Cuando a pocos meses de su caída Adolfo Hitler ordena trasladar el Comando Central de las Fuerzas Armadas y la dirección de la guerra a Berlín, a alguno de sus generales del Estado Mayor se le antojó una ocurrencia que el Führer, ensordecido por el atentado del 20 de julio de 1944, no alcanzó a discernir, si bien retrataba con extrema crueldad la inminencia del hundimiento y su propia extinción, consumido y hecho cenizas por el fuego de su locura: "excelente idea la de instalarnos en Berlín"- le señaló a sus compañeros de armas.
"Así podremos desplazarnos del Frente Oriental al Frente Occidental en Metro". Alemania, cuyos dominios un sencillo caporal austríaco había extendido en algunos meses de guerra relampagueante – la famosa Blitzkrieg – miles y miles de kilómetros, desde el Atlántico hasta los Urales y desde el Báltico al Mediterráneo, no alcanzaba por entonces desde el frente del Este al del Oeste más de cien kilómetros de extensión: las tropas de Zuhjov estaban a 50 kms de Berlín. Las de Eisenhower ya amenazaban con llegar a la capital. "Esto se acabó", refunfuñó el Führer, cuando el 20 de abril, hecho un guiñapo, celebraba su quincuagésimo sexto aniversario en su tristemente célebre Bunker del Tiergarten. El delirio del milenario Tercer Reich se había reventado como un pompa de jabón. No duró con vida más de trece años.
Goebbels, más hitleriano que Hitler, no culpó por la debacle ni a los soviéticos ni a los aliados, que en un esfuerzo ciclópeo habían barrido con la ponzoña nazi de un extremo al otro de Europa y el Norte de África. "¿Qué se puede hacer con un pueblo cuyos hombres ni siquiera plantan cara cuando alguien viola a sus mujeres?" recriminaba el Gauleiter Goebbels a sus compatriotas, admitiendo con amargura a sus ayudantes, ese mismo día, que la guerra estaba irremediablemente perdida, no por culpa de Hitler sino porque el pueblo alemán le había fallado". En el colmo del cinismo, el segundo de a bordo quitaba de sobre los hombros del Führer la responsabilidad por el horror de una guerra brutal y descabellada, incluido el espanto del Holocausto:
"Todos los planes, todas las ideas del nacionalsocialismo son demasiado elevadas, demasiado nobles para un pueblo como ese..." reclamó indignado. "Ese pueblo merece el destino que le espera" – concluyó.
Pienso en esas monstruosas declaraciones mientras observo al gobierno de Hugo Chávez atenaceado entre la espada de las FARC y la pared de Walid Makled. Cuando el mundo se desmorona a su alrededor y su sueño de reconstruir la Gran Colombia termina con los cadáveres descuartizados y sanguinolentos de Raúl Reyes y el Mono Jojoy; Correa estrujando a quienes todavía lo respaldan con una avaricia digna de mejor causas para imponer un plebiscito con una escuálida y agonizante mayoría, Evo Morales con menos de un tercio del apoyo electoral que un día tuviera y Ollanta Humala renegando desesperado del incómodo y contraproducente respaldo del teniente coronel para ver si pellizca, por fin, la ansiada meta: pasar de ágrafo y analfabeta golpista militar a la presidencia que un día disputara el más ilustre de sus conciudadanos, el Nobel Vargas Llosa. Repetir, esta vez en el Perú, la lamentable y costosa hazaña de Hugo Rafael Chávez Frías.
Como esos recuentos alucinantes de la propia vida que según algunos acuden presurosos a la conciencia opaca y desfalleciente de los moribundos, Chávez repasará en su obligado descanso sus días de
gloria. Su atropellada y sanguinaria irrupción en los anales de la estulticia nacional a través de una rendija mediática de poco más de treinta segundos; su travesía por el desierto de la soledad de un país cuya racionalidad pendía de un hilo; su mendicidad de una pizca de atención de los medios cuando nadie daba un centavo por sus despojos; hasta el fulgor y la gloria de las elecciones con que una Nación enceguecida y apasionada se entregara en sus brazos, la guasonería con que humillara al tartamudeante anciano que lo juramentara ante una "moribunda Constitución", la insólita sumisión de un Congreso súbitamente enmudecido, la prepotencia infinita con que comenzara a triturar las tradiciones del país que se le rendía inerme.
Chávez, el mismo que hoy se desplaza en muletas y agradece con lágrimas en los ojos la impostura de un negociante de espectáculos que para levantarle el ego y obtener alguna granjería lo engaña
entregándole una guitarra supuestamente autografiada por la chica del calendario, comenzó a vivir los descuentos. Su decadencia motora somatiza su impotencia política. Ya no basta con la seducción de su arrullo, la fantasía de sus palabras, el vigor de sus promesas: ofrece con las manos vacías lo que no construyó con un millón de millones de dólares. Tirados a la estéril rueda de su fortuna. Más provecho le habrán sacado los Kirchner - ese par de estafadores que lo engatusaran -, a los cinco mil millones de dólares que les regaló, que él a los cientos de miles de millones que despilfarró. ¿De dónde sacará los millones que necesita para financiar el último viaje de un tren que ya lo dejó varado en la estación fracaso?
Vivimos el hundimiento de una muy costosa revolución de pacotilla, de una devastadora aventura de impostores, mafiosos y truhanes. De la conciencia de los mejores depende que el país avance con paso seguro hacia el futuro. Llegó la hora de la razón, llegó la hora de la grandeza.
FUENTE DEL TEXTO: Venezolanos en Linea
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Artículo ilustrado por: Alberto Rodríguez Barrera