La oposición que goza
de reconocimiento oficial en Venezuela ha consolidado un discurso fundamentado
en algunos pilares inconmovibles, impermeables a toda crítica y contra toda
prueba, al punto que pueden considerarse dogmáticos, esto es, artículos de fe,
proposiciones sobre las que no cabe duda y cuya mera cuestión conlleva al anatema
y automática exclusión.
PAIS
PARA DOS
El primero es que aquí
hay dos países o un país dividido por la mitad, representados por gobierno y
oposición oficial; no hay ninguna posibilidad (ninguna) de que admitan que
existe alguien más.
Podría pensarse que
esto se hace por la conveniencia política de la polarización que simplifica el
panorama y arrea apoyos políticos forzados, más por contraponerse al otro lado
que por coincidir con las posturas o el mensaje de éste lado; pero va más allá.
Es evidente que la
lección de la polarización AD-COPEI no se aprendió, por lo que habrá que
repetirla. Se creía que Venezuela jamás saldría de aquella trampa, hasta que
insurgió un tercero en disputa y aquellos dos se disolvieron como por encanto,
como si hubieran sido fantasmas
inventados por la propaganda.
Pero AD-COPEI nunca
negaron la existencia del Partido Comunista de Venezuela (PCV) o del chiripero
de la izquierda, que tenía su fortaleza en las Universidades, en los medios de
comunicación, básicamente en los famosos aparatos culturales que son, según los
marxistas, los administradores de la hegemonía.
La situación ahora es
muy diferente; existe un esfuerzo real y sistemático por hacer desaparecer todo
lo que no sea gobierno u oposición oficial, lo que se traduce en hacer
invisibles a seres humanos reales.
La eliminación del
espacio de expresión pública, el no reconocimiento del otro, es el paso previo
a la eliminación física, al exterminio, por lo que esta actitud es diferente a
todo lo antes vivido por esta sociedad, es “liquidacionismo”. Un imperativo
producto del esfuerzo por construir realmente una sociedad homogénea,
igualitaria, uniforme: tienen que eliminar todo lo que sea diferente.
En esto coinciden
gobierno y oposición oficial, además de ser socialistas y bolivarianos.
PERO
NO HAY FRAUDE
Una de las bases más
inexpugnables de la ideología opositora-oficial es la proscripción de la
palabra “fraude”, en especial porque implica un obstáculo en el camino
electoral, el único que juzgan transitable e incluso posible.
Su corolario más
exasperante es que no había pruebas de fraude o que el fraude nunca ha sido
demostrado, esto sin desmedro de que la mayoría se declararía conforme con el
principio según el cual “lo que es evidente no requiere demostración”.
Todavía hoy, que la
palabra anatemizada ha adquirido carta de ciudadanía gracias a su incorporación
al lenguaje oficial-opositor, siguen insistiendo en que hay ventajismo, abuso
de poder, presiones indebidas, pero fraude, lo que se llama “fraude”, no hay.
Como si fraude no fuera
toda maniobra engañosa, en perjuicio de quien lo sufre y provecho de otro, con
lo que basta la conjunción de la falsedad, el daño y el beneficio indebido para
configurarlo.
¿Qué más necesitan los
creadores de opinión de la oposición oficial para admitir el fraude electoral?
¿Cuáles son las pruebas que los dejarían satisfechos?
Muy a pesar de quienes
inventaron epítetos para descalificar las denuncias que ya datan del 2004 y de
quienes barrieron el piso con los denunciantes, la verdad termina imponiéndose,
aunque sería demasiado pedir que lo reconocieran y admitieran su error.
Sabemos que dirán que
eran imperativos de las circunstancias políticas que ayer negaran el fraude,
como ahora les parece conveniente denunciarlo.
PERO
HAY QUE VOTAR
No importa que todo el
análisis conduzca a lo contrario, la conclusión del opositor oficial es siempre
la misma: “hay que votar”.
Al punto de que el voto
ha perdido su función mero instrumental de medio para resolver ciertas
controversias políticas, para convertirse en un fin en sí mismo, en el valor
distintivo de la democracia. Esto a despecho de que el voto sirva igual a
regímenes personalistas y aristocráticos casi con la misma funcionalidad.
Uno de los aspectos más
desconcertantes de este sello de calidad democrática es que los del otro lado,
continuistas, militaristas, autoritarios, también votan. Es más, son los que
organizan, financian y controlan las elecciones, lo que vuelve contraproducente
al argumento.
Pareciera que en el
fondo se trata de salvar un valor, que la gente no pierde la confianza en el
voto, porque entonces se tendería a buscar otras formas de resolver la
controversia por el poder. Lo cual es muy humano, porque, si no funciona ¿por
qué insistir en ello?
Pero ahora creer en el
voto se ha vuelto equivalente a creer en Dios, ticket de entrada y salida del
Paraíso democrático y quien no crea será condenado a la Nada, a no existir.
PERO
ESTO NO ES UNA DICTADURA
El mismísimo Lenin
definía la dictadura como un poder que no está sometido a ley alguna; Carl
Schmitt, ideólogo del nacionalsocialismo, tan amado y citado por los
magistrados del TSJ, se fija en la reunión del mando militar y la función
legisladora en el mismo sujeto; para Raymond Aron una dictadura sería aquel
gobierno que no puede ser sustituido pacíficamente, “sin derramamiento de
sangre”, para usar la frase poética de Mao Tsé Tung.
Para la oposición
oficial, si usted encuentra alguna coincidencia entre estas definiciones y el
régimen imperante en Venezuela no está interpretando bien las palabras, los
hechos o las conexiones entre ambos. Como en el caso de las pruebas, no se sabe
qué necesitan para consentir en que esto sea una dictadura.
Aquí los argumentos van
desde los cómicos de que si esto fuera una dictadura nosotros no estaríamos
hablando aquí en la radio, la televisión o en un cafetín, lo que sea el caso,
sin advertir que eso no corresponde con ninguna definición de dictadura y es
una petición de principio que da por supuesto lo que quiere demostrar; hasta
los trágicos, de que en una dictadura matan a la gente a tiros en la calle, con
lo cual ya no se sabe en qué mundo vive el comentarista.
Esta es una dictablanda, un totalitarismo light, un
régimen autoritario, una democracia imperfecta, a la que le ha bajado la
calidad; pero dictadura, no, eso nunca. Y menos totalitaria.
Éstos, que dicen que
los demás no saben nada de política, no identifican el problema y por eso no lo
pueden resolver; pero nadie puede equivocarse tanto por casualidad.
No está lejos el día en
el que en Venezuela se llamen las cosas por su nombre: al fraude, fraude; a la
tiranía, tiranía.
PERO
ESTO NO ES SOCIALISMO
No importa que este
régimen se autocalifique como “socialismo del siglo XXI” y haya popularizado e
internacionalizado esa franquicia, si bien no la habrá inventado; para la
oposición-oficial, esto no es socialismo. El socialismo “es otra cosa”, que es
la particular percepción que cada quien tenga de la palabra socialismo, generalmente cargada de
elementos halagüeños, cuando no francamente románticos.
No importa que este
régimen sea patrocinado y administrado por los hermanos Castro, los únicos
sobrevivientes de la órbita soviética, dueños portadores del sello de garantía
revolucionaria; no, los Castro también están equivocados: esto no es socialismo
(lo que hay en Cuba tampoco).
Los ejemplos de
socialismo varían a gusto del opositor de que se trate, desde Suecia, Reino
Unido, España hasta Chile o ¡Canadá! No importa que los primeros sean
monarquías constitucionales o que la circunstancia de estar gobernados por
partidos socialistas sea cambiante y entren y salgan del poder, éstos serian “socialistas”.
La deshonestidad se
nota en que nunca ponen como ejemplo de socialismo a la URSS, Camboya, Corea
del Norte o Cuba, que están más cerca de lo que pasa aquí, pero por cierto, no
son ejemplos muy mercadeables.
Así como cuando definen
al régimen de capitalismo de estado y sus políticas como neoliberales buscan el
doble propósito de aparentar una condena que en realidad es contra el
capitalismo, salvando la franquicia con que negociarán en el futuro.
PERO
¡ESTO ES FASCISMO!
En este ambiente es muy
fácil y nada arriesgado acusar a alguien, incluso al gobierno, de fascista;
pero nunca se le acusa de comunista, lo que sería más apropiado aunque también
más problemático.
Otra vez, se aparenta
una crítica cuando en realidad se suscribe y promueve el lenguaje oficial de
acuerdo con el cual todo lo malo es fascismo; pero el socialismo-comunismo
representa todo lo bueno.
Lo más exasperante de
este dogma es la manera como identifica lo “malo” con “fascismo”, de manera que
ve y sustituye una cosa por otra; mientras que cuando niega el carácter
socialista de este régimen dice: esto no puede ser socialismo porque en el
socialismo los trabajadores serían felices, habría igualdad, abundancia, es
decir, todo lo bueno que ellos le atribuyen al socialismo “verdadero”.
Dejando de lado el
hecho histórico de que Mussolini fuera dirigente del Partido Socialista
Italiano y director de su periódico Avanti!
antes de fundar el Partido Fascista y su órgano Popolo d’Italia; lo cierto es que no se considera al socialismo-comunismo
como acusación que se pueda endilgar a nadie, sino como una credencial de
mérito.
Acusar a alguien de
“comunista” tiene la incómoda resonancia de parecer de derecha, macartista y otros anatemas culturales
que son propios de la izquierda exquisita, progre,
que odia, por sobre todas las cosas, parecer reaccionaria.
Mientras, qué cómodo,
confortable y políticamente correcto es ser “antifascista”. Aunque sea un hecho
palmario que violencia fascista sólo sería aquella perpetrada por el partido
fascista; mientras que la perpetrada por el partido comunista es y no puede ser
sino “violencia comunista”.
El único aporte que ha
hecho el castrismo a la teoría y práctica de la revolución es su invencible
confianza en las virtudes persuasivas de la intimidación, lo que en su versión
guevarista se llama “foquismo”. Llevar la guerra al club, a la casa, a la
familia, a la persona misma del enemigo; que no se sienta tranquilo en ninguna
parte, porque ningún lugar es sagrado, ni existe refugio.
No está lejos el día en
que los venezolanos vean la cara fea del Ché Guevara, de los hermanos Castro,
de lo que implica su doctrina de “la lucha armada”.
Y eso no es fascismo,
es comunismo puro y duro.
Luis Marín
05-05-13