“Toda dictadura es oprobiosa y deprimente, porque representa a una minoría entronizada por la fuerza en el poder. Todo régimen dictatorial, para mantener su inestable equilibrio, debe recurrir a métodos de barbarie que angustian al espíritu ciudadano y repugnan a las conciencias limpias.”
General Carlos Prats González, Memorias. [1]
Una cosa es la teoría y otra, muy distinta, la práctica. Que a los mil días del establecimiento del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular el proceso se había estancado en un callejón sin salida, que estábamos al borde de un golpe de Estado que se aproximaba a pasos agigantados, posiblemente no hubiera nadie en Chile que lo dudara. Hay momentos en que el reloj de la historia se detiene y la vida se mueve como en cámara lenta. Para precipitarse en horas y reventar ante nuestros espantados ojos de un instante al otro. Pero como solemos reaccionar ante las catástrofes cantadas e inminentes, el comportamiento natural impulsa a cerrar los ojos y esconder la cabeza. Es el síndrome del avestruz.
Allende estaba solo. A pesar de la masiva movilización de respaldo que se dirigió a La Moneda el 29 de junio de 1973, ante el globo de ensayo del golpe de Estado para el que faltaban exactamente setenta y cuatro días, frustrado entonces por la intervención en contrario de Augusto Pinochet, la llave de seguridad de un gobierno asediado que se sostenía con alfileres. Todos hicimos como que la amenaza letal había sido conjurada, todos aclamamos a Allende sin comprender que ya estaba rodeado de una inmensa soledad, todos aplaudimos al general Prat y al general Pinochet, aquel condenado a muerte ya por entonces y el otro elegido por los dioses para la gran traición. Cosa que entonces nadie, absolutamente nadie sabía. Ni siquiera los protagonistas. Todos volvimos cabizbajos, llenos de siniestras premoniciones, a mal dormir esa y las setenta noches siguientes.
En esos setenta y un día la vida de todos los chilenos quedó suspendida, en vilo, como detenida en el espacio y el tiempo por un conjuro. El golpe se había hecho inevitable. El gobierno de Salvador Allende no daba para más: estaba exangüe, exhausto, agotado. Allende había jugado todas sus cartas. La última era impensable e irrealizable: la renuncia. Los más ingenuos, los más impacientes, entre los que me contaba, creíamos que podía ser evitado empujando hacia el abismo. Aceitando los cachivaches con los que creíamos que podíamos enfrentar a un ejército profesional y perfectamente consciente del papel que le correspondía en la tragedia: ser la implacable fuerza de choque del tirano.
Los más conscientes, obviamente los más pesimistas, intentaban vanamente darle los últimos alientos a Salvador Allende, el mártir, buscando desesperadamente pero sin asomar su angustia una hendidura, un paso que diera a una salida honorable: rendirse pero mediante la democrática expresión de un plebiscito. Cuando en su último encuentro, el 8 de septiembre, le comentó al general Prats que en pocos días llamaría a un Plebiscito, que sabía perdido, éste le comentó con sorprendida amargura: “Perdone Presidente, usted está nadando en un mar de ilusiones. ¿Cómo puede hablar de un plebiscito, que tardará 30 o 60 días en implementarse, si tiene que afrontar un Pronunciamiento Militar antes de diez días?” (Ibid, pág. 510.). Sucedió, pero en tres días. Setenta y dos horas.
El pueblo estaba como atragantado. Ni preparado ni dispuesto para iniciar una guerra civil, la única verdadera preocupación del príncipe mártir y del tirano al acecho. El mártir, porque era consciente del devastador poder de fuego de la reacción: fuerzas armadas compactas y verticales, absolutamente unánimes, poder judicial sin hiatos legitimando la intervención, parlamento, empresariado, clase dominante, medios de comunicación cónsonas en que había llegado la hora de las armas. El tirano, porque le temía al poder devastador del pueblo, si está dispuesto a guerrear por sus derechos. Y él sabía que el respaldo popular de Allende, así no fuera mayoritario, estaba intacto y que tras suyo había esperanzas y un auténtico convencimiento. Lo que no sabía era que Allende ya había tomado la decisión más trascendental de su vida: sacrificar su vida en aras de evitar una tragedia, suicidarse a cambio de la paz, seguro de que el futuro se abriría en grandes alamedas, como lo comunicara al comprobar la verdadera y devastadora dimensión del golpe de Estado, en su última alocución: “En nombre de los más sagrados intereses del pueblo, en nombre de la Patria, los llamo a ustedes para decirles que tengan fe. La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen. Esta es una etapa que será superada. Este es un momento duro y difícil: es posible que nos aplasten. Pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor. Pagaré con mi vida la defensa de los principios que son caros a esta Patria. Caerá un baldón sobre aquellos que han vulnerado sus compromisos, faltando a su palabra... rota la doctrina de las Fuerzas Armadas. El pueblo debe estar alerta y vigilante. No debe dejarse provocar, ni debe dejarse masacrar, pero también debe defender sus conquistas. Debe defender el derecho a construir con su esfuerzo una vida digna y mejor.” Pocas horas después demostraría ser un hombre de palabra, un hombre cabal: se quitaba la vida.
Escuché ese discurso poco después de las 8 de esa mañana, mientras me dirigía al centro de investigaciones socioeconómicas de la Universidad de Chile, en donde trabajaba. Me quedó absolutamente en claro que no había nada que hacer, que el temido golpe de Estado por fin se estaba produciendo, que el monstruo había tomado su gran decisión. Allende había sido claro y explícito: prefería ser acribillado en La Moneda o quitarse la vida antes que rendirse. Pero sabiendo la inutilidad de toda resistencia recomendaba mantenerse en los sitios de trabajo o regresar a los hogares. Era el gran estadista al final del camino. Poco después, sus cuatro edecanes le harían saber que las fuerzas armadas actuaban absolutamente unidas y bajo un mando único, lo que hacía inútil cualquier resistencia. Ante el asalto de un comando del ejército al palacio de gobierno, inmediatamente después del bombardeo, ordenó a los suyos retirarse sin hacer resistencia y se disparó una ráfaga de su fusil ametralladora bajo la barbilla.
Hoy, a cuarenta y dos años de esa tragedia, me atrevo a afirmar que salvo los generales a cargo de la operación y los comandantes de fuerza, muy pocos sospechaban en Chile la extensión, la profundidad, el alcance y el proyecto de país que se escondía detrás del golpe. Y que nadie, salvo posiblemente el último en adherir a la conjura, Augusto Pinochet, sabía de los verdaderos plazos y perspectivas que lo animaban. Sólo los más afiebrados de entre los ultra derechistas, aquellos que conminaban a un Jakartazo, tenían conciencia de lo que se nos venía encima a los chilenos. Los civiles de todos los sectores – empresariales, académicos, eclesiásticos, políticos - que se habían opuesto al proyecto de la Unidad Popular esperaban retomar el control del país y devolver las fuerzas armadas a sus cuarteles tras recuperar el control de la situación. Con los menores costos en pérdidas de vidas humanas imaginable. Finalmente, y en términos estrictamente políticos, el gobierno de Salvador Allende apenas traspasaba la barrera del 40%. La inmensa mayoría del país quería volver a la normalidad y terminar por darle un portazo a la catástrofe. La inestabilidad era insoportable, la odiosidad y el ambiente bélico eran inaguantables, la extinción de toda perspectiva de futuro. intolerable, la inflación y el desabastecimiento de los bienes más esenciales – la leche, el pan, la carne, los medios de higiene, la gasolina, los repuestos - habían alcanzado cotas hasta entonces inéditas y pronto los chilenos no tendrían literalmente qué comer, cómo sobrevivir ni a qué dedicarse. Estábamos tocando fondo. Por primera vez en nuestras vidas. Pinochet confesaría más tarde que al ver la desesperación de las colas supo que el golpe se había hecho inevitable.
Al mediodía del 11 de septiembre esas divagaciones sobre la naturaleza del golpe habían sido despejadas. El cruento, quirúrgico y demoledor bombardeo a La Moneda por tierra y aire que posiblemente nadie esperaba terminó por aclarar las cosas: eso era un golpe. Eso era el golpe. Imponer manu militari el orden, acorralar, perseguir, aprehender, encarcelar y asesinar a todos aquellos que pretendieran oponerse mediante acciones concretas a las decisiones de la Junta Militar de Gobierno. Con la mayor eficacia, la mayor profundidad, la más absoluta radicalidad y en el menor tiempo. Erradicar las pretensiones socialistas del corazón y la mente de los chilenos, acabar con partidos y militantes que las animaban, volver a imponer la disciplina, el acatamiento, la obediencia al poder político militar que venía a rescatar la institucionalidad republicana. Y liquidar cualquier pretensión en contrario. Una guerra abierta y declarada, letal y fratricida contra cualquier veleidad marxista leninista. Una guerra que impondría sus propósitos, siguiendo con la mayor fidelidad los principios republicanos asentados en el Escudo Nacional con una clara, sencilla e inequívoca voluntad de poder: POR LA RAZÓN O LA FUERZA. Ante el horror desatado y para él incomprensible, escribe el general Prats la misma noche del golpe: “Por qué los demócratas sinceros del gobierno y de la oposición no fueron capaces de divisar el abismo a que se precipitaba el país?”. Por una muy sencilla razón: Dios ciega a quienes quiere perder.
Marx, en uno de sus más brillantes escritos políticos, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, parafraseó la famosa frase de Hegel según el cual la historia se repite, agregando sin ningún sarcasmo que si el original era una tragedia, su repetición solía ser una farsa. Si transcurridos los mismos mil días de gobierno que condujeran en Chile a la tragedia del 11 de septiembre de 1973 se produjo en Venezuela lo que, lejos de toda verdad irrecusable algunos consideran un golpe de Estado, ese, el del 11 de abril de 2002 habría sido en cuanto supuesto golpe de Estado, sin duda ninguna, una farsa. Como también ha terminado siéndolo esta sedicente revolución bolivariana, farsesca comedia convertida en satrapía de la revolución cubana. No obstante lo cual cabe preguntarse por nuestro desenlace: ¿cómo y cuándo llegará a su fin esta pesadilla?
Es la angustiosa pregunta que todos nos estamos haciendo.