Esta es la historia que contaron al diario El Pais de Madrid (
www.elpais.com)
cuatro rebeldes libios que en una alcantarilla de la ciudad de Sirte
dieron con el dictador Muammar Gadaffi. En su narración señalan que se
quedaron con la pistola bañada en oro del que se hacia llamar Rey de
Reyes. La sorpresa para Gadafi tuvo que ser tan impactante como fue para
ellos verlo escondiéndose como una rata tras haber anunciado por meses
que perseguiría a sus enemigos como “las ratas que eran”.
Considero que es importante dar a conocer esta reseña del prestigioso
diario para entender cual era -y sigue siendo por un tiempo- la
situación del africano país petrolero.
He aquí la crónica de El Pais:
REPORTAJE: LA REVOLUCIÓN LIBIA
"Yo capturé a Gadafi"
Cuatro rebeldes relatan a EL PAÍS cómo descubrieron y apresaron al
dictador libio en una alcantarilla de Sirte. "Cuando le vi gateando,
pensé: '¿cómo el rey de reyes podía estar ahí como una rata?". Otro
recuerda cómo le apuntó, mientras Gadafi decía: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?".
Como trofeo guardan la pistola de oro del sátrapa. Se la quitaron antes
del linchamiento
JUAN MIGUEL MUÑOZ 30/10/2011
Tímido y de apariencia enclenque, Omram Yuma Shaban se presenta con
tres de sus compañeros de armas vistiendo la misma ropa que lucían el 20
de octubre, la fecha que nunca podrán olvidar. Inmediatamente, como si
desearan ofrecer pruebas de que su historia es irrefutable, colocan
sobre una mesa su más preciado botín: dos pistolas, una de ellas de oro;
una bota de cuero negro made in London y una gorra militar. Omran
enseña los trofeos con una mueca de orgullo y una tenue sonrisa.
Estudiante de ingeniería eléctrica de 21 años, no es de los rebeldes
libios más aguerridos, aquellos shabab (muchachos) que se lanzaron al
combate contra las tropas de Muamar el Gadafi en los primeros instantes
de la revuelta que nació en Bengasi, y que dos días después, el 19 de
febrero, se contagió a Misrata. Es un joven tranquilo de 21 años, de voz
débil y ligeramente aguda, que solo a mediados de abril decidió sumarse
a los insurgentes de Libia. Su ciudad estaba siendo cruelmente atacada.
“Me uní a la revolución porque los soldados de Gadafi empleaban en
Misrata los métodos más sucios. En marzo, en mi barrio, cualquier hombre
que salía de casa era detenido; mataban a niños, violaban a mujeres…”,
comenta imperturbable. El jueves de la semana pasada alcanzó la gloria
ante un desagüe repleto de desperdicios en Sirte, la ciudad natal del
tirano. “No creía lo que veían mis ojos. Nadie pensaba que Gadafi estaba
ahí. Es muy difícil describir mis sensaciones. Pero ahora creo que
capturé al mayor terrorista del mundo, después de Osama bin Laden”,
explica Omran, ahora sí, más sonriente.
Las últimas horas del dictador, el autoproclamado hermano líder, el
rey de reyes, comenzaron alrededor de las ocho de la mañana del día 20.
“Recibimos información de que un convoy de 50 vehículos se estaba
desplazando desde el barrio 2 de Sirte. Sabíamos que Mutasim, el hijo de
Gadafi, estaba en la ciudad porque mucha gente que había huido nos
comentaba que lo habían visto, y al mismo tiempo supimos que la OTAN
atacaba a esa hora la caravana”, narra Omran.
Ahmed Ghazal, empleado de una empresa de hostelería de 21 años; Nabil
Darwish, dueño de un taller mecánico, de 25; Salem Bakir, comerciante
de 28 años, y tres milicianos más acompañaban al futuro ingeniero
eléctrico en la vigilancia de la zona donde el ataque de la OTAN
convirtió en chatarra calcinada una docena de coches. Los soldados
gadafistas se dispersaron en un intento de fuga tan desesperado como
inútil, y los siete shabab se esmeraron en rastrear la árida zona
mientras decenas de rebeldes se sumaban a la búsqueda. “Los militares se
escondían en la cercana estación eléctrica y en los árboles. Hubo duros
combates, pero matamos a muchos de ellos y a otros los apresamos. Los
soldados de Gadafi se dividieron; unos querían entregarse y otros
prefirieron luchar”, relata Omran, quien, como sus colegas de comando,
parece huidizo, hombre de pocas palabras con el extranjero.
A 200 metros del amasijo de hierro del convoy -los cadáveres en
descomposición permanecieron seis días en el lugar-, se extienden dos
conductos de cemento bajo una carretera que sirven para evitar
inundaciones. Fue la última distancia que recorrió a pie el dictador en
este espacio abierto, con muy escasa vegetación, un pésimo lugar para
descubrir un escondite. “En un extremo de las tuberías, uno de los 15
soldados ahí guarecidos levantaba la bandera blanca, pero al otro lado
de la carretera, a solo 20 metros, los gadafistas seguían disparando.
‘Nuestro líder está aquí’, gritó de repente el soldado dispuesto a
rendirse. Pero no imaginábamos ni por un momento que ese líder era
Gadafi”, prosigue su relato.
Aniquilados algunos de los uniformados y rendidos a los rebeldes
otros militares de los más leales al antiguo régimen, Salem Bakir se
aproximó a la salida de la tubería. Fue el instante decisivo, el que
esperaban ansiosos desde el 17 de febrero la gran mayoría de los libios,
el que todos en este país árabe aseguraban que tarde o temprano
acabaría por llegar.
“Durante toda mi vida” prosigue Bakir, “cuando veía el convoy de
docenas de vehículos que trasladaba a Gadafi desde Trípoli a Sirte,
pensaba que era un rey o alguien sobrehumano. Yo le vi el primero cuando
ya estaba fuera de la tubería y a dos metros de mí. Me quedé
conmocionado y paralizado. Pero toqué el Corán que llevo en el bolsillo,
y eso me dio fuerzas para chillar: ‘¡Aquí está Gadafi!, ¡aquí está
Gadafi!’ Le dije que soltara su arma tres veces, pero no lo hizo. Y él
me dijo: ‘¿Qué pasa?, ¿qué pasa?, ¿qué pasa?”.
Omran, que manejaba en ese instante una ametralladora, saltó de la
camioneta sobre el cuerpo ya ensangrentado del sátrapa, metro y medio
por debajo del asfalto. “Yo estaba viendo al otro lado de la tubería que
los militares dejaban fusiles en el suelo, pero aún los tenían en las
manos y podían disparar. Me dio miedo. Entonces me abalancé sobre Gadafi
y le quité una de las pistolas, la que no es de oro. No sé de dónde me
salió la fuerza”, cuenta Omran. Grupos de sublevados condujeron sus
camionetas a toda velocidad hacia el lugar. Ahmed Ghazal, el empleado de
hostelería, recuerda: “Cuando le vi gateando y mirando con la cabeza
ladeada, pensé: ‘¿Cómo el rey de reyes podía estar ahí como una rata?’
Esa imagen me acompañará todas las noches de mi vida cuando me vaya a
dormir. Recogí su bota y su gorra”. Y minutos después, en pleno tumulto,
entre alaridos de alegría y proclamas de Alla uh Akbar (Dios es
grande), el macabro espectáculo del linchamiento, las patadas y
bofetadas contra el déspota indefenso y aturdido que ruega clemencia
mientras es vapuleado. Muchos rebeldes grabaron la brutal agresión con
sus teléfonos móviles.
Un reguero de sangre, tal vez del dictador, todavía pinta el
pavimento de la carretera desde la que partió una ambulancia con Gadafi
como paciente, o como reo al que se iba a ajusticiar. Cientos de nombres
de guerrilleros y de sus ciudades de origen están escritos en el
cemento que bordea la salida de los conductos. Como lo están dos fechas
que quedarán reflejadas en los libros de historia y marcadas de manera
indeleble en la memoria de todo libio. Lucen en tinta roja en la pared
de la cercana central eléctrica: 17 de febrero, día del nacimiento de la
revuelta, y 20 de octubre de 2011, fecha de la muerte del caprichoso
gobernante.
No se sabe con precisión cuándo ni quién le descerrajó los balazos en
la cabeza y en el abdomen a Gadafi, aunque al menos dos insurrectos se
vanaglorian de haber asesinado al dictador. Lo cierto es que el viernes
21 de octubre, los cadáveres de Gadafi, de su hijo Mutasim, y de su
ministro de Defensa, el general Abu Baker Yunes Yaber, eran expuestos en
la cámara frigorífica del mercado central de Misrata. Cuatro días
pudieron los libios comprobar in situ que el tirano -42 años después del
golpe de Estado que derrocó al rey Idris, pospuesto en una ocasión
porque en marzo de 1969 ofrecía un recital en Bengasi la afamadísima
cantante egipcia Um Khultum- era historia. Cuando un par de días después
de la batalla de Sirte arreciaron las críticas de varias ONG
internacionales al Gobierno rebelde por las violentas circunstancias del
deceso -los Gobiernos occidentales no han puesto precisamente el grito
en el cielo-, fueron cuidadosos los milicianos a la hora de colocar la
cabeza de Gadafi ladeada hacia su izquierda para ocultar el tiro en la
sien, y también de tapar con una manta el orificio de bala que Mutasim
presentaba en la garganta.
Y es que si los preceptos islámicos que prescriben la sepultura a las
24 horas de la muerte no fueron respetados por los devotos milicianos
misratíes, mucho menos se iban a preocupar por la protección de los
derechos humanos, cuya violación han padecido tantos libios de modo tan
flagrante. Ahora se anuncia una investigación sobre el presunto
asesinato a sangre fría -por mucho que los ánimos fueran ardientes- de
Gadafi y Mutasim, que aparece en otras grabaciones charlando con
rebeldes, herido levemente, fumando y bebiendo agua. Sea cual fuera el
resultado de esas pesquisas, resulta muy difícil encontrar a algún libio
que hubiera preferido el juicio al dictador. La mayoría dice
abiertamente, emulando el gesto de disparar, que lo prefieren muerto. No
debería costar demasiado localizar a los dos individuos que afirman
ante la cámara de un teléfono móvil haber acabado con la vida de Gadafi.
Se les ve con toda nitidez.
En toda Libia explotó el jolgorio tras conocerse el acontecimiento.
Cientos de miles de entre los seis millones de hombres y mujeres que
pueblan Libia, incluidos niños y niñas, celebraron en las plazas y
calles la desaparición de quien les ha amargado la existencia durante
cuatro décadas de arbitrariedad, en las que frecuentar una mezquita
podía bastar para purgar seis años de cárcel, como le sucedió al piloto
de líneas aéreas Mohamed Darwish, que acudía habitualmente al templo de
su barrio en Trípoli porque se quedó sin empleo tras el embargo a la
aviación comercial que Estados Unidos impuso a Libia en la década de los
ochenta del siglo pasado.
Pero si hay una ciudad en la que la algarabía fue desbordante, esa es
Misrata. Cuentan los lugareños de esta ciudad de 400.000 habitantes
aproximadamente -sin censo ni estadísticas, los cálculos son en Libia
muy complicados- que solo en una hora murieron cuatro personas, víctimas
de los disparos al aire de los enfervorecidos combatientes que
expulsaron a los soldados y mercenarios gadafistas el 24 de abril tras
una atroz carnicería de dos meses. Porque el 19 de febrero murió el
primer mártir, a los que Gadafi tildaba de “ratas”. Era Jaled Mustafá
Abu Shajma, nacido en 1968. Cuatro días después cayó la primera granada
sobre Misrata. Cerca de 3.000 vecinos -cientos de ellos civiles
inocentes- han perecido solo en esta localidad. Sus fotografías se
observan ahora junto a una copia del certificado de defunción de Gadafi
en el improvisado museo de la guerra, situado en la calle Trípoli
devastada por las explosiones, y donde también se yergue la escultura
metálica del puño que aplasta el avión de Estados Unidos, un símbolo del
poder de Gadafi que los luchadores de Misrata transportaron a su ciudad
desde Bab el Azizia, el bastión del autócrata en la capital, una vez
que a finales de agosto conquistaron Trípoli. El arrojo de los
milicianos de Misrata fue crucial. Ahora se enorgullecen de ser los
primeros -los compañeros de Zintán, en las montañas de Nafusa, en el
oeste libio compiten en valentía- que quebraron el triple muro de
cemento de ese baluarte del régimen.
Tiene fama Misrata de ciudad emprendedora, de contar con avispados
hombres de negocios, y de no haber dado un paso atrás en la contienda.
Incluso los sordomudos, presentes el viernes en una celebración
multitudinaria, se unieron a la desigual pelea. Sedik el Fituri,
empresario de 52 años, posee una compañía de grúas y de camiones de
transporte pesado. Ha gastado 400.000 dinares (unos 220.000 euros) en
una guerra en la que se transformó en comandante de una brigada. Todo su
material ha resultado dañado sin remedio. “Lo he perdido todo, pero soy
feliz. El 6 de marzo, los militares de Gadafi entraron en Misrata y los
matamos a casi todos. Les tendimos trampas en las que cayeron porque no
conocían la ciudad. Ese día supieron que aquí había un ejército. Unos
50.000 hombres empuñaron las armas. Escucha… Mi esposa, cuando veía a
mis hijos descansando o durmiendo en casa, les decía: ‘Tomad las armas,
levantaos e id a luchar’. Ingeniosos, cuando el enemigo parapetó
francotiradores en los edificios en el campo de batalla de la calle
Trípoli, los rebeldes colocaron pilas con luces en perros y gatos para
que los francotiradores dispararan y poder así localizarlos. Solo en
Zintán y en Misrata hemos combatido desde el primer día. Aquí preferimos
morir a retroceder. Además de los fallecidos, tenemos 40.000 heridos,
1.000 personas han sufrido amputaciones, y 100 han quedado ciegos. En
Bengasi, sin embargo, detuvieron la guerra muy pronto, y eso permitió a
los gadafistas concentrarse en atacarnos a nosotros. Misrata ha sido la
ciudad más castigada”, apunta El Fituri con un deje de amargura hacia
los compatriotas de la cuna de la rebelión.
Es ese cruento asedio medieval a la ciudad lo que ha propiciado la
venganza también despiadada de las milicias de Misrata en Sirte, la
aldea beduina en la que nació hace 69 años Gadafi, quien pretendió
convertirla en capital del país y en puerto franco. En ella construyó el
centro de convenciones Ouagadougou, un faraónico complejo ahora hecho
trizas en el que se celebraron cumbres de la Unión Africana. Y aunque
muchos libios denuncian que se construían viviendas a sabiendas de que
nadie iba a vivir en ellas, con la única pretensión de otorgar a la
localidad una apariencia de grandeza, el respaldo al dictador era
abrumadoramente mayoritario en Sirte. Y si ahora son pocos -Abdelaziz al
Farjani es uno de ellos- los que chillan “Muamar, Muamar” alzando los
brazos con los puños cerrados, imitando al dirigente derrocado, es
porque la ciudad presenta un panorama fantasmagórico. El éxodo ha sido
total. No hay agua, ni luz, ni comida. Sus 80.000 habitantes se han
fugado al desierto o a Sabha, 700 kilómetros al sur de Trípoli. Personas
cargando colchones en camionetas, rumbo a sus jaimas en el Sáhara, es
la imagen más frecuente estos días.
Que la destrucción en Sirte no tiene parangón en Libia lo admite
incluso el comandante El Fituri. Da la bienvenida al barrio 2, el
distrito desde el que partió el último convoy de Gadafi, una pintada
rebelde: “Sirte, la nueva Leptis”, reza el escrito en alusión a las
espléndidas ruinas romanas de Leptis Magna, ubicadas un centenar de
kilómetros al oeste de Misrata. La casa de Al Farjani es solo un
ejemplo. Los boquetes de los proyectiles la han machacado con saña.
Ningún edifico se ha librado. Los lugareños comparan Sirte con Grozni,
la capital chechena destruida por el Ejército ruso en la década de los
noventa. El panorama en varias calles es, efectivamente, muy similar.
Algunas mezquitas están desechas y su minarete ha sido desmochado; las
estaciones eléctricas, también; las escuelas arrasadas saltan a la vista
tanto como los hospitales saqueados. En una semana se recogieron de las
calles y de entre los escombros unos 400 cuerpos. El jueves todavía
apestaba a muerto en la avenida 1 de septiembre, fecha del golpe que
aupó al poder al dictador.
En Sirte, claro está, los roedores son quienes se alzaron contra la
tiranía. “Los milicianos son ratas. Aquí respaldábamos a Gadafi, que
dormía cada noche en una casa diferente. Cuando cayó Trípoli, vino aquí,
pero no sabemos exactamente cuándo”, señala Ibrahim, un estudiante de
medicina de 20 años a las puertas de un hospital que ya no lo parece.
Aunque se tratara de su ciudad natal, ningún experto militar se explica
por qué el tirano eligió Sirte para refugiarse tras su huida de la
capital. Es una ratonera. Pero la prefirió al más seguro desierto.
Muchos aluden a su mentalidad y aducen que el carácter de quien viajaba
al extranjero con sus jaimas a cuestas para sentirse como en casa jugó
un papel decisivo. Siempre prometió Gadafi que jamás abandonaría su país
y que moriría en Libia, fueran cuales fueran las circunstancias. Y
cumplió su palabra.
Desde el 15 de septiembre, el cerco a Sirte fue completo. El coronel
Abderrahim al Agili, natural de Bengasi, es uno de los jefes rebeldes
que atenazaron esta población por el flanco oriental. “Es difícil
saber”, explica, “cuántos milicianos han combatido porque vinieron
grupos de muchos lugares. Pero alrededor de 15.000 rodeamos la ciudad.
La mayoría de los 80.000 habitantes de Sirte se han ido al desierto,
hacia el sur. Al oeste no van porque está Misrata. Es cierto que los
shabab de Misrata han sido muy agresivos. Fue una venganza. No se les
puede controlar”. Sorprende la naturalidad con que los insurrectos
admiten los desmanes cuando se les pregunta por el evidente pillaje. En
la gran avenida del 1 de septiembre no queda una tienda sin asaltar. “Es
verdad que muchos milicianos robaron en los comercios”, reconoce en un
espléndido inglés el estudiante de ingeniería Ahmed Meshri, miliciano
durante los últimos meses. Dice, con la boca pequeña, que se buscará y
castigará a los culpables. Pero da la impresión de que no cree sus
palabras. La orgía violenta durante las últimas jornadas de la batalla
de Sirte estremece.
No se repararía en ello si no lo explicara el melenudo Abdelmulá
Saleh, otro declarado partidario del coronel Gadafi, en la recepción del
devastado hotel Mahari, en cuyo césped frente al Mediterráneo fueron
hallados 53 cadáveres tiroteados, muchos de ellos maniatados. Saleh
apunta a las manchas negras en una pared enyesada que da al vestíbulo,
bajo una barandilla de la primera planta. “¿Sabes lo que es? Son marcas
de los zapatos de los ahorcados, de sus pataleos antes de morir. Los
colgaron con esa manguera roja de bomberos”, cuenta indignado. “También
encontramos hombres degollados en una mezquita y decenas de muertos en
el hotel”, añade enojado, antes de hacer una distinción que comparten
las escasas personas que pululan por la población.
Los vecinos de Sirte atribuyen el monopolio de los crímenes a los
insurrectos de Misrata. El treintañero Abdelhamid, semblante muy serio,
no disimula el rencor que guarda hacia los luchadores de la ciudad
situada 240 kilómetros al oeste. También admira al dictador y comprende
el precio que se paga en toda guerra. Es dueño de un comercio de
artículos de fotografía en la que no queda nada. Es la norma: todos los
establecimientos tienen un aspecto desolador. “Los guerrilleros de
Bengasi, mía, mía”, explica con una expresión libia que significa
perfecto. “Fueron”, agrega Abdelhamid, “combatientes justos. No hicieron
nada horrible”. Los pocos ciudadanos que continúan en la ciudad,
inundada varias de sus calles por las cañerías reventadas, rumian su
desgracia. Unos pocos cientos de hombres barren calles de escombros,
retiran farolas caídas de la calle principal y cables de alta tensión de
los suelos de la periferia, al tiempo que saludan -a la fuerza ahorcan-
a los rebeldes que patrullan la ciudad.
Jaled observa los tremendos destrozos en el bloque de viviendas en el
que residía. Su madre espera en las escaleras. El camión cargado de
enseres está listo para partir destino al destierro. “Nos vamos a
Samsum, a unos 150 kilómetros al sur de aquí. Viviré en una tienda. Lo
peor es que no podremos regresar a Sirte hasta que no se reparen todos
los destrozos. Si todo se arregla, volveré”. Sabe Jaled que largo lo
fía. Que en un país arrasado por una guerra de ocho meses, Sirte no va a
ser la prioridad en la reconstrucción. Y aunque lo fuera, los daños son
de tal magnitud que pasará mucho tiempo antes de que todo pueda volver a
la normalidad. Por no hablar de la reconciliación, uno de los objetivos
declarados de las nuevas autoridades, una misión que se antoja una
tarea de titanes.
Hassan al Osta, un economista de Misrata, es de la opinión de Fathi
Terbil, el abogado defensor de las víctimas de la más célebre matanza
del régimen, la perpetrada en junio de 1996 en la prisión tripolitana de
Abu Salim, cuando 1.270 presos, muchos de ellos activistas políticos,
fueron acribillados y despedazados con granadas y ametralladoras en los
patios de la cárcel. “La violencia de ahora provocará que la gente
deteste la revolución”, declaró días atrás Terbil, también miembro del
Consejo Nacional Transitorio, el organismo rector del alzamiento. “Los
saqueos en Sirte son algo inaceptable porque por cosas de este tipo nos
levantamos contra Gadafi”, corrobora Al Osta.
Y mientras Sirte, Zlitan y Bani Walid, feudos del régimen depuesto,
son ahora ciudades despobladas, Misrata vive una celebración permanente,
solo teñida por la seriedad que impone la visita al museo de la guerra,
un escaparate al aire libre de granadas, tanques, proyectiles de todo
calibre… Los desfiles militares, en los que marchan las camionetas con
las armas montadas, uno de los símbolos de la rebelión, se suceden un
día sí y otro también; los helicópteros sobrevuelan la ciudad con la
nueva bandera tricolor (la monárquica verde, negra y roja) colgando de
sus tripas; se entregaran diplomas, flores y un Corán a los familiares
de cada una de las víctimas rebeldes, cuyos nombres se leen uno a uno;
los niños posan para ser inmortalizados con los fusiles de sus padres;
los pilotos de guerra que rechazaron obedecer las órdenes del dictador y
volaron hacia Malta o lanzaron las bombas sobre el desierto son
vitoreados; las ambulancias, los camiones de bomberos, incluso los
vehículos de recogida de basuras, son aplaudidos por los misratíes. Y
los insurrectos armados bailan dando palmadas y cantando en la base
militar, a 10 kilómetros de Sirte, desde la que organizaron el asedio.
El estribillo, que rima en árabe, viene a decir: “Quien hiere a Misrata
recibirá fuego. Gadafi, espera, espera, en Misrata te pondremos bajo
tierra”. -