Los fraudes que llevaron
al colapso de Venezuela
al colapso de Venezuela
Autor:
Emili J. Blasco
Emili J. Blasco
A los incrédulos.
Todos, en algún momento, lo fuimos.
Once capítulos de un engaño
1. EL FAUSTO DEL CARIBE
2. UN DOLOR DE RODILLA
3. «ES VERDAD, AÑADIMOS VOTOS FALSOS»
4. EL MONEDERO DE LA REVOLUCIÓN
5. ENRIQUECERSE CON EL SOCIALISMO
6. EL DROGADUCTO BOLIVARIANO
7. NICOLÁS EN LA GUARIDA DE HEZBOLÁ
8. CHÁVEZ-IRÁN, AMOR A PRIMERA VISTA
9. ESQUIZOFRENIA CON EL IMPERIO
10. DEL PAÍS DEL ¿POR QUÉ NO TE CALLAS?
11. COMBO McCHÁVEZ, DIETA TRÓPICAL
El colapso institucional, económico y social de Venezuela no es fruto de la dilapidación del legado de Hugo Chávez, sino consecuencia misma de sus políticas. Es el bumerán que, al volver en su vuelo, rompe el espejo en el que se veía al padre de la revolución bolivariana: de benefactor de los pobres a responsable de la gran escasez, inflación y violencia que sufre el país, especialmente sus clases populares: falta de productos básicos, colas en las tiendas, delincuencia desbordada… Y es que el chavismo tuvo mucho de fraude –un conjunto de ellos– casi desde el principio. Este libro revela detalles de los principales capítulos de ese fraude: entrega de soberanía a Cuba, engaño electoral, corrupción económica sin precedentes, narcoestado, dilapidación del petróleo, vinculaciones con el radicalismo islámico… El libro también incluye las curiosas relaciones del chavismo con Estados Unidos, la España de Podemos y el conjunto de Latinoamérica. Testimonios de individuos clave en el entramado chavista, varios de ellos en contacto con las autoridades estadounidenses como testigos protegidos, dan forma a este relato periodístico.
Si de aquí sale alguna
información, fuiste tú; aquí no hay nadie más». Mientras decía estas
palabras, Hugo Chávez miró a los ojos a su ayudante personal. Leamsy
Salazar le sostuvo la mirada. «Por supuesto, mi comandante», respondió
sin que se le quebrara la voz. Chávez cerró el asunto con un «espero que
así sea». Sabía que el joven había visto y oído demasiado, pero estaba
seguro de que entendería la advertencia. Llamado al lado del presidente
venezolano al poco de salir de la Academia Naval, para entonces Salazar
comenzaba a tener evidencias de que la revolución chavista era un gran
fraude; todavía tuvieron que pasar varios años –oiría y vería aún más
cosas– para convencerse. Al final, cogido en medio de divisiones
internas, decidió contar lo que sabía, y lo hizo desde donde más daño
podía causar.
Era la Semana Santa de 2007 (quizás de un año antes; Salazar no lo puede precisar) cuando el joven oficial fue testigo de cómo Chávez en persona negociaba con los cabecillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) la compra de cargamentos de droga y la entrega a los guerrilleros de armas y otro material militar del Ejército venezolano con los que combatir al legítimo Gobierno de Bogotá.
Era la Semana Santa de 2007 (quizás de un año antes; Salazar no lo puede precisar) cuando el joven oficial fue testigo de cómo Chávez en persona negociaba con los cabecillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) la compra de cargamentos de droga y la entrega a los guerrilleros de armas y otro material militar del Ejército venezolano con los que combatir al legítimo Gobierno de Bogotá.
Chávez se recluyó esos días santos en una finca de Barinas, estado venezolano no lejos de la frontera con Colombia, en compañía de Rafael Ramírez, ministro de Energía y presidente de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), y de Ramón Rodríguez Chacín, exministro del Interior y dueño de la finca. Ramírez ponía el sistema de lavado de dinero a través de la petrolera nacional; Rodríguez Chacín, en permanente contacto con las FARC, se ocupaba de ir a buscar a los guerrilleros (los máximos dirigentes: Iván Márquez, Rodrigo Granda y Rafael Reyes) y de devolverlos a su campamento, pues no se hospedaban en la casa. Ese viaje lo hacía al volante él mismo de una camioneta, sin acompañamiento de escolta.
En los dos primeros días, los tres dirigentes venezolanos y los tres insurgentes colombianos estuvieron hablando entre ocho de la tarde y cuatro de la madrugada. En una de las jornadas se unió también la esposa de Iván Márquez, que también era comandante de un frente guerrillero. El tercer día hubo un encuentro a solas de Chávez con Raúl Reyes, que duró hasta las 5.30 de la mañana. En esa última reunión, Leamsy Salazar fue ordenado permanecer alejado; a la vista de Chávez por si este le requería algún servicio, pero fuera del alcance de las voces. Los dos días previos, sin embargo, el ayudante estuvo moviéndose entre los congregados, sirviendo agua y café y estando pendiente de los teléfonos personales que se habían dejado a un lado. Fue el único ajeno al círculo confabulado al que se le permitió entrar y salir. Así pudo escuchar muchas de las órdenes de Chávez.
–«Rafael, cómprales a las FARC toda la mercancía que producen, toda la agricultura y el ganado. Págales un primer plazo de quinientos millones de dólares. ¡Le vamos a quebrar el espinazo a Uribe, pa’ joderlo!».
La referencia al entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, su enemistado vecino, Chávez la hizo con especial gozo, según recuerda Salazar. Por lo demás, estaba claro que, ante la presencia del ayudante, el comandante evitaba ser explícito y todos hablaban con sobreentendidos. ¿Qué productos agrícolas cultivaban las FARC o cuántas cabezas de ganado apacentaban para cobrarse tan abultada cifra? Lo que entregaron fueron unas pocas vacas, que llevaban una larga marca en la barriga. Salazar conocía bien qué era aquello, pues enrolado en las fuerzas especiales había servido en la frontera y varias veces se había topado con reses a las que se les había abierto para introducir cargas de cocaína en las varias cavidades del estómago que tiene el rumiante; cosidos de nuevo, los animales podían ser transportados sin levantar sospechas.
–«Rafael, ponte de acuerdo con el Pollo. Aprovechando que ahora estamos comprando armamento ruso y desencuadrando armamento nuestro, una parte la podemos enviar a las FARC».
Como las gestiones con el Pollo –el general Hugo Carvajal, entonces, y durante largo tiempo, jefe de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM)– se retrasaban, durante aquellos días el mismo Chávez le llamó con frecuencia por una red encriptada para transmitir sus órdenes. El presidente también tenía un teléfono aparte para estar en contacto con el guerrillero Iván Márquez cuando no estaba presente.
–«¿Se ha entregado ya todo? ¿Cuánto falta? Todo lo que pidan los compañeros se lo entregan», le decía a Carvajal.
Los cargamentos traspasados a las FARC, en grandes cantidades, incluían uniformes venezolanos, botas militares, computadoras, fotocopiadoras y máquinas de escáner, entre otro material. También se entregaron abundantes medicinas. De hecho, el general Carvajal estaba encargado de coordinar la atención médica de los campamentos de las FARC, tanto en el lado venezolano de la frontera como al otro: los médicos eran llevados hasta cierto punto y allí eran recogidos por guerrilleros para trasladarlos hasta sus centros de operaciones. Parte de esa actividad de Carvajal, así como la estrecha vinculación de las FARC con la dirección chavista, quedó de manifiesto cuando el 1 de marzo de 2008 un ataque del Ejército colombiano arrasó el campamento del cabecilla guerrillero Raúl Reyes y hubo acceso a su computadora. Comprometedores correos electrónicos y fotografías documentaron esa vinculación. «Estoy cagada», comentaría entonces María Gabriela, hija favorita de Chávez, quien durante esos encuentros en Barinas había saludado a los invitados y se había fotografiado con ellos. «Te aseguro que esas fotos las vieron los colombianos. No sé porqué no las han sacado», le dijo a Salazar.
Leamsy (Ismael al revés) había nacido en Caracas en 1974. En 1998 se graduó en la Academia Naval y pasó un año de especialización en un batallón de Infantería de Marina en la base naval de Punto Fijo. Estando en ese destino, un día fue enviado de urgencia a la comandancia general. El nuevo presidente del país, Hugo Chávez, quería escoger entre los números uno de las últimas promociones de cada arma para formar su guardia de honor: jóvenes militares que serían a la vez sus ayudantes personales y garantes de su seguridad. Salazar, de 25 años, fue seleccionado. Estuvo pegado al mandatario un par de años, hasta los sucesos de 2002 que desalojaron unos días a Chávez de la presidencia. En el momento de la restitución, Salazar fue captado por las cámaras ondeando la bandera patria sobre el tejado del Palacio de Miraflores, gesto que el presidente encomió después públicamente. Después se marchó.
Volcado en las operaciones especiales, en 2006 participó en una demostración militar presenciada por el presidente. Su destreza y coraje –se lanzó desde un helicóptero sobre el lago de Maracaibo para poner un explosivo– llamó la atención de Chávez. Cuando este le dio la mano para felicitarle le reconoció y pidió al ministro de Defensa que lo volviera a destinar al Palacio de Miraflores, como responsable del dispositivo de seguridad en los desplazamientos, además de labores de ayudante. Tras la muerte de Chávez, Salazar fue escogido por Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional y número dos del chavismo, para llevar esas mismas labores.
Además de inculpar a Chávez de la organización de un narcoestado, su testimonio en Estados Unidos apuntó directamente a Cabello como gran operador del narcotráfico y de los negocios ilícitos del régimen. Al servicio de su nuevo jefe fue testigo de operaciones que acabaron por convencerle del carácter criminal de la cúpula chavista.
Un viernes de 2013, a eso de las diez de la noche, Cabello ordenó a Salazar organizar un rápido viaje a la península de Paraguaná, un saliente que se adentra en el Caribe y es el territorio más septentrional de Venezuela. Con ellos dos voló también el mayor Lansford José Castillo, el ayudante más directo de Cabello. Cuando el Falcon aterrizó en Punto Fijo, los tres se metieron en un automóvil que les esperaba, a cuyo volante se colocó el dirigente chavista. Dos autos de seguridad fueron detrás. Durante el trayecto Cabello conversó varias veces por teléfono con el general Hugo Carvajal, director de la inteligencia militar, pero lo hacía con reserva, en conversaciones cortas.
–«Pollo, ¿cómo es la vaina? Espera que estoy yendo para allá».
Se notaba que el presidente de la Asamblea Nacional no quería ser oído por Salazar. El joven guardaespaldas pensó que se trataba de algo que tenía que ver con la seguridad del Estado, pero a medida que pasaba el tiempo aumentó su extrañeza. A la altura de Piedras Negras –habían cruzado la península de oeste a este y enfilaban la carretera litoral hacia del cabo San Román–, Cabello le dijo a Salazar que ordenara a los agentes de seguridad que les seguían que se quedaran allí. El primer auto siguió hasta el cabo, en la punta norte; al otro lado del mar, a solo veinticinco kilómetros de distancia, se veían las luces de Aruba, isla perteneciente a Holanda. Ya era medianoche. En la playa había un nutrido grupo de hombres con la cara cubierta, equipados con armas largas, que dejaron avanzar el vehículo. Este se detuvo a la vista de cuatro lanchas deportivas de alta potencia. Junto a ellas estaba el Pollo. Cabello descendió y dio la autorización final.
–«¿Están listas las hallacas? Pues que las lanchas partan de una vez, una detrás de otra».
Era evidente que aquello no eran hallacas, nombre de un plato típico venezolano (masa de harina de maíz rellena de guiso y envuelta de forma rectangular en hojas de plátano), pero de esa manera llamaban en la operación a los paquetes o panelas de droga, para despistar. Las lanchas, con sus cargamentos de coca –varias toneladas–, salieron de inmediato, comandadas por operadores que llevaban instrumental de visión nocturna. Quienes estaban en la playa no eran militares, al menos su indumentaria no mostraba emblemas; más bien parecía el despliegue de una de las mafias de la droga, con la que –no había duda– se estaban coordinando las más altas esferas del Estado.
En el viaje de regreso al aeropuerto, Cabello intentó confundir a Salazar, a la vista de que este estaba sacando sus conclusiones. «¡Ahora sí que les vamos a descoñetar a los líderes de la oposición!», exclamó, como sugiriendo que aquel envío de droga se hacía para después descubrirlo oficialmente y denunciar a la oposición política. Pero por más que en ocasiones intentaba disimular, en otras Cabello añadía más elementos de alarma sobre sus negocios sucios. En un momento dado, le dijo a quien iba sentado junto a él:
–«Mira, Castillo, esta semana estate pendiente porque el Pollo va a enviar una plata en efectivo en uno de esos camiones. Que pase por donde Tareck, que se quede con su parte, y que siga para la oficina. Tienes que estar tú allí para recibirlo».
Cinco días después llegó un camión del Seniat (Servicio Nacional Integrado de Administración Aduanera y Tributaria) a la vivienda de Fuerte Tiuna, el mayor complejo militar de Caracas, que Cabello tenía habilitada como despacho, al margen del que disponía en la Asamblea Nacional. Era de suponer que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, el convoy había pasado antes por las dependencias de Tareck el Aissami, gobernador de Aragua y previamente ministro de Relaciones Interiores y Justicia. El presidente del Seniat era entonces José David Cabello, hermano del número dos chavista. Tanto el uno como el otro, como se verá más adelante, igualmente implicados hasta el cuello en la corrupción chavista.
Leamsy Salazar se estaba cambiando de ropa, para marcharse al término de su jornada de trabajo, cuando comenzó la descarga del camión. Vio las puertas traseras abiertas y el espacio interior repleto de maletas, todas iguales y cerradas con candados. Se armó de valor para investigar un poco, y comprobó que una maleta ya se había trasladado a una de las habitaciones de la casa y estaba abierta. Allí había amontonados fajos de billetes de cien dólares. Aunque estaban envueltos con film plástico, despedían olor a billete nuevo. El dinero iba destinado a una gran caja fuerte de tres metros por cuatro, con un fondo de metro y medio, que había en esa habitación. Daba la impresión de que era cash para uso diario. De hecho, Cabello hacía pagar todo en efectivo, y cuando no, según el relato de Salazar, eran servicios que corrían a cuenta del Seniat, como el pago de hoteles y toda la logística de viajes y seguridad.
Pero por grande que fuera la caja fuerte del despacho de Cabello, allí no cabía el contenido de todas las maletas recibidas. Además, Salazar recordaba ahora haber visto en al menos otras dos ocasiones la llegada de un camión de la agencia aduanera y tributaria, sin que entonces hubiera imaginado su verdadera carga. ¿Dónde iba el resto del dinero? No tardó en saber la respuesta.
A Diosdado Cabello le gusta salir de caza. En una de esas excursiones, Leamsy Salazar fue testigo de algo asombroso. Ocurrió en una finca que se extiende entre los estados Barinas y Apure. Era de noche y la partida de tres personas comenzó a andar por el campo abriéndose paso con sus linternas. Al cabo de un rato, Cabelló ordenó que Salazar se quedara en un punto, mientras él y su directo asistente, Lansford Castillo, seguían adelante. A unos cien metros, la avanzadilla se paró y de pronto sus luces se apagaron. Luego, pasado un tiempo, las linternas volvieron a alumbrar y Cabello comunicó desde la distancia, a voces, que él y Castillo se marchaban entonces a cazar venado.
Cuando ambos desaparecieron, Salazar fue hasta el lugar en el que se habían detenido los otros dos. Iluminando el suelo con su lámpara vio una amplia trampilla. La levantó y descubrió una escalera que bajaba a un espacio subterráneo. Cerca de la entrada encontró un interruptor y lo accionó: ante él había un gran búnker, de unos diez metros de largo por cinco de ancho, con montañas de fajos de billetes apilados de pared a pared.
Salazar contó su hallazgo a un compañero del equipo de seguridad y este le aseguró que había visto lo mismo en otros dos búnkeres de Cabello, igualmente con instalación eléctrica y deshumidificador, uno en el estado Monagas y otro en Ciudad Bolívar. «Yo vi allá caletas de billetes», le confesó su amigo, impresionado por lo arrecho de los escondrijos y lo atesorado en ellos. Cuando después a ese guarda lo inculparon injustamente de varios delitos, Salazar supo que era el momento de huir, porque las cosas se le estaban poniendo mal.
En la primera mitad de 2014 tuvo un encontronazo con Cabello: este le acusó de haber robado ciento veinte mil dólares de la caja fuerte. Al presentarle el escolta pruebas gráficas de que la sustracción la había hecho una amante del dirigente chavista (la actriz de novelas Gigi Zanchetta), el jefe reaccionó airado, como ofendido porque le atribuyera un affair, y lo suspendió de sueldo, enviando al capitán de corbeta a un curso que no le interesaba en absoluto. Por miedo a mayores represalias –y probablemente también como venganza– en otoño de 2014 Salazar entró en contacto con la Administración para el Control de Drogas (DEA) de Estados Unidos, con la que se entrevistó en un viaje a las Bahamas. En previsión de su huida, se casó en la isla Margarita con la capitán Anabel Linares, alto cargo del Ministerio de Finanzas. Cuando ambos abandonaron Venezuela su ausencia no levantó sospechas, pues iban de viaje de bodas. Pero al pasar los días, saltaron las alarmas. El piloto del avión privado que les había llevado a República Dominicana fue interrogado con violencia hasta que Cabello tuvo los datos que necesitaba sobre el vuelo. El plan de Salazar era saltar a Colombia a la espera de que le hicieran llegar el visado de entrada a Estados Unidos, pero por no arriesgarse a una extradición fue con su esposa a Madrid, donde llegaron poco antes de Navidad.
Yo le vi allí unos días después, el 6 de enero de 2015, solemnidad de los Reyes Magos. Me quedé sin comer el famoso roscón, que en España corona la comida de esa señalada fiesta, pues el encuentro fue a mediodía. No supe dónde se alojaba hasta el momento de tomar un taxi y dar una dirección. En un bar, mirando a los lados de vez en cuando por si alguien arrimaba sospechosamente la oreja, Leamsy Salazar me contó todo lo escrito hasta aquí, y también otras revelaciones que quedan para más adelante. El 26 de enero llegó a Washington y en marzo hizo la declaración elevada al gran jurado en el caso abierto por la fiscalía federal del Distrito Sur de Nueva York contra Diosdado Cabello: la acusación formal de Cabello, como sostenedor de un edificio de narcotráfico y corrupción construido por Hugo Chávez y avalado por Nicolás Maduro, presumiblemente ya era un hecho, aunque permaneciera secreta por un tiempo.
Estas páginas primeras son como esas escaleras que descendían al misterioso búnker perdido en medio de una finca de los llanos venezolanos. El lector ha abierto la trampilla y comenzado a bajar los escalones. Acabamos de dar la luz y lo que tenemos ante la vista es imperdonable.
Introducción
Los cascos se alzaban al cielo y se precipitaban luego, con la furia de las manos que los agarraban, contra la cabeza y el pecho del detenido. Herido por disparos de perdigones a quemarropa, el joven yacía largo en tierra sujetado por tres guardias nacionales. Le estaban propinando una paliza, con las culatas de sus fusiles y los cascos de sus uniformes antidisturbios. Al borde de la inconsciencia, Willie David solo escuchaba la repetición de una pregunta: ¿quién es tu presidente?
La legitimidad de Nicolás Maduro como presidente era el asunto realmente clave en las masivas protestas que estallaron en Venezuela en febrero de 2014, cuando aún no se había cumplido un año del entierro de Hugo Chávez. Los estudiantes salieron inicialmente a la calle desesperados por el agobiante clima de inseguridad ciudadana; después, en repulsa de la desmedida violencia con la que el Gobierno repelió sus manifestaciones. Cientos de miles de venezolanos se unieron enseguida a las marchas, angustiados por la insufrible escasez, la galopante depreciación del poder adquisitivo y la falta de horizonte vital, para ellos o sus hijos, en un país al que la revolución bolivariana había asfixiado.
Pero se verbalizara o no, estuviera o no en pancartas o puntos de reclamación política, la gran cuestión de fondo era la ilegitimidad de todo el entramado institucional chavista. Con una democracia completamente adulterada solo cabía ya imponer al presidente a golpe de cascos y culatas de fusiles.
No era la reacción desabrida de un Maduro incompetente, incapaz de llevar a buen puerto el proyecto que le dejara Chávez. El autoritarismo político y el colapso económico en Venezuela era simplemente la maduración del chavismo, no en el sentido de adaptación obrada por el sucesor, sino de floración o plena epifanía del proceso puesto en marcha por el comandante supremo. Constituía la consecuencia de las políticas y estrategias emprendidas por el creador de la República Bolivariana. Era el bumerán que, al volver en su vuelo, rompía el espejo en el que se había mirado Chávez: quien le tuvo por salvador de los pobres, bien podía ver ahora cómo las clases bajas sufrían especialmente la falta de productos básicos, las colas en las tiendas, la delincuencia… Ciertamente aquello fue un espejo, porque el chavismo fue un fraude –un conjunto de ellos– desde casi el comienzo.
Al temprano Hugo Chávez hay que reconocerle haber detectado bien el hartazgo social que existía en Venezuela en las dos décadas finales del siglo XX por la alternancia en el poder de los partidos tradicionales, alejados de las preocupaciones del pueblo y recurrentes en la corrupción. En 1998 ganó las elecciones presidenciales porque supo ilusionar a las masas populares –más de la mitad de la población, en un país que hoy ronda los treinta millones de habitantes– sobre un nuevo comienzo, en el que ellas serían protagonistas.
Tuvo también el mérito de ejecutar al principio de su presidencia lo que fue la decisión estratégica más importante de su paso por el poder: propiciar en el seno de la Organización de Países Productores de Petróleo una política de precios que condujo a un notable incremento del valor del barril en los mercados y, por tanto, a un enorme aumento de los ingresos por la venta de crudo, principal fuente de riqueza de Venezuela. El encarecimiento del petróleo se vio también espoleado por vicisitudes internacionales, como la guerra de Irak o el embargo a Irán, pero todo partió de una confluencia de intereses entre Caracas y Riad. A mediados de 2014, sin embargo, la preocupación de Arabia Saudí era otra y Venezuela comenzó a sufrir como nadie el vertiginoso descenso de precios. La revolución chavista había ascendido encaramada a la ola de la cotización del barril, y el desplome de esta parecía ser su sentencia de muerte, aparentemente avalando la teoría de que en Venezuela los grandes cambios político-sociales siguen los ciclos del precio del petróleo.
Durante la era Chávez, de un mínimo de 10,5 dólares el barril en 1998 se pasó a 103,4 dólares en 2012. En los catorce años en los que el líder bolivariano estuvo en el poder, Venezuela produjo petróleo por valor de aproximadamente un billón (un millón de millones) de dólares. Con unos ingresos tan generosos, el presupuesto venezolano fue también dadivoso en las políticas sociales, a las que en ese tiempo, según las cifras del Gobierno, destinó quinientos mil millones, es decir, la mitad de la renta petrolera. Las holgadas finanzas permitieron también sustentar una política exterior con clara influencia en la región, muestra de la inteligencia estratégica de Chávez: fondos de ayuda a las naciones aliadas del continente y petróleo en condiciones favorables para países del Caribe.
Pero el manejo de tal volumen de ingresos hizo posible una corrupción igualmente desmedida, sin precedentes en la historia del país, y convirtió Venezuela en lugar ideal para la legitimización de capitales procedentes del narcotráfico. Ambas cosas fueron propiciadas desde el Gobierno chavista, como importantes elementos del fraude en que se constituyó el régimen mismo.
Este libro aborda el gran engaño del chavismo. Saludado en el mundo como supremo benefactor de los menos favorecidos, Hugo Chávez no pasará en realidad a la historia de Latinoamérica por haber reducido la pobreza en Venezuela: la mayoría de los países del continente registraron triunfos importantes en ese combate durante el mismo periodo, algunos con mayor efectividad, como Perú, Brasil, Chile y Uruguay. Incluso, dados los fondos públicos empleados, en Venezuela cabría haber esperado mayores avances, al menos más sostenibles. Lo singular de la obra de Chávez, aquello por lo que estará en los manuales de historia, es algo doble: haber puesto en marcha un autoritarismo (un sistema en el que su autoridad presidencial se imponía sin los contrapesos ni la rendición de cuentas esenciales en una democracia) capaz de asegurarse la reelección en las urnas y, sobre todo, haber cedido el control del propio país a los dirigentes de otro.
El fraude de la relación con Cuba es el que abre el libro. Fuera de los venezolanos, poca gente se hace cargo del increíble grado de injerencia de La Habana en los asuntos internos de Venezuela, no como resultado de una penetración subrepticia y hostil, a espaldas del Gobierno de Caracas, sino curiosamente a invitación de este. Con Chávez, los cubanos se erigieron en gestores de los documentos de identidad y pasaportes, así como de los registros mercantiles y notarías públicas; en codirectores de puertos y controladores de seguridad de aeropuertos; en supervisores de las Fuerzas Armadas y de las labores de contrainteligencia… El mismo Maduro fue potenciado por ellos como sucesor.
Algo así es impensable en cualquier otro país del mundo. En Venezuela era posible porque muchas cosas se hacían de espaldas al pueblo: el Gobierno ocultaba el número de cubanos en el país y sus funciones, y las carencias democráticas permiten escabullir la rendición de cuentas ante la oposición. Como se recoge en un testimonio, en una ocasión Chávez hizo borrar de la contabilidad oficial cinco mil millones de dólares que adeudaba la isla: el líder bolivariano decidía hacer un regalo a Cuba con el dinero de todos los ciudadanos, sin que estos lo supieran. Los venezolanos también desconocían los subsidios reales con los que Venezuela beneficiaba a Cuba; se sabía del envío de unos cien mil barriles diarios de petróleo, pero no había manera de auditar el pago del régimen castrista, que no era económico, sino mediante servicios prestados por médicos, enfermeras, entrenadores deportivos y otros asesores cubanos desplazados a Venezuela.
Chávez se puso hasta tal punto en manos de Fidel y Raúl Castro que su propia vida quedó a merced de ellos. Cuando en 2011 le diagnosticaron cáncer, el presidente venezolano optó por el secretismo que le ofrecía Cuba. Aunque a esas alturas la enfermedad era ya irreversible, pudo haber encontrado mejor tratamiento en otro lugar, lo que habría prolongado algo más su vida y, con la convalecencia necesaria, habría suavizado la agonía que tuvo que sufrir durante meses. Chávez prefirió seguir aferrado al poder y mantener la farsa sobre supuestas recuperaciones de salud. Todo el esfuerzo se centró entonces en llegar vivo a las presidenciales de octubre de 2012, de manera que una nueva victoria asegurara al chavismo otros seis años en el poder, aunque los debiera completar un sucesor. Chávez llegó a la meta ocultando a los electores el mal estado que le obligaba a apariciones selectivas y mintiendo sobre la perspectiva de su nuevo mandato, que iba a nacer muerto.
El esperpento de sus últimas semanas de vida, impropio de la trasparencia debida en una democracia, fue algo indigno para los ciudadanos de Venezuela. El Gobierno estuvo plagiando la firma de Chávez para nombramientos, cuando él era ya incapaz de realizarla, y ridiculizó el sentimiento sincero de miles de venezolanos cuando paseó el féretro por las calles de Caracas sin el cuerpo del finado dentro. Ni siquiera hubo acta de defunción pública, firmada por un médico, que diera cuenta de la causa, la fecha y lugar del fallecimiento.
Chávez se había aproximado a Cuba en busca de los consejos de Fidel Castro sobre cómo consolidarse y retener el poder. De La Habana llegó la idea de las misiones sociales, una treintena de programas de ayuda a las clases menos pudientes, a las que mejoraban su condición al tiempo que facilitaban su control político. Gestionadas al margen de los ministerios sectoriales correspondientes, con financiación fuera del escrutinio parlamentario, como asistencia tenían más carácter de obra de caridad que de empeño por operar cambios estructurales. Chávez se preocupó de que el número de personas apuntadas a las misiones y el de trabajadores públicos alcanzara en conjunto al menos la mitad del censo: el discurso del chavismo siempre estuvo dirigido a esa mitad de Venezuela, enfrentándola con la otra media para espolear su resentimiento de clase. En una movilización meticulosa, con uso de medios gubernamentales, el oficialismo se encargó de que quienes aparecían en sus listados de beneficiarios del Gobierno se vieran forzados a votar al régimen. Era el ventajismo, que incluía prácticas como el abuso del voto asistido, la amenaza de despidos, la negación del censo a la oposición…
Pero eso solo fue una parte del truco electoral. Como aquí se desvela, en las presidenciales de 2012, las últimas de Chávez, y las de 2013, que tuvieron a Maduro como candidato, activistas del chavismo fueron los encargados de manejar en los centros electorales la maquinaria de identificación de electores y la de votación, en connivencia con el Centro Nacional Electoral (CNE). Eso facultó alimentar un sistema informático paralelo al del CNE que daba al oficialismo conocimiento sobre la evolución del voto durante la jornada electoral, con lo que podía reaccionar con movilizaciones de última hora o con la activación fraudulenta de las máquinas de votación. Ese sistema paralelo estuvo coordinado por Cuba. Dos figuras del chavismo han admitido privadamente que se falsificaron cientos de miles de votos para Maduro; es decir, que el opositor Henrique Capriles ganó las elecciones.
Los enormes ingresos petroleros sufragaron una revolución bolivariana que se abrió camino a golpe de chequera: electrodomésticos y viviendas para sectores sociales afines, condonación de deuda a Cuba, ayudas a gobiernos ideológicamente próximos, compra de armamento a Rusia que convirtió a Venezuela en el mayor importador de armas de toda Latinoamérica… De ser una empresa estatal, pero al margen del Gobierno, Petróleos de Venezuela (Pdvsa) quedó integrada en la estructura de mando gubernamental y se embarcó en actividades más allá del negocio petrolero, como la construcción y la alimentación. Cuando lo requirió para sus políticas, Chávez pudo contar con nuevos fondos de Pdvsa, de manera oficial, a través de la emisión de bonos de la compañía, o por debajo de la mesa, como los primeros cuatro mil millones de dólares de un préstamo de China a cambio de petróleo, que el mandatario se quedó para su libre disposición, fuera del registro oficial, según refiere el ministro que le hubo de entregar la suma. Con tanto derrame, las cuentas de Pdvsa comenzaron a fallar.
Los males económicos que después padeció Venezuela vinieron principalmente de ese haber desplumado la gallina de los huevos de oro. Ávido en el gasto de lo que entraba en la caja pública, Chávez no procuró que Pdvsa reinvirtiera convenientemente en los campos petroleros, algo que es vital en el sector, pues los pozos declinan con el tiempo y requieren siempre de una continua puesta al día. Así que la producción descendió: de 3,3 millones de barriles diarios, en 1998, a 2,3 millones, en 2013. Mientras el precio del barril estuvo aumentando, los ingresos siguieron creciendo, pero cuando en 2013 el precio se estancó y en 2014 comenzó a caer, Pdvsa y el Gobierno entraron en una situación en la que de inmediato sintieron asfixia. Para sostener la estructura clientelar que había trenzado, Chávez acudió a préstamos a cambio de producción futura de petróleo. Hipotecaba el porvenir de los venezolanos mediante créditos cuyo pasivo la baja cotización del barril no ha hecho luego más que agrandar.
Que el precio del barril de crudo se hubiera multiplicado por diez en pocos años generó una afluencia de capital que alimentó una corrupción de volúmenes históricos. El dinero fácil, obtenido de manera ilícita –comisiones, sobornos, apropiación de partidas–, enriqueció a multitud de funcionarios del chavismo. En muy pocos años, de tener orígenes generalmente humildes, los mejor situados para aprovechar la oportunidad pasaron a ser milmillonarios. Es el caso emblemático de Rafael Ramírez, presidente de Pdvsa durante diez años y persona clave en el desvío de fondos y el lavado de dinero. El patrimonio que Chávez hizo acumular para sus hijos se estima en cientos de millones de dólares. Una corrupción monumental que generó una enorme bolsa de dinero, luego automultiplicado en operaciones financieras que sabían aprovechar los resquicios de un sistema cambiario controlado por el Gobierno. Al tiempo que denunciaban el imperialismo gringo, las nuevas fortunas de Venezuela se lanzaban a la compra en Estados Unidos de jets privados, mansiones y artículos de lujo.
La corrupción económica fue acompañada de corrupción judicial. Jueces y fiscales debían obedecer las consignas políticas dictadas por el Ministerio Público y por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ). Ambas instancias se inmiscuyeron indebidamente en multitud de casos, con intervención directa de Chávez, para condenar a inocentes y absolver a culpables, como detalla el magistrado Eladio Aponte, presidente de la Sala Penal del TSJ, huido en 2012. Cualquier vulneración constitucional, como la de elevar a Maduro a presidente encargado tras la muerte de Chávez, contó con el marchamo del TSJ.
La movilización de capital sin precedentes y sin apenas escrutinio facilitó el lavado de dinero. Chávez metió a su país de lleno en el narcotráfico. Durante su Gobierno, Venezuela se convirtió en el punto de salida del noventa por ciento de la droga colombiana, en su viaje a Estados Unidos y Europa. Lo concibió como parte de su proyecto bolivariano –un modo de favorecer a la guerrilla de Colombia frente a un Gobierno en Bogotá poco entusiasta con el liderazgo regional de Chávez– y como manera de plantear una guerra asimétrica contra Washington. De acuerdo con acusaciones de testigos protegidos por la Justicia estadounidense, el presidente venezolano era informado periódicamente de los principales traslados de cargamento que se realizaban a través del país, en operaciones dirigidas muchas veces por altos mandos militares. Era una actividad en la que también tuvo parte Maduro y en la que se involucró aún más el número dos del régimen, Diosdado Cabello.
Todo indica que la Administración para el Control de Drogas (DEA) de Estados Unidos ha investigado muy directamente a más de una treintena de venezolanos y que muy probablemente fiscales federales han preparado acusaciones formales contra quienes han ocupado importantes cargos públicos. Aunque su formalización o anuncio habría quedado pendiente de circunstancias operacionales y de oportunidad política, las ramificaciones de los casos analizados permiten calificar de narcoestado a Venezuela. La decisión de convertir el país en lugar de paso de la droga colombiana aumentó la delincuencia y enganchó a los grupos de población más vulnerables.
El fraude de Chávez a sus ciudadanos también abarcó otros ámbitos, como el de la seguridad. Chávez abrió la puerta de Venezuela a Hezbolá: facilitó la concesión de visados y pasaportes falsos a activistas de la organización terrorista y protegió la presencia de células en el país. En 2007 envió secretamente a Maduro, entonces canciller, a reunirse en Damasco con el jefe de esa milicia libanesa de filiación chií, Hasán Nasralá. La principal actividad del extremismo islamista en Venezuela, acordada con el Gobierno, fue la recaudación, el lavado de dinero y el tráfico de drogas. Aunque hubo en marcha algún campo de entrenamiento, no se apreció operatividad terrorista. No obstante, todo indica que células de Hezbolá ascendieron por Centroamérica y traspasaron la frontera con Estados Unidos, mientras que elementos radicales iraníes llegaron a trazar planes para posibles atentados contra intereses estadounidenses.
Precisamente la especial relación mantenida con Irán se desarrolló bajo una gran simulación. Muchos de los convenios firmados entre Chávez y Mahmud Ahmadineyad tenían como finalidad principal aparentar una gran actividad que sirviera para justificar el flujo de capitales, con el que Teherán evadía las sanciones internacionales impuestas por su programa nuclear. En su ayuda al régimen de los ayatolás, Chávez permitió que Irán hiciera en Venezuela operaciones especulativas con divisas, que constituyeron una estafa al Banco Central venezolano.
La asociación con Irán le daba a Chávez acceso a cierta tecnología, pero sobre todo le aportaba un salto en el enfrentamiento dialéctico con Estados Unidos. Ese ganar estatura internacional a costa de agredir verbalmente a Washington le costaba dinero a Venezuela. Durante toda su presidencia, Chávez estuvo enviando importantes sumas a lobbies y agentes de relaciones públicas, así como combustible barato a circunscripciones de determinados congresistas, para mejorar la percepción de su Gobierno en Estados Unidos y ganar apoyos en el Capitolio. Pero sus incontinentes diatribas tiraban por tierra ese trabajo: era un tejer y destejer oneroso. Se daba una situación que tenía mucho de esquizofrénica, también porque Venezuela obtenía el grueso de sus divisas por la exportación regular de petróleo a Estados Unidos, que era lo que aseguraba su economía.
Si en el Imperio, Chávez contrató despachos de cabildeo, en la antigua metrópoli –España– se hizo con asesores que complementaran la labor de Cuba. La fundación de izquierdas Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) –sustrato ideológico del que en 2014 nació el partido Podemos– apenas era conocida por los españoles, pero sus desarrollos conceptuales sobre el llamado Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano tuvieron gran influencia en la transformación de Venezuela en una democracia autoritaria. Otros españoles respaldados por Chávez fueron los más de cuarenta miembros de la banda terrorista ETA residentes en el país. A pesar de varios requerimientos desde Madrid, el Gobierno venezolano se negó en la mayoría de los casos a su extradición. Aseguraba no tener noticias de su paradero, cuando fichas de los servicios secretos en realidad recogían sus direcciones, teléfonos y correos electrónicos.
Chávez basó su política exterior en un doble componente: la gesticulación antiyanqui y la influencia en los países de la región mediante ayudas económicas (la alianza del Alba) y el reparto de petróleo con facilidades de financiación (Petrocaribe). Con ser cuestionable la reducción de ingresos que para Venezuela suponía la diplomacia petrolera, la peor consecuencia para los venezolanos fue la posibilidad dada a los países beneficiados de retribuir en especie. Eso hizo que el Gobierno concertara importaciones que venían a dañar el sector productivo de Venezuela, ya de por sí constreñido por la política de nacionalizaciones y expropiaciones, así como por el control de precios y de cambio. Por ganar protagonismo entre las naciones vecinas, el chavismo incurría en una suerte de neocolonialismo a la inversa: en lugar de desarrollar la industria nacional, incrementaba las compras en el exterior.
Todos estos capítulos fueron elementos del bumerán que lanzó Hugo Chávez, cuya consecuencia –el palo que volvía en su vuelo– sería una crisis económica, social e institucional insostenible. Las dádivas a Cuba, a Irán y a otros países; la naturaleza electoralista de parte del gasto público; el abuso sometido a Pdvsa, y la corrupción dejaron las arcas del Estado en un cuadro de colapso, sin suficientes reservas internacionales para cubrir la necesidad de crecientes importaciones. En 2012 estas ya fueron superiores a las exportaciones: ¡una balanza comercial negativa en un país de enorme riqueza energética! Y aún había de llegar el crack petrolero.
El fomento de bandas callejeras armadas como contratuerca de la revolución, la asociación con grupos terroristas y el patrocinio del narcotráfico alimentaron un aumento de la violencia y del consumo de drogas que se cebó especialmente en las clases más débiles, afectadas también por la inflación y la escasez. La injerencia cubana en la soberanía de Venezuela, la ocultación de la incapacidad física de Chávez para optar a la reelección, la manipulación de las elecciones y la politización de la justicia derivaron en un callejón sin salida.
Los efectos negativos de su gestión se le echaron encima a Chávez cuando ya estaba saliendo de escena y acabaron teniendo todo su impacto con Maduro. El sucesor se encontró con que el precio internacional del petróleo dejó primero su ritmo ascendente y luego se precipitó hacia abajo, derrumbando todos los parámetros en los que se había sustentado la revolución bolivariana.
Cuando luego de más de cuarenta muertos, ochocientos heridos y tres mil detenidos Human Rights Watch emitió en mayo de 2014 un informe sobre los disturbios de esos meses en Venezuela, esa organización internacional hizo notar su sorpresa por lo que había visto. No era inusual que en Latinoamérica hubiera manifestaciones antigubernamentales, ni que se produjeran excesos en el uso de la fuerza por parte de elementos de los cuerpos de seguridad. Pero cuando esto último había ocurrido, los presidentes democráticos los habían condenado y se habían depurado responsabilidades; quizás no todas, pero sí algunas. La actitud del Gobierno de Venezuela era muy distinta: negaba las agresiones, se las atribuía a la oposición –la llamaba «asesina», sin aportar pruebas–, condecoraba a los cuerpos policiales más destacados en la represión y, con la consigna de Maduro de que «candelita que se prenda, candelita que se apaga», alentaba a grupos civiles armados a proseguir con su violencia.
El informe de Human Rigths Watch, del que se ha extraído el relato sobre la violencia policial sufrida por el joven Willie David que encabeza esta introducción, concluyó que los abusos contra los derechos humanos no fueron casos aislados, sino que constituyeron una «práctica sistemática». Admitía que en algunas ocasiones grupos de manifestantes habían atacado las fuerzas del orden, pero constataba que la mayoría de las veces la violencia, y desmedida, había correspondido al bando policial. Su uso ilegítimo de la fuerza incluyó «golpear violentamente a personas que no estaban armadas; disparar armas de fuego, perdigones y cartuchos de gases lacrimógenos de manera indiscriminada contra la multitud, y disparar perdigones deliberadamente y a quemarropa contra personas que no estaban armadas, incluso, en algunos casos, cuando ya estaban bajo custodia de las autoridades». Luego de los «arrestos arbitrarios», muchas personas sufrieron abusos físicos y psicológicos, dándose algunas situaciones de tortura. Además, hubo una constante violación del debido proceso, con la «asistencia cómplice» de jueces y fiscales. También se dio la detención sin pruebas del opositor Leopoldo López y, más adelante, la del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma.
El rostro autoritario del régimen venezolano quedaba especialmente al descubierto, pero no debía haber sido ninguna sorpresa. El chavismo tenía una entraña antidemocrática. Pudo haber hecho un gran servicio a las libertades en Venezuela, como partido de izquierda que recogía las aspiraciones de miles de ciudadanos que tradicionalmente habían sido dejados al margen, pero puso en su horizonte la imposición de una revolución. Las manifestaciones de esa matriz eran múltiples: la glorificación institucional de la original intentona golpista de Chávez, celebrada cada año con desfiles; la obligación de las cadenas de radio y televisión de emitir en directo los discursos –mayores y menores, en ocasiones diarios y durante horas– del presidente, como parte de la mordaza a una libertad de prensa cada vez más famélica, o el continuo hostigamiento verbal de la oposición, en un esfuerzo por presentarla como a un enemigo frente al que hay que estar en continuo pie de guerra. El objetivo era llegar al nirvana cubano: la continuidad en el poder mediante un control social que hiciera imposible una remoción; con manipulación electoral si era necesaria, y cuando esta ya fuera insuficiente procediendo a la sustitución de la democracia nominal vigente por un Estado comunal.
Las perspectivas no son positivas para Venezuela. El país saldría rápidamente de su casi default simplemente liberalizando la explotación de la Faja del Orinoco, una de las mayores reservas de petróleo del mundo, cuya difícil extracción requiere la tecnología de las multinacionales más avanzadas. Pero eso tendría que ir acompañado de un proceso de reversión de muchos postulados de la ortodoxia chavista, y el chavismo está por la revolución, no por la democracia. El deshielo entre Cuba y Estados Unidos, si supone un desarrollo económico de la isla, permitirá que La Habana sea menos dependiente del subsidio de Caracas. Pero para el castrismo Venezuela seguirá siendo la plaza –con más razón ahora que en su casa debe bajar el tono contra el vecino del norte– desde la que lanzar piedras a Washington y aglutinar a la izquierda latinoamericana. Por más que las dificultades económicas ahoguen la gestión del Gobierno venezolano, este posiblemente podrá trampear lo suficiente día tras día para evitar la quiebra y para dirigir algunos recursos a tranquilizar a las masas populares, acostumbradas ya en gran parte a la penuria.
Maduro puede ser derrocado desde dentro, o apartado por Cuba, pero la alternativa difícilmente sería una vuelta a la normalidad democrática. La única salida es la implosión del sistema y esta puede llegar mediante las investigaciones, las sanciones o los enjuiciamientos que en otros países ya se están emprendiendo contra un número creciente de máximos beneficiarios del gran fraude: Diosdado Cabello, Rafael Ramírez…
Bumerán Chávez está escrito en Washington. Como corresponsal del diario ABC en la capital estadounidense tuve acceso a informes confidenciales sobre el desarrollo de la enfermedad de Hugo Chávez, que sustentaron una serie de exclusivas de gran eco internacional. Eso me abrió la puerta a otras fuentes y contactos y también a nuevos documentos. Washington es un importante punto de trasiego de información y de actividad política y diplomática que envuelve a distintos actores de países de todo el continente.
Los testimonios más sustantivos de este libro corresponden a personas que en su día estuvieron en el corazón del poder chavista y que al término de la era Chávez, extendida la desilusión dentro del régimen y declaradas las rivalidades internas, huyeron del país y se acogieron a la protección de Estados Unidos como testigos para encausar a peces mayores. También se incluyen revelaciones de figuras chavistas que establecieron contacto con las autoridades estadounidenses, pero que prefirieron no quemar las naves, al menos de momento. En algunos casos se citan sus nombres, en otros se guarda el anonimato requerido. Otras revelaciones proceden de documentación aportada por altos funcionarios que trabajaron en oficinas del Gobierno venezolano (cables de Damasco y de Madrid; informes de la fundación de la que germinó Podemos) y por una filtración en el seno del Frente Francisco de Miranda (organizador desde Cuba del fraude electoral). La información se completa con entrevistas a numerosos venezolanos, residentes en Estados Unidos y en Venezuela, y con la aportación de diversos expertos de institutos y think-tanks. Un viaje a la patria de Chávez y Maduro fue unánimemente desaconsejado por las amenazas personales recibidas. Queda confiar que el país encuentre el camino del entendimiento nacional y del renacimiento democrático.
Washington D.C., abril de 2015
1. EL FAUSTO DEL CARIBE
La injerencia de Cuba
[Vendió su patria por su vida, y perdió las dos. Al principio, Hugo Chávez se acercó a Cuba por el elixir del eterno poder que le ofrecía el Mefistófeles isleño. Al final ofrendó su misma alma para evitar una muerte que igualmente llegó. Le ocurrió como a Fausto, cuyo pacto con el diablo le hizo terminar sus días en medio de la soledad y la decepción. Y Venezuela, antes y después, hubo de tragar acíbar]
Ayúdenme!, ¡sálvenme!». El ruego de Hugo Chávez a Fidel y Raúl Castro era insistente en los últimos meses de su enfermedad. «Yo no quiero morir; por favor, no me dejen morir». El jefe de la guardia presidencial, José Ornella, vio esta frase escrita en el rostro del moribundo, en una de sus últimas expresiones antes de perder la conciencia. «No podía hablar, pero lo dijo con los labios», contó el general a la prensa cuando el 5 de marzo de 2013 estalló el duelo por el fallecimiento del líder de la revolución bolivariana. «Sufrió bastante. Nosotros que estábamos a su lado vimos que sufrió mucho esa enfermedad. La historia la escribirá alguien algún día».
Las palabras del general Ornella a los medios venían a reconocer que había hechos que el Gobierno no contó. Más importante aún, parecían sugerir sutilmente un agravio oculto, como si una agenda política hubiera alargado indeseablemente el sufrimiento de Chávez, en contra del criterio de quienes de verdad le estimaban. La promesa, ante el cadáver del comandante en su capilla ardiente, de que la historia real será contada algún día sonaba a advertencia. Como sonó a chantaje la negativa de las hijas mayores de Chávez, Rosa Virginia y María Gabriela, a desalojar La Casona, la residencia oficial del presidente, sin permitir que la ocupara Nicolás Maduro y su familia. ¿Qué sabían ellas que menospreciaban así a Maduro y además se permitían mostrarlo de manera tan abierta?
Algún día, sí, se escribirá la historia completa, cuando quienes están en un pacto de silencio finalmente hablen. Pero aunque aún hoy se desconozcan muchos detalles, la verdad que intenta taparse –por vergonzosa– es suficientemente manifiesta. Chávez se sirvió tanto de la ayuda de Castro para prolongar su poder en el tiempo, que cuando este se le terminaba puso directamente al régimen cubano como albacea de la revolución venezolana por él emprendida. Desconfiado de su entorno, Chávez se apoyó en vida de tal manera en la labor de Cuba como asesora, espía y gendarme dentro de Venezuela, que ante su muerte no vio otra garantía para la perpetuación de su obra que la permanencia del control cubano. La diferencia entre un momento y otro era que al desaparecer él se marchaba quien podía ejercer de contrapeso y árbitro. El proceso de su enfermedad fue un claro catalizador de esa transición final, en la que el mismo Chávez y su obra quedaron a merced del régimen cubano. Maduro fue entonces aupado, y luego sostenido, por La Habana…
Quizás lo más extraordinario de la Venezuela chavista haya sido precisamente la sumisión voluntaria a otro país, que además es más pequeño y pobre y está nada menos que a mil cuatrocientos kilómetros de distancia. Revoluciones y caudillismos, movilizaciones populares y represiones se han dado muchas veces en la historia, y cómo no en la latinoamericana. Pero si por algo distintivo debiera figurar el chavismo en los libros es por esa singular subrogación.
El visionario de los llanos venezolanos se volvió a Fidel Castro, primero por la fascinación de su halo histórico. Luego, a raíz de su breve desalojo del poder en 2002, Chávez acudió a él como una fuerza externa al sistema político y militar venezolano que le ayudara a trascenderlo. El régimen castrista le aportaba la astucia necesaria para las reválidas electorales, algo que Cuba no necesitaba para sí misma, pero que podía maquinar para otros. Finalmente, Chávez se dirigió a Fidel como el único que podía ejercer a la vez de padre y médico, en cuyas manos podía ponerse sin miedo a indiscreciones o movimientos de sillón. Lo asombroso no es que Chávez mirara a La Habana en esas distintas etapas, sino que Castro pudiera representar todos esos papeles.
Carlos Alberto Montaner, intelectual cubano que en 1960 pudo huir de Cuba luego de haber buscado asilo en la embajada precisamente de Venezuela, califica la relación cubano-venezolana de «vasallaje contra natura». «¿Cómo una pequeña, improductiva y empobrecida isla caribeña, anclada en un herrumbroso pasado soviético borrado de la historia, puede controlar a una nación mucho más grande, moderna, rica, poblada y educada, sin que haya existido una previa guerra de conquista?». El escritor se hacía esta pregunta en una columna al año de la defunción de Chávez. Para Montaner, Chávez se entregó al régimen cubano a cambio de lo que este podía darle: «una visión, un método y una misión, pero, sobre todo, informes de inteligencia sobre políticos, periodistas y militares. Detectaban o magnificaban deslealtades y se las rebelaban. La información era poder. Cuba reunía y entregaba toda la información, subrayando los peligros para que Chávez estuviera eternamente agradecido».
Es la pregunta a la que se vuelve continuamente. ¿Por qué Venezuela, un país con un Producto Interior Bruto de casi cuatrocientos mil millones de dólares, acabó tan dependiente de Cuba, con uno de sesenta mil millones? Andrés Oppenheimer, articulista de origen argentino, con residencia en Miami como Montaner, da tres razones para este «primer caso en la historia en que un país subsidia a otro y es dominado por este último», según escribía en una de sus colaboraciones de prensa. Primero, la razón psicológico-emotiva: cuando en 1994 Chávez conoció a Castro era una persona de 40 años, con dos golpes de estado fracasados seguidos a sus espaldas y despojado de su condición de militar. Y allí tenía delante de él, reconociéndole, poniéndole en un pedestal, al gran mentor de las revoluciones latinoamericanas. Desde entonces Castro fue para el inquieto venezolano «una figura paterna, un gurú político y un consejero personal». Después está la razón relativa a cuestiones de seguridad: Castro supo inculcarle a Chávez el temor paranoico a sufrir atentados por parte de su entorno, por lo que se rodeó de guardas cubanos y confió a funcionarios de la isla labores de contrainteligencia. Finalmente, la razón política: le aportó el manual para atrincherarse en el poder, recurriendo a un permanente estado de guerra que justificara el hacerse con poderes absolutos. «Cuba manejó el Gobierno de Venezuela como ningún país ha manejado los asuntos internos de otro en la reciente memoria de la región».
La gran paradoja la resumía bien, a modo de cuento, Moisés Naím, escritor y analista establecido en Washington, probablemente la voz reflexiva venezolana más escuchada en Latinoamérica. Uno de sus programas de televisión lo comenzó sorprendentemente con dibujos animados, acom
pañados del siguiente texto, que leyó con su inconfundible dicción de divulgador:
«Había una vez una pequeña isla dominada por un anciano dictador. Era una isla muy pobre. A lo largo de los años, el dictador había acabado con las fábricas, con las cosechas, con la actividad económica más importante. Nadie confiaba en él. Nadie le quería prestar dinero y su pueblo padecía cada vez de más necesidades. La falta de progreso y de oportunidades abrumaba a la gente. Cerca de esta pequeña isla existía un país muy rico y poderoso. El viejo dictador, que era muy astuto, invitó a su presidente y le hizo una propuesta. Si le daba un poco de sus riquezas le enseñaría a conservar el poder para siempre. Al presidente le gustó el trato y comenzó a mandar a la isla muy generosas ayudas; a cambio el dictador le enviaba consejeros. Pero esos consejeros poco a poco fueron tomando las riendas del país más grande. Los asesores extranjeros se convirtieron en jefes. En vez de dar consejos daban órdenes, y así fue cómo aquel astuto tirano, no solo se aprovechó de la riqueza de su vecino, sino que logró controlar sus destinos. Y aquel país poderoso también se fue empobreciendo, como la isla».
El psicólogo Fidel Castro
Desde el mismo triunfo de la revolución cubana Fidel Castro le echó el ojo al petróleo de Venezuela. Ambos países salían casi a la par de sendas dictaduras. El 23 de diciembre de 1958 fue derribado Marcos Pérez Jiménez en Caracas. La nueva Junta Patriótica envió armas a quienes en Cuba combatían a Fulgencio Batista. Cuatro días después de que el 1 de enero de 1959 se proclamara la victoria de la revolución cubana, Venezuela se convirtió en el primer país en reconocer el nuevo orden en la isla. Dos semanas más tarde, en agradecimiento de esos gestos, Fidel viajó a la cercana nación, en lo que era su primera salida al exterior, y allí pasó cinco días.
El chavismo calificó siempre de profética aquella visita, en la que, invocando la figura de Simón Bolívar, Castro proclamó que Venezuela debía ser «país líder de la unión de los pueblos de América». A tenor de la salvación que, tras la desaparición de la Unión Soviética, el petróleo venezolano ha supuesto para el castrismo, diríase que más clarividente, mirado con la perspectiva del tiempo, fue otro comentario realizado en ese mismo viaje. «Para mí fue más emocionante la entrada en Caracas que la entrada en La Habana», confesó Fidel Castro, «porque aquí lo he recibido todo de quienes nada han recibido de mí».
El barbudo líder de la Cuba revolucionaria se entrevistó durante aquella estancia con el presidente electo venezolano, Rómulo Betancourt, creador de Acción Democrática (AD). En el encuentro, Castro le planteó que concediera un crédito al país antillano para la compra de petróleo. La negativa de Betancourt y el distanciamiento entre el socialismo democrático de AD y el comunismo cubano provocó una ruptura que pronto tendría consecuencias.
Cuba alentó enseguida la guerrilla en Venezuela, primer punto al que quiso extender la revolución. De hecho, el Che Guevara hizo rápidos planes para trasladarse a ese país. Solo después de algunas dificultades en el proyecto el Che optó por marchar a combatir al Congo y Bolivia. La primera campaña guerrillera abierta tuvo lugar en 1963, y más adelante hubo dos desembarcos desde Cuba, cuya preparación fue supervisada por Castro. Detalles de ambos intentos, en 1966 y 1967, se cuentan en La invasión de Cuba a Venezuela. Del desembarco de Machurucuto a la revolución bolivariana (2007). El libro subraya la permanente obsesión de Fidel por su proyecto continental. A pesar de que Castro se puso de lado del presidente Carlos Andrés Pérez cuando se produjo el cuartelazo de Chávez en 1992, el dictador cubano vio pronto el potencial del joven militar venezolano y la puerta que con él podía abrirse a sus viejas aspiraciones. Se conocieron en el viaje que Chávez hizo a Cuba en 1994, al salir de prisión. «Chávez era una especie de arcilla en las manos de un artesano como Fidel, tan buen orfebre», diría Héctor Pérez Marcano, uno de los dos autores de La invasión de Cuba a Venezuela y participante de aquel movimiento guerrillero; luego se distanció del castrismo.
Con el tiempo, en el pueblo pesquero de Machurucuto el chavismo colocó una placa para honrar a los guerrilleros llegados de Cuba que cuarenta años atrás desembarcaron allí para intentar prender el comunismo. Vencidos por el Ejército venezolano, siempre se les había denostado como invasores. Ahora eran héroes. «El régimen comunista cubano finalmente ha logrado su objetivo de invadir la Venezuela rica en petróleo, esta vez, sin disparar un tiro», concluyó The Economist, que con la evocación de Machurucuto arrancaba uno de sus artículos, titulado «Venecuba».
El primer encuentro de Chávez con Fidel Castro, el 14 de diciembre de 1994, fue seminal. El bregado mandatario había unido bien los puntos de la personalidad del antiguo oficial antes de que se produjera su visita a la isla. En un principio, Chávez iba a desplazarse con Luis Miquilena, un veterano político venezolano que desde tiempo atrás mantenía estrechos lazos con el régimen cubano. Al tener noticia de que Castro no podría recibirles en las fechas en que viajaban, Miquilena decidió no acudir y envió a Chávez para que tuviera algunas reuniones con dirigentes de menor nivel. Cuando el golpista bajó del avión, allí estaba Fidel esperándole para darle la bienvenida. El descendiente de gallego y canaria tuvo la astucia de adivinar que la tecla que funcionaba con Chávez era la del ego. La usaría continuamente, de muchas maneras.
Fidel Castro descubrió que Chávez tenía un complejo afectivo. Al empezar por aquí el relato no hay un afán de descrédito personal; ya la anterior cita de Oppenheimer situaba en primer lugar la relación Hugo-Fidel en un marco psicológico-emotivo. Nacido en la población de Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, Chávez fue el segundo de seis hermanos. El hecho de que no creciera viviendo con los demás, sino alojado en la casa de su abuela, le generó zozobra sobre el cariño de su madre y la paternidad real de su padre, ambos maestros, de origen humilde. Se casó dos veces, primero con una joven de Sabaneta, Nancy Colmenares, con la que tuvo tres hijos (Rosa Virginia, María Gabriela y Hugo Rafael) y, ya en su carrera hacia la presidencia, con la periodista Marisabel Rodríguez, con quien tuvo una hija (Rosinés) y de la que se separó en 2003. Desde entonces permaneció solo, sin ninguna relación amorosa estable, si bien mantuvo relaciones sexuales con multitud de mujeres.
«Chávez era un enfermo, un día se cogía a una y otro día a otra. Unas noches me decía: ‘dile a fulana que venga’, y eso que ya era la una de la madrugada o más tarde. Había una lista. Si una no podía venir se llamaba a otra y enviábamos a buscarla a su casa». Lo cuenta alguien que estuvo en el estrecho círculo del presidente y tuvo que ocuparse muchas veces de esas urgencias del comandante. Esa persona revela que Fidel Castro, que sabía de qué pie cojeaba Chávez, le preparó un encuentro a su apadrinado con la top model Naomí Campbell. Como sorpresa para uno de sus cumpleaños el líder cubano envió a buscar a la esbelta británica de ascendencia jamaicana, que llegó a La Habana en un avión privado de Petróleos de Venezuela. «Era una forma de hacerle crecer el ego, de hacerle ver que podía conquistar grandes trofeos. Luego ella, a los pocos meses, fue detrás de él a Caracas». Campbell se fotografió a las puertas del Palacio de Miraflores en octubre de 2007, donde formalmente había acudido para abogar por una causa humanitaria.
La promiscuidad de Chávez, de acuerdo con este testigo, que da importancia a este aspecto como manifestación de una personalidad insegura, también incluyó las mujeres de diversos generales. «Les ofrecía plata o la promoción de sus maridos, o daba a estos sinecuras para que pudieran ganarse diez o veinte millones de dólares». De esta manera hacía sentir su superioridad sobre ellos, les chantajeaba con el miedo a quedar como maridos engañados si trascendía el secreto de alcoba y les tenía implicados en la corrupción. También tuvo relación con alguna ganadora de concursos de belleza y con varias ministras. No vale la pena mencionar sus nombres, algunos son conocidos.
Había mujeres que se alejaban pronto al saber que eran solo parte de un harén. Otras aceptaban la situación pensando que el verdadero amor era para ellas, como Nidia Fajardo, azafata en sus primeros vuelos presidenciales, quien en 2008 dio a luz una niña, Sara Manuela; su persistencia prolongó la relación en el tiempo. En 2005 había tenido ya una hija, Génesis María, con Bexhi Lissette Segura, su ama de llaves. Ambas niñas recibieron reconocimiento callado de Chávez: mensualmente les hizo llegar manutención, pero no las equiparó legalmente a sus hijos previos. Al año de su muerte fueron admitidas por los Chávez como parte de la prole del fallecido presidente.
Castro también supo aprovechar el desorden bipolar que padecía el líder venezolano. «Pasaba de la euforia a la tristeza, disociando su personalidad y llegando a tener episodios de pérdida de contacto con la realidad. Oscilaba entre esos dos polos, con más tendencia a la euforia, a la hiperactividad y a la manía», relató a la prensa el doctor Salvador Navarrete, uno de sus médicos al principio de llegar a la presidencia. El astuto dirigente cubano se ocupó de tratar a Chávez como si viera en él casi una reencarnación de Simón Bolívar.
Ascenso y consolidación del chavismo
Cuando Hugo Chávez estrechó por primera vez la mano de Fidel Castro ya se había distinguido como alguien con magnetismo entre sus compañeros de armas, con muchos de los cuales guardaba una estrecha camaradería tras egresar en 1975 de la Academia Militar, a la que siguió vinculado en sucesivos cursos. En 1982 fundó el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200. Al año siguiente, cuando se celebraban los doscientos años de la muerte de Simón Bolívar, se conjuró con un grupo de seguidores para la constitución de una nueva república. Los planes se aceleraron tras el Caracazo del 27 de febrero de 1989, la sangrienta represión de las protestas populares levantadas contra las medidas económicas de la recién estrenada presidencia de Carlos Andrés Pérez.
El 4 de febrero de 1992 Chávez protagonizó un golpe de Estado con otros tres tenientes coroneles. Aunque la acción triunfó en las demás jurisdicciones militares, Chávez no pudo tomar la plaza de Caracas. Al rendirse, aprovechando que la televisión le grababa para que llamara a la retirada al resto de rebeldes, transmitió al país que se replegaba solo «por ahora». La expresión se convertiría más adelante en uno de los grandes referentes mitológicos del chavismo, como el propio 4-F. Unos meses después, el 27 de noviembre de ese 1992, hubo una segunda intentona golpista, de menor calado, cuyo plan incluía rescatar a Chávez de la prisión de San Francisco de Yare en la que se encontraba, pero también fracasó.
Sobreseída su causa en marzo de 1994 por el nuevo presidente, Rafael Caldera, Chávez se volcó en intentar lograr el poder mediante la acción política. Sabía bien del cansancio social y la corrupción que había generado la alternancia propiciada décadas atrás por el llamado pacto de Punto Fijo entre los socialdemócratas de Acción Democrática y los democristianos de Copei. La partidocracia había dado lugar al encadenamiento de presidencias engatilladas, entre el centroderecha de Rafael Caldera (1969-1974 y 1994-1999) y el centroizquierda de Carlos Andrés Pérez (1974-1979 y 1989-1993). Desencantados de adecos y copeyanos, muchos venezolanos reclamaban mayor radicalidad democrática y compromiso social. Chávez transformó su grupo en un partido político, Movimiento V República (MVR), y se presentó a las elecciones de diciembre de 1998. Ganó con el 56,5 por ciento de los votos.
Poco antes de su toma de posesión en febrero de 1999, Chávez fue a Cuba a encontrarse con Fidel. El vuelo de regreso lo hizo con Gabriel García Márquez. Al aterrizar en Caracas, «mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora», escribiría el premio Nobel colombiano, «me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más».
La principal promesa electoral de Chávez era sepultar la cuarta república. Forzando el orden constitucional, en 1999 se convocó un referéndum para abrir ese proceso y celebrar elecciones a una asamblea constituyente. A final de ese año la nueva Constitución fue aprobada en consulta popular. En julio de 2000 hubo comicios para legitimar todos los puestos de representación y Chávez resultó reelegido. «Algunos piensan que Fidel Castro está guiando esta revolución. Nosotros queremos mucho a Fidel, pero el líder de esta revolución es Bolívar», dijo el presidente en su nueva juramentación. Chávez había actuado de modo autónomo, pero sucesos a punto de ocurrir le llevarían a ser cada vez más dependiente de La Habana.
El mayor presidencialismo de la nueva Constitución, que alargaba a seis años el mandato del presidente, y otras disposiciones que reducían los contrapesos entre poderes, como la eliminación del Congreso bicameral, alentaron la reacción de opositores políticos y empresarios, estos últimos liderados por Fedecámaras (Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela). Una huelga general comenzada el 9 de abril de 2002 extendió las protestas. El día 11 una gran marcha en el centro de Caracas acabó dirigiéndose hacia el Palacio de Miraflores y fue confrontada por simpatizantes de Chávez. La violencia desatada –hubo diecinueve muertos– llevó al Alto Mando Militar a forzar la dimisión del presidente, anunciada en la madrugada del 12 de abril.
Pedro Carmona, presidente de Fedecámaras, tomó posesión en ese momento como presidente interino, saltándose lo previsto por la Constitución en caso de renuncia del jefe del Estado. Carmona decretó la disolución de la mayoría de los órganos constituidos y tuvo que hacer frente a la presión en la calle de grupos chavistas, que reclamaban la presidencia temporal para quien venía ejerciendo de vicepresidente, Diosdado Cabello, en espera de que Chávez pudiera recuperar la banda tricolor. Liberado por militares fieles, el líder bolivariano retomó el poder el día 14, alegando que no había firmado ningún documento de dimisión. El Tribunal Supremo de Justicia zanjó el hiato de mando que se había producido calificándolo de «vacío de poder», mientras que el chavismo siempre prefirió etiquetarlo de golpe de Estado. El nombramiento de Carmona, en cualquier caso, había contravenido el ordenamiento constitucional.
El pulso continuó en los siguientes años, con una oposición alentada por la debilidad vista en el Gobierno y un Chávez decidido a torcer el brazo de quienes ralentizaban la ejecución de sus cambios políticos y económicos. A la dura huelga petrolera de finales de 2002 y principios de 2003, promovida por la mayoría de la fuerza laboral de la compañía estatal Petróleo de Venezuela, siguió la recogida de firmas para echar a Chávez en un referéndum revocatorio. No era solo la oposición conservadora, en ocasiones con excesiva estridencia, la que arremetía contra el presidente, también lo hacía algún sector de izquierda moderada desencantado con los tics autoritarios que estaba mostrando el chavismo.
En esa coyuntura adversa, Chávez intensificó su relación con Cuba. Ya en octubre de 2000, durante una visita de Fidel Castro a Caracas, se había firmado un acuerdo de cooperación integral por diez años, que luego se prolongaría por otros diez. Tras el golpe de 2002, el presidente venezolano integró a agentes cubanos en su seguridad y entregó a la isla la supervisión de la contrainteligencia militar, con el encargo de auscultar los cuarteles, por si había ruido de sables. Entonces comenzó una purga.
Entre finales de 2003 y comienzos de 2004, por expreso consejo de La Habana, Chávez puso en marcha las misiones bolivarianas: una treintena de programas para la atención de necesidades de la población con pocos recursos –más de la mitad del censo–, que facilitaron enormemente el dirigismo gubernamental sobre las clases populares. Chávez retrasó cuanto pudo la convocatoria del referéndum revocatorio promovido en su contra hasta tener en marcha las misiones. Cuando se celebró la consulta, en agosto de 2004, el chavismo logró salir victorioso. La desmoralización que esto supuso en las filas contrarias llevó a la mayor parte de los grupos de oposición a ausentarse de las elecciones legislativas de diciembre de 2005, lo que arrojó una Asamblea Nacional absolutamente dominada por los aliados de Chávez. Fue un puente de plata para que el chavismo pudiera copar todos los órganos designados por la cámara, como el Tribunal Superior de Justicia y el Consejo Nacional Electoral (CNE).
El siguiente paso en el asesoramiento cubano fue el diseño de una milimétrica movilización electoral y la coordinación de un sistema informático que, en confabulación con el CNE, facultaba el fraude en las votaciones automatizadas de Venezuela. Estrenada en gran medida en las presidenciales de diciembre de 2006, que supusieron otro triunfo de Chávez, esa ingeniería electoral aumentaría su eficacia en convocatorias siguientes. En mayo 2007 el Gobierno perdió por poco un referéndum de reforma constitucional que fundamentalmente permitía la reelección indefinida del presidente, pero lo ganó en febrero 2009. Para entonces, la formación política de Chávez había cambiado a Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y adoptado el color rojo –el rojo rojito– como emblema. Durante una de las frecuentes visitas de Chávez a La Habana, Fidel dijo que Venezuela y Cuba eran «dos países, una nación». «Con una sola bandera», añadió el venezolano. Y Castro apostilló: «somos venecubanos».
Asesores, agentes y espías cubanos
Testigo de la creciente toma de posiciones de personal cubano en el aparato de mando venezolano en esos años es un antiguo alto funcionario que trabajó en el Palacio de Miraflores. Recuerda los privilegios de movimiento que tenían los agentes de seguridad enviados por La Habana para la protección de Chávez, muy similares a los mantenidos con Maduro, que heredó la custodia de guardaespaldas de entrenamiento y obediencia castrista.
Para acceder a las dependencias de Miraflores, de acuerdo con este testimonio, existían cuatro tipos de carnets. Todas las identificaciones llevaban el holograma del escudo nacional, con una franja de distinto color según las restricciones de movimiento. La tarjeta con franja amarilla solo permitía entrar en el área administrativa del Palacio Blanco, un edificio contiguo al de Miraflores que funciona como extensión de este, con el que está unido por una conexión subterránea. La tarjeta con banda azul facultaba el acceso a las direcciones generales y oficinas de viceministros, tanto del Palacio Blanco como del de Miraflores. Los ministros y vicepresidentes, con un carnet de franja roja, podían moverse libremente por todo el complejo, salvo en la zona reservada de la Oficina del Presidente. Finalmente, una identificación con los tres colores previos era la única que abría la puerta del sancta sanctorum presidencial. Solo disponían de ella el jefe de la Casa Militar y los miembros de la seguridad personal de Chávez, entre los que había un grupo de cubanos. Ni siquiera el ministro del Despacho de Presidencia era admitido en ese espacio, salvo que fuera convocado por Chávez. De hecho, los cubanos ordenarían sacar la oficina del ministro fuera del palacio, para aislar aún más al jefe del Estado.
En Miraflores había destinados alrededor de diez cubanos. La mayoría, con residencia permanente allí, aunque con rotación trimestral, formaban parte del anillo número uno de seguridad, ocupado de la custodia del presidente y su atención personal. De Cuba era el mesonero, el cocinero y todo el equipo médico. Uno de los miembros de ese equipo tenía la misión de desplazarse siempre junto a Chávez llevando el maletín de emergencia médica. En el maletín había analgésicos, inyecciones, un resucitador y un desfibrilador cardiaco, así como armas pequeñas que el presidente pudiera necesitar para autodefensa en caso de un ataque en el que la acción de sus guardaespaldas no fuera suficiente.
La comunicación con Cuba era telefónica y electrónica. Pero también había envíos semanales que revestían todo el simbolismo de la entrega de instrucciones expresas dictadas desde lo más alto. Todos los lunes por la tarde llegaba un sobre al aeropuerto de Maiquetía en un aparato de Cubana de Aviación. El sobre debía ser recogido en persona por un viceministro, que se lo llevaba al ministro del Despacho del Presidente y el ministro se lo entregaba a Chávez. Se desconoce el contenido de esas comunicaciones, pero a juzgar por el ritual del procedimiento seguido debía corresponder a un envío postal secreto probablemente de la presidencia cubana.
La asesoría cubana había comenzado de modo modesto. Una docena de comunistas fueron enviados por Fidel Castro a Venezuela en 1997 para colaborar en la campaña electoral que entonces lanzaba Chávez. En 1999, en su primer año de presidente, llegó un contingente de unas mil seiscientas personas, en el marco de una campaña de auxilio internacional por la emergencia creada a raíz de devastadores deslizamientos de tierras en el estado Vargas. La firma en 2000 del Acuerdo Integral de Cooperación abrió la puerta a la presencia regular de un gran volumen de personal cubano. Ese marco de colaboración dio origen a más de ciento cincuenta acuerdos suscritos por ambas naciones «para garantizar el buen vivir del pueblo», según la publicidad institucional. Los acuerdos incluían las áreas de salud, educación, cultura, deportes, ahorro energético, minería, informática, telecomunicaciones, agricultura y formación política de cuadros. Oficialmente el objetivo de esa mancomunidad era la «complementariedad económica» entre ambos países.
La primera concreción visible de esa cooperación fue el convenio médico, firmado en noviembre de 2001. Supuso la llegada de seis mil médicos y paramédicos y dio paso a una de las misiones bolivarianas más conocidas, la de Barrio Adentro. Su planteamiento era el de una penetración capilar, pues los facultativos y demás personal sanitario iban a vivir en los mismos barrios en los que estaban los dispensarios. Eso ciertamente acercaba la medicina a las poblaciones, aunque para lograr ese objetivo el Gobierno venezolano también podía haber potenciado la vía ordinaria de extender su propia red pública de hospitales. La utilidad política de la iniciativa era que esos centros médicos se erigían en controladores de la comunidad.
Uberto Mario, que ha aparecido en diversos canales de televisión como antiguo agente del espionaje cubano (G2) en Venezuela, ha explicado en esas intervenciones que entre sus cometidos se encontraba el de «cuidar» a los médicos cubanos. «Tenía que saber lo que hacían», por si alguno pensaba en colgar la bata y desaparecer. Por eso se les recogían los pasaportes cuando llegaban a su destino de misión. El programa Barrio Adentro, con alguna variante, estaba presente en diversos países y esa dispersión de médicos se prestaba a gestar disidencias. Al final de la era Chávez más de tres mil de esos profesionales de la salud cubanos enviados a otras naciones habían escapado a Florida, donde la asociación Solidaridad Sin Fronteras les ayuda a la reinserción laboral en Estados Unidos. Solo en 2014 lo habían hecho alrededor de setecientos, la mayoría desde Venezuela, de acuerdo con esa asociación. La tapadera de Uberto Mario era el ejercicio de periodista, como corresponsal en Venezuela de Radio Rebelde, emisora fundada por el Che en Sierra Maestra. El antiguo agente señala también a Radio Nacional de Venezuela y YVKE Mundial, emisoras estatales venezolanas, como nido de espías cubanos. Punto neurálgico del G2 en Caracas era la sede de la delegación de Prensa Latina, la agencia de noticias de Cuba.
Para los cubanos una importante antena era también el programa La Hojilla, en el canal estatal Venezolana de Televisión (VTV). Conducido por el activista del PSUV Mario Silva, el programa nocturno de opinión se convirtió en emisión de referencia en la era de Chávez, porque este hacía publicidad de él y en ocasiones lo utilizaba para transmitir mensajes. A juzgar por una grabación divulgada en mayo de 2013, una vez muerto Chávez, Silva era habitual confidente de la alta jerarquía cubana, con la que era patente que muchos dirigentes políticos chavistas se confesaban. «Ayer tuvimos una reunión de inteligencia con dos camaradas cubanos, dos oficiales, en Fuerte Tiuna», se le oía decir. En las conversaciones divulgadas, Silva criticaba a dirigentes de su partido. A raíz de la polémica cayó de su atalaya mediática y VTV clausuró La Hojilla (volvió al aire en 2015).
FUENTE: El Rincón de Yanka