UNA PEQUEÑA HISTORIA.
Por: César Miguel Rondón.
Queridos lectores, permítanme en el día
de hoy contarles una pequeña historia. Corría el año de 1951, Venezuela
estaba bajo una férrea y cruel dictadura militar. En la Penitenciaría
Nacional de Venezuela, en San Juan de Los Morros, estaba preso César
Rondón Lovera. Era evidentemente un preso político. Militante de Acción
Democrática era un activista contra la dictadura.
En la ciudad de Caracas, otra joven
activista política contra la dictadura había superado ya el arresto
domiciliario. Ella, Roselena Tejeda, vivía en una pequeña y modesta casa
en las veredas de Propatria. Un tercero logró, gracias a sus buenos
oficios, que la dictadura los sacase del país, expulsados, exiliados.
Pero los jóvenes rebeldes estaban enamorados y era perentorio casarse
antes que nada. Así, acompañada por un par de vecinos, la jovencita
Roselena fue hasta San Juan de Los Morros y allí, en la cárcel, se casó
con el preso político César Rondón Lovera. No hubo noche de bodas, no
hubo luna de miel. Ella regresó a Caracas, a Propatria, con sus dos
vecinos. Pero una boda siempre es algo importante, siempre es algo para
celebrar así el novio no esté presente. Los vecinos le prestaron un
traje blanco, y, como si fuese Scarlett O’Hara, Roselena, siempre tan
ingeniosa ella, se armó de una cortina, la pantalla de una lámpara e
improvisó un traje de novia. Entonces en su bicicleta salió a recorrer
las veredas de Propatria. De inmediato la acompañaron todos los vecinos,
y el guardia nacional que la vigilaba también se montó en su bicicleta
para seguirla y quizá también para celebrar. Así fue la boda de
Roselena.
Dos semanas después, volvieron a
encontrarse los novios recién casados en el aeropuerto de Maiquetía. Los
guardias nacionales le quitaron las esposas a César Rondón Lovera, y a
la parejita la montaron en el primer avión que saliera sin importar el
destino. Luego de unos cuantos días en La Habana, terminaron llegando a
México. En la inmigración le preguntan a César Rondón Lovera, en su
condición de exiliado político, si ya tiene trabajo. Y él dice sí, yo
voy a ser el chofer del poeta Andrés Eloy Blanco. Eso era lo que habían
acordado. El detalle, Andrés Eloy no tenía carro. Para agradecerle tanta
gentileza y solidaridad, los recién casados decidieron que su
primogénito sería ahijado del gran poeta cumanés.
Comenzó así una vida en el exilio
dura, llena de penurias. Y un par de años después nació el primogénito.
Ese primogénito es el que en esta dolorosa mañana les habla.
Fueron años complicados, de
persistente escasez económica, de dificultades de todo tipo. Después de
mí vinieron mis dos hermanos menores. Y como no había familia, porque no
teníamos tíos ni tías ni abuelos, la inmensa comunidad de adecos y
comunistas exilados pasó a ser nuestra familia. Así comenzó la sana
costumbre de pedirle la bendición a la periodista Ana Luisa Llovera,
como si fuera nuestra abuela, o a la poeta Lucila Velásquez, como si
fuera nuestra tía.
Así crecí, en mucha modestia. Y me
llamaba mucho la atención que la conversación recurrente en esa casa,
llena de exilados políticos, era siempre Venezuela Venezuela Venezuela
Venezuela. Venezuela hasta el cansancio, Venezuela siempre.
En la casa había un cuarto de
huéspedes. Pero en el exilio no hay huéspedes sino compañeros que son
como hermanos. Y en ese cuarto de huéspedes dormía Justo Camargo, otro
exilado venezolano. En la noche del 23 de Enero de 1958, el niño que
alguna vez yo fui tuvo miedo. No sé, miedo a la oscuridad, miedo a
tantas cosas. Y como tantos niños asustados decidí ir a dormir con mis
papás. Me acosté en medio de los dos. De repente la puerta del cuarto
empieza a retumbar. Un estruendo de golpes. Sobresaltados se despiertan
mi papá y mi mamá y el niño que yo era también. Y cuando abren la puerta
aparece Justo Camargo despeinado, como alumbrado por dentro y grita:
¡Cayó Pérez Jiménez! En ese instante pasó una cosa extraordinaria. Esos
tres adultos empezaron a brincar en la cama, agarrados, como si hicieran
una rueda infantil. Gritaban felices, lloraban de alegría. ¡Cayó la
dictadura! ¡Cayó Pérez Jiménez! Yo, muy asustado, los veía desde abajo.
Desde ese día entendí que la libertad es una fiesta.
Pronto, en el primer vuelo que salió a
Caracas, vinimos mi papá mi mamá y mis dos hermanos. Al llegar a
Maiquetía un sol inmenso me encandiló, y conocí entonces por fin a mis
tíos verdaderos, a mi familia verdadera.
Mi papá fue electo diputado y un día
me llevó a conocer el Congreso Nacional. Era yo muy pequeñito y me
mostró los jardines del palacio. Sus palabras jamás se me olvidaron:
“Hijo
este es el Congreso, aquí manda el pueblo. Esto es la democracia y eso
tienes que entenderlo y tienes que respetarlo. Y algo muy importante,
más nunca nos vamos de Venezuela”.
Desde ese día entendí que había que
querer la democracia, respetarla y defenderla. Defender el país,
defender sus instituciones, defenderlo todo. Como en mi infancia,
siempre la misma palabra: Venezuela Venezuela Venezuela Venezuela.
Lamento mucho tener que contar esta
historia. Y lo lamento porque en estos tiempos absurdos, crueles,
oscuros, injustos, terribles y miserables que vivimos hay que aclarar lo
que está claro. Yo soy venezolano por nacimiento. Lo garantizan la
Constitución Bolivariana de Venezuela y mi vida misma.
Como diría César Vallejo, perdonen la tristeza.
FUENTE: César Miguel Rondón/ El Club de los porfiaos
REMISIÓN: Gerónimo Alberto Yerena Cabrera