EL JURAMENTO Y LA MALDICIÓN DE CHÁVEZ
La política, si bien es cierto que se ejerce por la fuerza, la violencia —machtpolitik— de quien detenta el mando, el poder, así como que se sustenta en los intereses de la clase política que gobierna —realpolitik—, bien tiene elementos que son de carácter simbólico para nada despreciables que pretenden darle a ella un halo sacro, solemne, misterioso, seductor y de grandeza, que barniza a las máscaras que, bajo su mando, exigen obediencia[1] irrestricta. El caso venezolano no es ajeno a ello, al contrario, tiene grandes momentos y elementos simbólicos que se traducen en darle fundamento y apariencia de legitimidad al poder político.
Entrando en la temática, la llegada al poder de Hugo Rafael Chávez Frías no fue accidental: fue premeditada. Sin embargo, más premeditada aun, fue su toma de posesión. El acto que en sus orígenes tuvo un carácter sacramental —el juramento—, fue de una irreverencia tal que cimentó las bases —simbólicas, a primera vista— de lo que sería la era del terror revolucionario, aunque no bajo la tutela de Dantón, Saint Just, Desmoulins, Marat y Robespierre, cabezas del terror revolucionario francés de 1789, esto es, jacobinismo, sino de Cabello, Maduro, Flores, Rodríguez, Rangel y Chávez. Previamente, el barinés ex vendedor de arañas (como él se decía), experto en vapulear instituciones y romper juramentos a base de golpes de Estado —en búsqueda de una especie de 18 de brumario[2] criollo—, fallidos, por demás, ya expresó sus intenciones con el inolvidable y deleznable «por ahora», un 4 de febrero de 1992. Justamente, la hora del por ahora arribó, resultado que, en buena medida, se debe a los apoyos y colaboraciones de algunos personajes, los cuales, en la actualidad se hacen llamar perseguidos políticos. Todo esto se puede observar como una maldición, pero ¿cuál? Veamos.
Es claro que la toma formal del poder del Comandante —hoy difunto material, pero vivo espiritual— no fue una mera declaración de intenciones aquel funesto 2 de febrero de 1999: fue el principio del fin, es decir, el pecado original originante —peccatum originale originans[3], y todo lo demás como peccatum originale originatum (pecado original originado), siguiendo la interpretación escolástica— que ha servido de piedra angular para cimentar al régimen bolivariano, clara «dictadura soberana» esbozada por Schmitt[4], cuyo sustrato ideológico socialista se moderniza y hace viral a ritmo de trending topic, no ya en búsqueda y consagración de la dictadura del proletariado[5], sino en la oligarquía dictatorial de la nueva burguesía o, mejor expresado, de la boliburguesía que, cual neoplasia maligna, hace metástasis a velocidad vertiginosa en muchos países de Hispanoamérica.
En virtud de ello, ese dictador ya no es el ideal de la magistratura romana extraordinaria, ya anacrónica[6] en nuestros tiempos modernos, monopolizados por el artefacto de la estatalidad[7], cuyo fin era la protección de la República romana —res publica romanorum— que se basaba en el principio salus populi suprema lex esto, suerte de «política farmacológica», en palabras de Dalmacio Negro[8], en concordancia con los dichos del jurista romano Marco Tulio Cicerón[9], de lo que Schmitt entendió como «dictadura comisaria[10]», por lo cual, éste ya deja de ser un mandatario, un comisario, transformándose bajo una suerte de «alquimia política[11]», en un mandante y comandante, cual soberano, con summa potestas et imperium, vale decir, en lo que Michael Oakeshott[12] o Antonio García-Trevijano[13] comprendía como «potencia» —potentia—, es decir, poder sin límites, cual freno a su potencia se fundamenta en su propia voluntad, suerte de autónomo sujeto y poder constituyente, en conjunto. Ya no es la política como remedio a los males del cuerpo político, sino como veneno, cuyo exceso del pharmakon[14] mata al cuerpo político: es tanatología política, la política de la muerte[15].
En este orden de ideas, en primer lugar, el dictador asienta su poder mediante la fuerza militar institucional de la cual ha formado buena parte de su vida y, en segundo lugar, se retroalimenta de la democracia —no como forma de gobierno donde se sigue la regla de la mayoría y nada más, sino como «fundamento» del gobierno, suerte de herejía, según nos lo aclara Miguel Ayuso[16], dónde los más establecen el criterio de lo que es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso—, erigiéndose en legislador, juez y representante supremo y perpetuo del pueblo, suerte de Leviatán[17] y Behemoth[18] refundido de carne y hueso, sin formas nobiliarias, ni fórmulas aristocráticas, cuyo mando bebe del néctar y la ambrosía del «poder constituyente[19]», del cual es, presuntamente, su expresión más prístina, pura y directa.
En virtud de ello, está en dicho receptáculo del poder gracias a la norma, pero, a su vez, por encima de ella: dentro y fuera; da validez a la misma e, igualmente, con su poder la suspende, de forma total o parcialmente, por siempre o temporalmente. Es la «paradoja de la soberanía» que nos recuerda Giorgio Agamben[20]. En este sentido, no es casual, se recalca, la idea de una constituyente invocando el pouvoir constituant del pueblo para transformar todo el andamiaje constitucional y legal, con miras a pasar de un atuendo prêt-à-porter, a un traje a la medida del caudillo caribeño, trabajo oficial de los sastres jurídicos revolucionarios. Por ende, la liturgia y afrenta —no ofrenda— debía hacerse evidente, at urbi et orbi.
¿Qué decir, entonces, sobre el juramento y la maldición? Chibly Abouhamad Hobaica[21], nos relata que el juramento se origina en la tradición romana, teniendo un fundamento religioso en virtud que, quien lo invocaba, expresaba solemnemente su compromiso en una relación jurídica, tomando como testigo a una deidad que, en dicho caso, era Júpiter, máximo dios romano, pater religioso por antonomasia. Tal acto sacramental se hacía para dilucidar un conflicto entre dos personas, donde una de las partes se «remitía al juramento de la otra», siendo una «acción» propia del derecho procesal romano —«actio iurisiurandi»—, y hoy vigente —aunque claramente en desuso en la práctica forense, dado el proceso de laicización— en nuestros códigos civiles y procesales modernos, sin embargo, bajo formulaciones distintas, no siendo una actio sino un instrumento o medio de prueba. Sin más, esto dice el autor:
El juramento tratado anteriormente deriva de la voluntad de las partes, y en su contenido etimológico es JU-RAMENTO, es el calificativo abreviado de Júpiter, o Ju-Pater, ya que en Roma cuando alguien hace una promesa solemne y pone como testigo al supremo Dios se dice que se jura, pero para ello se requiere una suficiente base moral, siendo el juramento una afirmación religiosa. (…) En el juramento romano figuran tres personas, el que presta el juramento, el que toma el juramento para sí o para la persona jurídica a quien representa y el que actúa como testigo en el juramento. Cicerón decía “que el que quebrante un juramento ofende la fe y merece la pena que los Dioses inmortales han reservado al que miente y al perjuro, pues los Dioses se muestran airados y coléricos con los hombres no tanto por las faltas a las palabras si no porque éstos hacen víctimas a otros de los lazos que les tienden con su perfidia y maldad”.
En aras de lo anterior, se hace necesario precisar que hay una relación íntima entre el juramento y la maldición, puesto que, siguiendo a Agamben, si se pierde la conexión entre lo que se jura como expresión formal hablada y lo que se hace con posterioridad a la sacralidad del acto, hay perjurio y, en consecuencia, una maldición. Para el filósofo italiano: «El nombre del dios, que significa y garantiza el ensamblaje entre las palabras y las cosas, se transforma, si éste se rompe, en maldición. Lo esencial es, en cualquier caso, el origen común de bendición y maldición, presentes ambas de manera constitutiva en el juramento[22]». En virtud de ello, más adelante comenta:
«Lo que la maldición sanciona es la desaparición de la correspondencia entre las palabras y las cosas que está en cuestión en el juramento. Si se rompe el nexo que une lenguaje y mundo, el nombre de Dios, que expresaba y garantizaba esa conexión bien-dicente, se convierte en el nombre de la mal-dición, es decir, de una palabra que ha roto su relación verídica con las cosas. En la esfera mítica, esto significa que la mal-dición dirige contra el perjuro la misma fuerza maléfica que su abuso del lenguaje ha liberado. El nombre de Dios, al desligarse del nexo significante, se hace blasfemia, palabra vana e insensata, que precisamente a través de este divorcio del significado queda disponible para usos impropios y maléficos. (…) Del juramento -o, mejor, del perjurio- nacieron la magia y los hechizos: la fórmula de la verdad, al romperse, se transforma en maldición eficaz, el nombre de Dios, separado del juramento y de su conexión con las cosas, pasa a ser murmullo satánico. La opinión común que hace derivar el juramento de la esfera mágico-religiosa debe ser invertida en este punto. El juramento nos presenta más bien, en una unidad todavía no dividida, lo que estamos acostumbrados a denominar magia, religión y derecho, que se derivan de él como otras tantas fracciones suyas. Si aquel que se arriesgaba en el acto de palabra sabía por esto que estaba expuesto desde el principio tanto a la verdad como a la mentira, tanto a la ben-dición como a la mal-dición, la gravis religio (Lucrecio, 1, 63) y el derecho nacen como el intento de asegurar la fe, separando y tecnificando en instituciones específicas bendición y sacratio, juramento y perjurio. La maldición se convierte en este punto en algo que se añade al juramento para garantizar lo que al principio se confiaba en exclusiva a la fides en la palabra, y el juramento puede presentarse así, al igual que en los versos de Hesíodo citados con anterioridad, como lo que se ha inventado para castigar el perjurio. El juramento no es una maldición condicional: por el contrario, la maldición y ese pendant simétrico suyo que es la bendición nacen como instituciones específicas a partir de la escisión de la experiencia de la palabra contenida en él». (Cursivas nuestras).
Queda clara la idea, en relación con lo enunciado por Agamben, que juramento y maldición tienen una unión tal que, la ruptura de éste hace que quien lo debió cumplir devenga en perjuro y, en este sentido, su dicho se corrompa, siendo maldición, estando maldito. Es de señalar que para el acto de juramentación de Chávez, estaba vigente la Constitución venezolana de 1961, siendo la Carta Magna reconocida y legítima para el momento, por lo tanto, la legitimidad de la Constitución de 1999 como norma de normas nace de la ruptura de un orden jurídico-político previo, es decir, de un parto cuyo fruto no fue dar a luz —dare alla luce—, sino traer oscuridad y confusión, dando pie a la formación de una situación política de excepción[23], que suspendió el Derecho vigente hasta instaurar una suerte de «dictadura soberana», extraconstitucional, en el sentido ya esbozado por Schmitt. Es la «guerra civil legal» que Agamben[24] denuncia como nuevo paradigma político y jurídico.
En definitiva, esta disertación nos lleva a la siguiente idea: si seguimos la importancia de la tradición jurídica y política romana esbozada, es posible pensar que el sistema se rompe ipso iure cuando Chávez se «juramenta en falso» —como alude el jurista Asdrúbal Aguiar[25]— al romper la norma jurídica bajo la cual unos meses atrás había sido elegido presidente y que, en años previos, había transgredido producto de un golpe de Estado, vulnerando su juramento tomado en la academia militar. Y es que el recién electo Comandante en su toma de posición, con saña, cinismo y dolo expresó: «Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mí Pueblo que, sobre esta moribunda Constitución (…)». Cabe señalar que, si «pensar es pensar contra alguien», en palabras de Gustavo Bueno[26], Chávez, conforme a una interpretación schmittiana, entabló una directamente una dialéctica amigo-enemigo[27], definiendo a quien iba a enfrentar y combatir, cual máximo hostis durante su dictadura soberana: Venezuela y sus instituciones, ya escasas y famélicas gracias a la partidocracia del consenso socialdemócrata[28], previamente instaurada.
Vale decir que, ésta afrenta se enarbola como la piedra angular que presagiaba una destrucción institucional, siendo sin duda una manifestación sui generis, desde lo político y simbólico, cuya expresión verbal pervertida quiebra el ordenamiento vigente, bajo la fórmula de un maledictus moderno, suerte de excomunión de quien para el momento no detentaba carácter alguno de autoridad —mucho menos moral y/o espiritual—, al ser un perjuro experto y consagrado en la realidad, sin embargo, avalado por la idea metafísica de la «voluntad general[29]» de Rousseau, esto es, de la presunta soberanía popular, un mito político[30].
En esta línea argumental, si continuamos con la interpretación de Agamben[31], aquel que rompe una fórmula sacramental, como es el juramento, entonces maldice —en el sentido que dice mal, expresa de mala forma, de manera incorrecta, imprecisa— y corrompe el acto mismo; a diferencia del que pronuncia la fórmula del juramento de manera correcta y bendice —dice bien—, dando validez y perfeccionando el acto a los ojos de Dios y los mortales. Hugo Rafael Chávez Frías se juramenta siendo ante todo un perjuro, deviniendo ulteriormente en blasfemo —mentiroso y falso—, hereje —contradiciendo e irrespetando los preceptos básicos dados por la Lex Fundamentalis— y claro apóstata de ella, renegando, abandonando y, en consecuencia, maldiciendo todas las instituciones políticas sobre las cuales pretendió erigirse dios, pero que para fortuna nuestra la existencia del dictador fue mortal y, en consecuencia, esclavo de lo temporal. No obstante, hoy no dudamos de que su maldición existe y persiste, y lo vemos día a día en cada tragedia que esconde en sí misma una frase falaz, producto del perjurio: «Chávez vive». Y es que, simplificando la cuestión, dictador es aquel que dicta —dictator est qui dictat—, por lo tanto, huelga señalar que Chávez, a modo de reflexión final, más allá de la ironía y, en honor a la verdad, fue un dictador que mandó dictando maldiciones.
[1] Freund, J. (1968). La esencia de lo Político. Madrid: Editora Nacional. Pág. 120 y ss.
[2] C. Marx y F. Engels (1973). Obras escogidas en tres tomos. Moscú: Editorial Progreso. Tomo I. Pág. 404 y ss.
[3] Juan Pablo II. (1986). Audiencia general. Vaticano: Librería Editrice Vaticana. Miércoles 24 de septiembre de 1986. Disponible en: http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1986/documents/hf_jp-ii_aud_19860924.html.
[4] «En el punto medio se encuentra entonces la distinción esencial (establecida en el cap. IV) que contiene el resultado del trabajo, puesto que trata de resolver una primera dificultad, que permite llegar por primera vez al concepto de dictadura mediante una explicación cientificojurídica: la distinción entre dictadura comisarial y dictadura soberana. Tal distinción constituye, teóricamente, la transición de la primitiva dictadura de la «Reforma» a la dictadura de la Revolución, sobre la base del pouvoir constituant del pueblo. En el siglo XVIII aparece, por primera vez en la historia del Occidente cristiano, un concepto de dictadura, según el cual el dictador permanece en realidad comisario, pero que, a consecuencia de la peculiaridad no del poder constituido, sino del poder constituyente del pueblo, es un comisario inmediato del pueblo, un dictador que dicta incluso a su comitante, sin dejar de legitimarse por él». Schmitt, C. (1968). La dictadura. Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente. Pág. 28-29.
[5] Decía Friedrich Engels en la introducción realizada a la tercera edición del ensayo de Marx, La guerra civil en Francia (1891): «Últimamente, las palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!». En: C. Marx y F. Engels (1980). Obras escogidas. Moscú: Editorial Progreso. Tomo II. Pág. 110.
[6] Sartori, G. (1992) Elementos de teoría política. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 66. El italiano expresa que, si la tiranía era la degeneración, propia de la monarquía (basileía), desde las formas de gobierno enunciadas por Platón, Aristóteles o Polibio, pues, «con el progresivo debilitamiento de la institución monárquica, y con la afirmación de las repúblicas era necesario un nombre distinto para designar la enfermedad de las repúblicas: y este nombre terminó siendo dictadura». Previamente en dicha obra Sartori comenta: «La diferencia parece reducirse a lo siguiente: la tiranía tiene un sabor anticuado, mientras que la dictadura es el término moderno; el primer término se aplica también a las monarquías, mientras que el segundo sólo a las repúblicas (salvo aparentes excepciones)». Pág. 69. Sobre los orígenes de la tiranía, se recomienda la obra de don Álvaro d’Ors, Ensayos de teoría política (1979). Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, S. A. Pág. 177 y ss.
[7] Schmitt, C. (1998). «El estado como concepto concreto vinculado a una época histórica». En: Veintiuno. Madrid: Revista de Pensamiento y Cultura. Otoño, No. 39. En este apartado, comenta el autor: «Hasta qué extremo el concepto de Estado se ha convertido para Europa en omnímoda idea ordinal se manifiesta, finalmente, en el hecho de que fuera posible convertirlo en el siglo XIX en concepto genérico aplicable a todos los tiempos y pueblos y en la concepción del orden político por antonomasia de la historia universal. Aun hoy en día, hay quien habla del “Estado antiguo” de los griegos y romanos en lugar de la polis griega o de la república romana, o se refiere al “Estado alemán de la Edad Media” en vez de al Reich, e incluso a los Estados de los árabes, turcos y chinos. De este modo, una forma concreta de organización especifica de la unidad política, enteramente vinculada a una época y condicionada por la historia, pierde su lugar en esta a la vez que su contenido típico. Con engañosa abstracción se la aplica a tiempos y pueblos totalmente diferentes proyectándola sobre formaciones y organizaciones de carácter completamente distinto. Es probable que esta enfatización del concepto de Estado elevándolo a la categoría de noción genérica de la forma de organización política de todos los tiempos y pueblos, acabe en un futuro próximo, cuando termine la época de la estatalidad». Pág. 70-71.
[8] Negro, D. (2018). «Los tres modos de la política». En: Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid: Año LXX, Número 95, Curso Académico 2017-2018. Pág.184.
[9] Cicerón, M. (1984). Sobre la República. Madrid: Editorial Gredos. Comenta el eminente jurista romano: «Ocurre empero, en la paz y el ocio como en una nave, y muchas veces también como en una enfermedad leve, que sueles descuidarte cuando nada temes. Pero como el que navega, al empezar de repente una tormenta en el mar, y aquel enfermo, cuando se agrava su enfermedad, imploran el remedio de una sola persona, así también nuestro pueblo, en tiempos de paz doméstica, se impone incluso a sus mismos magistrados: amenaza, recurre y apela; pero, en la guerra, obedece como si fuera a un rey, pues la seguridad puede más que el capricho. Y en las guerras más graves, quisieron nuestros antepasados que todo nuestro imperio estuviese en manos de magistrados únicos, sin colega, cuyo nombre demuestra ya el poder que tenían, pues se le llama dictador porque es impuesto, aunque en nuestros archivos ves tú, Lelio, que se le llamaba maestre del pueblo». Pág. 78.
[10] Schmitt, C. (1968). La dictadura. Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente. Pág. 33 y ss.
[11] Gallego, E. (2017). Representación y poder. Un intento de clarificación. Madrid: Editorial Dykinson. Pág. 14.
[12] Oakeshott, M. (2012). Lecciones de historia del pensamiento político. Volumen I. Desde Grecia hasta la edad media. Madrid: Unión Editorial. Pág. 240.
[13] García-Trevijano, A. (2010). Teoría pura de la república. Ediciones MCRC. Libro tercero. Pág. 4-5.
[14] Girard, R. (2005). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Editorial Anagrama. Pág. 300 y ss.
[15] González, L. (2020). «Tanatología política o sobre la política de la muerte» En: Somos Politólogos. Disponible en: https://somospolitologos.com/2020/08/15/tanatologia-politica-muerte/.
[16] Ayuso, M. (2006). «Las aporías de la democracia como forma de Estado». En: Verbo. Madrid: Fundación Speiro. No. 449-450. Pág. 785 y ss. Disponible en: https://fundacionspeiro.org/downloads/magazines/docs/pdfs/1014_las-aporias-de-la-democracia-como-forma-de-estado.pdf.
[17] Hobbes, T. (1980). Leviatán. Madrid: Editora Nacional.
[18] Hobbes, T. (1992). Behemoth. Madrid: Editorial Tecnos.
[19] Sieyès, E. (1991). El tercer estado y otros escritos de 1789. Madrid: Espasa Calpe. Pág. 212 y ss.
[20] Agamben, G. (2006). Homo sacer I: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos. Pág. 27. El autor italiano expresa: La paradoja de la soberanía se enuncia así: «El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico». Si soberano es, en efecto, aquél a quien el orden jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y ele suspender, de este modo, la validez del orden jurídico mismo, entonces «cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la Constitución puede ser suspendida «in toto» (Schmitt I, p. 37). La precisión «al mismo tiempo» no es trivial: el soberano, al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella. Y esto significa que la paradoja de la soberanía puede formularse también de esta forma: «La ley está fuera de sí misma», o bien: «Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley».
[21] Abouhamad, C. (2007). Anotaciones y comentarios sobre Derecho Romano. Tomo II. Universidad Central de Venezuela. Caracas: Ediciones de la Biblioteca. Pág. 386-387.
[22] Agamben, G. (2011). El sacramento del lenguaje: Arqueología del juramento. (Homo Sacer II, 3). Valencia: Pre-Textos. Pág. 67 y ss.
[23] «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción». Schmitt, C. (2009). Teología política. Madrid: Editorial Trotta. Pág. 13.
[24] Agamben, G. (2005). Estado de excepción: Homo sacer II, I. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora. Pág. 25.
[25] Aguiar, A. (2012). Historia inconstitucional de Venezuela (1999-2012). Caracas: Editorial Jurídica Venezolana. Pág. 82-83.
[26] Bueno, G. (1972). Ensayos materialistas. Madrid: Taurus Ediciones. Pág. 90
[27] «Enemigo no es pues cualquier competidor o adversario. Tampoco es el adversario privado al que se detesta por cuestión de sentimientos o antipatía. Enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo. Sólo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere eo ipso carácter público. Enemigo es en suma host is, no inimicus en sentido amplio; es Πολέμιος, no εχθρóς. A semejanza de lo que ocurre también en muchas otras lenguas, la alemana no distingue entre «enemigos» privados y políticos, y ello da pie a multitud de malentendidos y falseamientos. La famosa frase evangélica «amad a vuestros enemigos» (Mt. 5, 44; Le. 6, 27) es en original «diligite inimicos vestros», αγαπάτε τουσ εχθρούς υμών, y no «diligite hostes vestros»; aquí no se habla del enemigo político. En la pugna milenaria entre el Cristianismo y el Islam jamás se le ocurrió a cristiano alguno entregar Europa al Islam en vez de defenderla de él por amor a los sarracenos o a los turcos. A un enemigo en sentido político no hace falta odiarlo personalmente; sólo en la esfera de lo privado tiene algún sentido amar a su «enemigo», esto es, a su adversario. La cita bíblica en cuestión tiene menos que ver con la distinción política entre amigo y enemigo que con un eventual intento de cancelar la oposición entre bueno y malo o entre hermoso y feo. Y desde luego no quiere decir en modo alguno que se deba amar a los enemigos del propio pueblo y apoyarles frente a éste». Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 58-59.
[28] Negro, D. (2013). «La democracia partidocrática: ideología e instituciones». En: Verbo. Madrid: Fundación Speiro. No. 517-518.
[29] Rousseau, J. (2007). El contrato social. Madrid: Editorial Espasa Calpe, S. A. Pág. 55 y ss.
[30] Sobre los mitos en la política véase: García-Pelayo, M. (1981). Los mitos políticos. Madrid: Alianza Editorial. En relación con el contrato social y contractualismo en general como mito, véase el análisis de: Nieto, A. (2017). «Falsedades, ficciones y mitos políticos: el contrato social». En: Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid: Año LXIX, Número 94. Pág. 343 y ss.
[31] Agamben, G. (2011). El sacramento del lenguaje: Arqueología del juramento. Ob. Cit. Pág. 67 y ss.
FUENTE: Repúblicos.org / https://www.republicos.org/2021/03/el-juramento-y-la-maldicion-de-chavez.html