Juan Carlos Sosa Azpúrua /   
Mensaje de un hombre avergonzado 
que desea sentirse militar
 5/11/14
Nací en un hogar de 
venezolanos que aman a su país. De niño jugaba al aire libre y papá me 
llevó dos veces a la playa para que pescáramos juntos. No olvido su 
uniforme reluciente y las historias que me contaba mi mamá sobre sus 
proezas, hasta que fue asesinado en Machurucuto, combatiendo a los 
invasores cubanos que pretendían envenenar nuestro estilo de vida con su
 ideología resentida, plagada de taras inconfesables. 
Al cumplir los dieciocho
 años, me alisté en el ejército y allí me hice parte de un universo de 
personas que como yo estaba dispuesta a dar la vida por los valores que 
nos inculcaron en casa, y que tenían que ver con la decencia y el 
respeto a una historia donde abundan las anécdotas heroicas, de hombres 
entregándose a la tarea más noble: la defensa de la libertad y el 
cuidado de nuestra soberanía nacional.  
Como soldado recorrí la 
geografía patria, entrando en contacto con mucha gente buena, que me 
expresaba cariño, haciéndome saber con su respeto que yo representaba 
con mi uniforme algo importante; y me sentía orgulloso. También ese 
verde oliva, y las botas negras, tenían un efecto embriagador en las 
muchachas que salían conmigo, sonrío cuando me acuerdo de los piropos, 
¡qué tiempos aquellos mi hermano! 
Pasaron los años y 
también se acumularon las buenas experiencias, cuidábamos las fronteras,
 evitábamos que la narcoguerrilla hiciera de nuestro suelo un campo para
 cultivar sus vilezas. Me sentía poderoso con aquel uniforme, porque 
cada vez que me lo ponía mi pecho se inflaba con sentido de 
responsabilidad, el peso de ser el garante de la seguridad de tanta 
gente inocente, y la consciencia de ser el heredero del prestigio de mis
 ancestros, que derramaron su sangre por nuestra nación, que es la de 
Francisco de Miranda y Simón Bolívar.  
Llegaron los ochenta, y 
mis compañeros militares, hermanos del componente naval, cumplieron su 
deber. Muy en alto pusieron el pabellón criollo, haciendo retroceder  al
  Caldas, y Colombia se nos paró firme. Le recordamos al mundo que 
nuestras Fuerzas Armadas eran una institución seria, que nosotros no 
éramos un chiste. 
En los noventa, un 
grupito de traidores, salidos de nuestras filas, demostraron que su 
fidelidad no era con Venezuela, que su juramento se lo prestaron al 
asesino de Fidel Castro. Afortunadamente allí logramos detenerlos, pese a
 los cientos de caídos que pagaron con sus vidas el haber sido engañados
 por esos traidores, que les pusieron en jaque mintiéndoles sobre las 
razones de sus acciones.  
Pero esta traición era 
más universal de lo que jamás sospecháramos. Demasiados sectores, y no 
solo militares, estaban involucrados en la conspiración contra la 
democracia, y se activaron procesos terribles que como un espiral 
infernal se llevó todo por delante, penetrando el núcleo de nuestra 
nación, para incubar allí el virus mortal que destruyó la 
institucionalidad de Venezuela. A partir de esa catástrofe, lo demás 
sucedió rápidamente. 
El traidor mayor, ese 
cobarde que se acurrucó en el Museo Militar,  llegó a la presidencia y 
desde allí le abrió las puertas a Fidel Castro para que hiciera con 
nuestro país aquello que evitó mi padre y sus compañeros de armas, que 
les costó la vida y a mí me dejó huérfano, aunque orgulloso de ser hijo 
de un héroe.  
He sido testigo silente 
del cómo han pervertido los valores por los que me hice militar.  Tantos
 aquí adentro le han entregado su alma al diablo, a cambio de riquezas 
materiales que nunca compensan aquello que se vende, porque no existe 
nada en este mundo que se equipare a la paz de la consciencia.  Yo he 
tenido que vomitar muchas veces, mi orgullo se ha visto humillado de la 
peor forma. 
Me veo al espejo y me 
repito incesantemente que esos que se corrompieron no somos todos, le 
digo a mi hijo y esposa que estén tranquilos con eso, pero confieso que 
yo no lo estoy.  Ponerme el uniforme ahora no es lo mismo que antes. 
Camino por la calle y siento las miradas de la gente, algunos se atreven
 y vociferan a todo pulmón lo que piensan de mi y de mis compañeros... 
sí, yo también siento eso, no puedo mentirles, yo soy un hombre 
avergonzado, tengo mucha vergüenza de llevar hoy este uniforme, porque 
me siento disfrazado, y no es justo con mi padre, ni con mi hijo, ni 
conmigo mismo, pero tengo una responsabilidad y la asumo, porque si me 
excuso entonces allí sí que dejaría de lado completamente aquello que me
 inculcaron en casa, eso de la responsabilidad individual es algo que me
 tomo muy en serio y no hay orden superior que aligere el peso del deber
 que tengo como hombre. 
Sé que muchos de mis 
compañeros han deshonrado nuestra razón de ser. No hemos defendido nada 
de lo que significa ser militar. La soberanía está hecha pedazos de 
tanta violación, nuestro territorio colonizado por criminales que 
responden a los hermanos Castro y a los carteles de la droga.  Los 
cuarteles se parecen tanto a los burdeles, que es difícil separar el 
oficio de puta con el de tantos oficiales de nuestro alto mando. Para 
colmos, se han formado ejércitos paralelos, nos recortan los 
presupuestos e inventarios para orientarlos hacia la delincuencia común.
 Hemos dejado que las calles se siembren de malandros armados con 
equipos de guerra, y lo peor, muchos de nosotros hemos usado rifles y 
bombas para atacar a la juventud inocente, mientras cerramos los ojos 
con las caravanas de asesinos y ladrones que desfilan frente a nuestras 
narices y que están en las filas que nos identifican como institución.  
Sé muy bien que nada de 
esto es correcto. Cada vez que veo a mi hijo siento una corriente en las
 entrañas, y mi cuello me pesa. Las mañanas, cuando me visto con el 
uniforme que alguna vez equiparé al de mi padre, lo siento más como un 
disfraz. Ya no camino por la calle, hace un tiempo que no visito un 
centro comercial sin asegurarme primero que voy con el camuflaje de 
civil. 
No soy como los 
traidores, yo no soy un traidor, pero ya no puedo mentirme a mí mismo 
creyendo que eso es suficiente.  Hay algo más que tengo que hacer, sigo 
siendo militar y eso no es cosa de juego. Como militar tengo un deber 
que no estoy cumpliendo, hay una cuenta pendiente que no he pagado y sus
 intereses se han acumulado en proporciones indecentes. 
Esta deuda es con la 
bandera tricolor que juré defender y que hoy está pisada por una tiranía
 extranjera, que envilece todos los valores que fundamentan mi nación; 
la deuda también es con mis compatriotas civiles que no tienen el 
entrenamiento ni las armas que a mí me confiaron, precisamente para que 
los protegiera de todo lo que está pasando. Esta obligación es con mi 
padre, que como les dije entregó su vida para honrar su casta militar, 
para que Venezuela fuera libre y no esclava; la deuda es igual con mi 
hijo, no quiero que vea a su padre y sienta la vergüenza que yo ya no 
puedo esconder... y, finalmente, esta deuda es con mi consciencia, 
porque yo no me hice militar para esconderme de los espejos, con miedo 
de que mis ojos proyecten lo que a diario trato de silenciar. 
Sí, yo soy militar, y un
 militar tiene responsabilidades que no estoy cumpliendo. Juré defender 
tantas cosas que hoy están en manos de criminales y ya no puedo más.  
El domingo pasado visité
 la tumba de mi papá y me arrodillé llorando, sí, se los digo sin pena, 
lloré como un niño que traicionó la memoria de un héroe.  Pero al rato 
me sequé las lágrimas y me puse de pie haciendo el saludo de rigor al 
hombre que me enseñó a pescar y me dio una razón de vida. Aunque 
enterrado, su ser fallecido estaba allí vivo, hablándole paradójicamente
 a a alguien que, aunque vivo, está muerto por dentro, a ese cadáver que
 soy yo y no quiero serlo más.  
Salí del cementerio 
resucitado por aquel encuentro, sintiéndome nuevamente militar.  Juro 
por todos los santos que jamás volveré a traicionarme. 
Camino hacia el cuartel y
 llevo un mensaje a mis compañeros de armas: Somos militares... actuemos
 como tales.  Es hora de honrar nuestro uniforme y ser hombres 
completos... ¡Recuperemos la Libertad de Venezuela! 
Juan C. Sosa Azpúrua
  
   
Plaza Francia de Altamira. Caracas, 22 de Octubre de 2002. 
Foto: Urru.org
 Nuestro reconocimiento a Juan Carlos Sosa Azpúrua. 
A 12 AÑOS DE LA DISIDENCIA CIVICO-MILITAR DE ALTAMIRA,
Caracas, 22 de Octubre de 2014
Caracas, 22 de Octubre de 2014







