En nuestro Directv hay dos canales chilenos después de CNN. Hace tres semanas largas se me ocurrió sintonizarlos y me llevé la misma sorpresa y susto que mucha gente al ver los incendios, los saqueos, las manifestaciones masivas y el obvio descontento. Sobre todo, que aquello no compaginaba con la imagen de un país oasis, ya miembro de la OCDE, donde un acelerado crecimiento económico había derrotado la pobreza. Los datos que certifican esto son innegables, aunque las imágenes de vandalismo y represión también. Aparte de indignarme con los anarquistas que destruían sin mayor compasión, de entender la torpeza de las reacciones de Piñera y de constatar que las Fuerzas Militares chilenas siguen teniendo su lado cruel, nada más me quedó claro. Ahora, casi un mes después, he llegado a una hipótesis plausible que paso a explicar.
De 1970 a 1973 Chile pasó por lo que bien puede considerarse un tiempo de locura —de haber existido la segunda vuelta, Allende no llega nunca al poder—, tras la cual apareció un general, Augusto Pinochet, que trató al país como un manicomio e impuso una cruel dictadura militar. Ya para 1980, en un rapto de formalismo, la dictadura promulgó una Constitución, diseñada como una camisa de fuerza. En 1988 el jefe del manicomio quiso prolongar su estadía en el poder hasta 1997, pero perdió el referendo y se vio obligado a convocar a elecciones abiertas, que fueron ganadas por Patricio Aylwin.
Pese a que el plebiscito nacional de 1989 aflojó en algo las correas, la camisa de fuerza siguió en su lugar. Los presidentes posteriores, sobre todo Ricardo Lagos, las aflojaron algo más, si bien ninguno pudo archivar el adminículo. Eso hasta hace tres semanas, cuando el país empezó a convulsionar de manera salvaje. Sí, las cosas han mejorado en las últimas décadas, pero justamente por eso la gente quiere archivar la camisa de fuerza, o sea, quiere libertad.
Unos días atrás, la Asociación Chilena de Municipalidades (AChM), partiendo de sus atribuciones legales, decidió realizar el 7 y 8 de diciembre una consulta nacional, no vinculante, mediante la cual se preguntará a la gente, de la forma más masiva posible, si quiere o no una nueva Constitución. Supongo que no habrá que aclarar que los chilenos ricos, en su mayoría, y la derecha, así como los militares, no desean una constituyente, pues es imposible prever el resultado, pero ya han dado su brazo a torcer porque ven venir meses de una clara ingobernabilidad y, sobre todo, que la economía empezó a sufrir, así que no les quedó otro remedio. Uno no sabe por qué hablan de “Congreso constituyente”, no de una asamblea ídem. Igual, sospecho que el proceso ya se volvió irreversible.
Una constituyente es la única manera que tiene Chile para pasar de la actual fase de conmoción pública diaria a una fase política. Mucho se menciona allá la experiencia colombiana de 1990-1991. Con razón. Pese a que aquí hubo un claro chantaje de los “extraditables” a la Asamblea, al final nos quedó una carta infinitamente más abierta y democrática que la de Núñez y Caro de 1886, personajes hoy olvidados salvo por los historiadores.
Otro día hablamos de la caída de Evo Morales, cuya moraleja es contundente y virtuosa: Evo quiso reelegirse (¡por 4ª vez!) con trampa y se vio obligado a renunciar. Ojalá lo segundo se vuelva costumbre, no lo primero. Eso sí, no veo por qué se habla de un golpe de Estado. A Evo lo tumbó el fraude electoral que cometió.
FUENTE: El Espectador