, no siendo una actio sino un instrumento o medio de prueba. Sin más, esto dice el autor:
El juramento tratado anteriormente deriva de la voluntad de las partes, y en su contenido etimológico es JU-RAMENTO, es el calificativo abreviado de Júpiter, o Ju-Pater, ya que en Roma cuando alguien hace una promesa solemne y pone como testigo al supremo Dios se dice que se jura, pero para ello se requiere una suficiente base moral, siendo el juramento una afirmación religiosa. (…) En el juramento romano figuran tres personas, el que presta el juramento, el que toma el juramento para sí o para la persona jurídica a quien representa y el que actúa como testigo en el juramento. Cicerón decía “que el que quebrante un juramento ofende la fe y merece la pena que los Dioses inmortales han reservado al que miente y al perjuro, pues los Dioses se muestran airados y coléricos con los hombres no tanto por las faltas a las palabras si no porque éstos hacen víctimas a otros de los lazos que les tienden con su perfidia y maldad”.
En aras de lo anterior, se hace necesario precisar que hay una relación íntima entre el juramento y la maldición, puesto que, siguiendo a Agamben, si se pierde la conexión entre lo que se jura como expresión formal hablada y lo que se hace con posterioridad a la sacralidad del acto, hay perjurio y, en consecuencia, una maldición. Para el filósofo italiano: «El nombre del dios, que significa y garantiza el ensamblaje entre las palabras y las cosas, se transforma, si éste se rompe, en maldición. Lo esencial es, en cualquier caso, el origen común de bendición y maldición, presentes ambas de manera constitutiva en el juramento[22]». En virtud de ello, más adelante comenta:
«Lo que la maldición sanciona es la desaparición de la correspondencia entre las palabras y las cosas que está en cuestión en el juramento. Si se rompe el nexo que une lenguaje y mundo, el nombre de Dios, que expresaba y garantizaba esa conexión bien-dicente, se convierte en el nombre de la mal-dición, es decir, de una palabra que ha roto su relación verídica con las cosas. En la esfera mítica, esto significa que la mal-dición dirige contra el perjuro la misma fuerza maléfica que su abuso del lenguaje ha liberado. El nombre de Dios, al desligarse del nexo significante, se hace blasfemia, palabra vana e insensata, que precisamente a través de este divorcio del significado queda disponible para usos impropios y maléficos. (…) Del juramento -o, mejor, del perjurio- nacieron la magia y los hechizos: la fórmula de la verdad, al romperse, se transforma en maldición eficaz, el nombre de Dios, separado del juramento y de su conexión con las cosas, pasa a ser murmullo satánico. La opinión común que hace derivar el juramento de la esfera mágico-religiosa debe ser invertida en este punto. El juramento nos presenta más bien, en una unidad todavía no dividida, lo que estamos acostumbrados a denominar magia, religión y derecho, que se derivan de él como otras tantas fracciones suyas. Si aquel que se arriesgaba en el acto de palabra sabía por esto que estaba expuesto desde el principio tanto a la verdad como a la mentira, tanto a la ben-dición como a la mal-dición, la gravis religio (Lucrecio, 1, 63) y el derecho nacen como el intento de asegurar la fe, separando y tecnificando en instituciones específicas bendición y sacratio, juramento y perjurio. La maldición se convierte en este punto en algo que se añade al juramento para garantizar lo que al principio se confiaba en exclusiva a la fides en la palabra, y el juramento puede presentarse así, al igual que en los versos de Hesíodo citados con anterioridad, como lo que se ha inventado para castigar el perjurio. El juramento no es una maldición condicional: por el contrario, la maldición y ese pendant simétrico suyo que es la bendición nacen como instituciones específicas a partir de la escisión de la experiencia de la palabra contenida en él». (Cursivas nuestras).
Queda clara la idea, en relación con lo enunciado por Agamben, que juramento y maldición tienen una unión tal que, la ruptura de éste hace que quien lo debió cumplir devenga en perjuro y, en este sentido, su dicho se corrompa, siendo maldición, estando maldito. Es de señalar que para el acto de juramentación de Chávez, estaba vigente la Constitución venezolana de 1961, siendo la Carta Magna reconocida y legítima para el momento, por lo tanto, la legitimidad de la Constitución de 1999 como norma de normas nace de la ruptura de un orden jurídico-político previo, es decir, de un parto cuyo fruto no fue dar a luz —dare alla luce—, sino traer oscuridad y confusión, dando pie a la formación de una situación política de excepción[23], que suspendió el Derecho vigente hasta instaurar una suerte de «dictadura soberana», extraconstitucional, en el sentido ya esbozado por Schmitt. Es la «guerra civil legal» que Agamben[24] denuncia como nuevo paradigma político y jurídico.
En definitiva, esta disertación nos lleva a la siguiente idea: si seguimos la importancia de la tradición jurídica y política romana esbozada, es posible pensar que el sistema se rompe ipso iure cuando Chávez se «juramenta en falso» —como alude el jurista Asdrúbal Aguiar[25]— al romper la norma jurídica bajo la cual unos meses atrás había sido elegido presidente y que, en años previos, había transgredido producto de un golpe de Estado, vulnerando su juramento tomado en la academia militar. Y es que el recién electo Comandante en su toma de posición, con saña, cinismo y dolo expresó: «Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mí Pueblo que, sobre esta moribunda Constitución (…)». Cabe señalar que, si «pensar es pensar contra alguien», en palabras de Gustavo Bueno, Chávez, conforme a una interpretación schmittiana, entabló una directamente una dialéctica amigo-enemigo, definiendo a quien iba a enfrentar y combatir, cual máximo hostis durante su dictadura soberana: Venezuela y sus instituciones, ya escasas y famélicas gracias a la partidocracia del consenso socialdemócrata, previamente instaurada.
Vale decir que, ésta afrenta se enarbola como la piedra angular que presagiaba una destrucción institucional, siendo sin duda una manifestación sui generis, desde lo político y simbólico, cuya expresión verbal pervertida quiebra el ordenamiento vigente, bajo la fórmula de un maledictus moderno, suerte de excomunión de quien para el momento no detentaba carácter alguno de autoridad —mucho menos moral y/o espiritual—, al ser un perjuro experto y consagrado en la realidad, sin embargo, avalado por la idea metafísica de la «voluntad general[29]» de Rousseau, esto es, de la presunta soberanía popular, un mito político[30].
En esta línea argumental, si continuamos con la interpretación de Agamben[31], aquel que rompe una fórmula sacramental, como es el juramento, entonces maldice —en el sentido que dice mal, expresa de mala forma, de manera incorrecta, imprecisa— y corrompe el acto mismo; a diferencia del que pronuncia la fórmula del juramento de manera correcta y bendice —dice bien—, dando validez y perfeccionando el acto a los ojos de Dios y los mortales. Hugo Rafael Chávez Frías se juramenta siendo ante todo un perjuro, deviniendo ulteriormente en blasfemo —mentiroso y falso—, hereje —contradiciendo e irrespetando los preceptos básicos dados por la Lex Fundamentalis— y claro apóstata de ella, renegando, abandonando y, en consecuencia, maldiciendo todas las instituciones políticas sobre las cuales pretendió erigirse dios, pero que para fortuna nuestra la existencia del dictador fue mortal y, en consecuencia, esclavo de lo temporal. No obstante, hoy no dudamos de que su maldición existe y persiste, y lo vemos día a día en cada tragedia que esconde en sí misma una frase falaz, producto del perjurio: «Chávez vive». Y es que, simplificando la cuestión, dictador es aquel que dicta —dictator est qui dictat—, por lo tanto, huelga señalar que Chávez, a modo de reflexión final, más allá de la ironía y, en honor a la verdad, fue un dictador que mandó dictando maldiciones.