EL ESPEJO DE GADDAFI
En medio de las cavilaciones por los destinos de Cuba que
produce la escalada represiva desatada en días recientes por el régimen
totalitario contra la disidencia pacífica, recibimos el inmenso alegrón de la
entrada de las tropas del opositor Consejo Nacional de Transición en la ciudad
de Trípoli, capital de Libia.
Aunque subsisten algunos focos de resistencia de partidarios
del derrocado tirano Muammar El Gaddafi, los libios demuestran ruidosamente su
regocijo en calles y plazas, y enarbolan con orgullo la abigarrada bandera
histórica del país, mientras los lienzos verdes impuestos por el sátrapa
depuesto encuentran otros destinos en los latones de basura o en manos de sastres
y costureras.
A pesar de las grandes diferencias culturales, son más los
puntos de coincidencia entre la
Libia de hoy y el Panamá de fines de la década de los
ochenta. También en el fraterno país istmeño imperaba un dictador corrupto que
pugnaba por esconder sus crímenes y tropelías tras la hojita de parra de un
demagógico discurso patriotero.
Si Noriega confió en los Machos del Monte y otros
paramilitares que —supuestamente— defenderían su régimen a sangre y fuego, el
alocado sátrapa libio formuló planes demenciales de poner sobre las armas a
tres millones de seguidores (¡la mitad de la población en un país con gran
número de niños, y dividido, para colmo!)
Aunque en los momentos actuales se desconoce el paradero del
coronel fugitivo, que plantea que su huída es, supuestamente, “un movimiento
estratégico”, no hace falta mucha imaginación para suponer que, felizmente, en
un plazo prudencial será capturado y, si acontecimientos imprevistos no
determinan otra cosa, sometido a juicio en la Corte Penal
Internacional, que lo reclama por delitos gravísimos.
Me atrevo a asegurar que su destino se asemejará al del
general panameño de rostro accidentado. Desde su derrocamiento, Noriega se ha
paseado sin penas ni glorias por cárceles de diversos países, pagando sus
muchos crímenes, y nadie —ni siquiera alguno de los que en determinado momento
quisieron presentarlo como adalid del antiimperialismo— se digna recordarlo.
Un aspecto a destacar en el actual proceso de Libia es la
actuación de los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN , que, amparados en la
oportuna resolución del Consejo de Seguridad de la ONU , han demostrado admirable
firmeza en la realización de los ataques aéreos que impidieron que el déspota
de Trípoli siguiera adelante con los monstruosos planes genocidas que había
comenzado a ejecutar.
Mientras el pueblo libio celebra, el progresío internacional
se arremolina. El presidente Hugo Chávez, a millas de la realidad, afirma que
sólo reconoce al gobierno de Gaddafi. Su portavoz oficioso Walter Martínez, sin
hacerse de rogar, le sigue la corriente con desenfado, hablando sobre las
supuestas simpatías que inspira el derrocado coronel.
En el colmo de la falta de objetividad, el tuerto zurdo de
TeleSur sigue empleando la frase “Armata Brancaleone”, extraída de una comedia
italiana de hace varias décadas, para tratar de ridiculizar a las tropas
insurgentes, comparándolas con un ejército de relajo… ¡y lo hace cuando acaban
de ajustarle las cuentas a los fanáticos y mercenarios de su admirado Gaddafi!
Los acontecimientos marchan muy bien en Libia. Aunque el
Granma del miércoles habla de “confusión y saqueo”, ante el país norafricano se
abren amplias posibilidades de desarrollo pacífico, prosperidad y respeto a los
derechos humanos, junto al establecimiento de un régimen democrático que, por
suerte, no tendrá que enfrentar problemas confesionales como los que padece
Irak.
No resulta descabellado suponer que la comunidad
internacional tampoco tolerará por mucho tiempo más las masacres espantosas que
El Assad II manda a perpetrar en la martirizada Siria. El mismo miniperiódico
de la abuelita, al informar sobre la condena a su régimen aprobada por el
Consejo de Derechos Humanos de la
ONU , habla de una “politizada resolución”.
Decididamente, los demás tiranos harían bien en mirarse en
el espejo de Muammar El Gaddafi. Ellos tienen todos los motivos del mundo para
estar preocupados.
FUENTE: La Nueva Nación