El problema militar
IV
Fernando Ochoa Antich
Al día siguiente de la audiencia del general Peñaloza con el presidente Pérez, a la
cual lo acompañé, se conoció públicamente la designación del general de
división Pedro Rangel Rojas, como nuevo Comandante del Ejército. Ese
nombramiento me creó cierta incertidumbre al no ser designado para ocupar
ningún cargo. Mi situación se hizo aún más difícil después del discurso del
general Peñaloza en el acto de transmisión de mando: su intervención constituyó una severa crítica al sistema
político imperante. En el transcurso de esa semana se conocieron los nombres de
los nuevos miembros del Alto Mando: vicealmirante Elías Daniels Hernández,
Inspector General; general de división Iván Jiménez Sánchez, Jefe del Estado
Mayor Conjunto; vicealmirante Ignacio Peña Cimarro Comandante de la Armada;
general de división Eutimio Fuguet Borregales, Comandante de la Aviación; general
de división Freddy Maya Cardona, Comandante de la Guardia Nacional.
Sorprendentemente, el presidente Pérez no tomaba ninguna decisión sobre la
designación del nuevo ministro de la Defensa. Sin embargo, la opinión pública
comentaba que el próximo ministro sería el general de división Carlos Santiago
Ramírez. Un análisis de los nombramientos reforzaba ese comentario. También fue
designado el general de división José de la Cruz Pineda, director de
Inteligencia Militar. Su cercanía al general de división Manuel Heinz Azpúrua,
quien fue designado director de la DISIP, fortaleció significativamente el área
de Inteligencia, la cual había sido gravemente debilitada en la gestión
del general Herminio Fuenmayor.
El 24 junio, después del desfile en el campo de Carabobo,
llegué a mi casa cerca de las 7 p.m. Una media hora más tarde, recibí una
llamada del presidente Pérez. Me saludó con amabilidad y me ordenó trasladarme
a Miraflores. De inmediato me recibió en su despacho. Después de sentarnos, la
conversación se orientó sobre algunos problemas generales de las Fuerzas
Armadas. De repente, me comunicó que había decidido nombrarme ministro de la
Defensa. Se lo agradecí con sinceridad y afecto. Era, sin duda, un importante
reto profesional. La situación de la Institución Armada era muy complicada.
También lo eran las circunstancias políticas nacionales. Comprendí de inmediato
que el objetivo fundamental de mi acción ministerial tenía que ser la recuperación
de la unidad interna de nuestra organización, a través de un diálogo
fluido con todas las generaciones militares. Consideré que para lograrlo era
necesario enarbolar tres banderas: la lucha contra la corrupción, el
fortalecimiento del apoliticismo militar y el respeto a los méritos
profesionales. El ataque en contra del gobierno del presidente Pérez, a través
de los medios de comunicación, era inclemente. El aspecto que más producía inquietud en
los sectores populares y en las propias Fuerzas Armadas era el alto costo de la
vida. La inflación había alcanzado el 80 % al aplicarse el Plan de Ajuste
Económico en 1989 y se mantuvo en 30 % en los años subsiguientes.
La política que establecí empezó a tener un
positivo impacto en el personal profesional de las Fuerzas Armadas y en la
opinión pública. También incentivé entre los cuadros la certeza de que mi
despacho se encontraba siempre dispuesto a atender cualquier problema
grave y urgente que confrontara algún miembro de la organización sin
importar su grado militar. En las audiencias me di cuenta de la complicada situación
personal que generaba el proceso inflacionario. Conversé con el presidente
Pérez sobre este asunto y él me autorizó para que discutir con el doctor
Miguel Rodríguez, ministro de Planificación, un incremento de los sueldos. Lo
consideró posible y conveniente. Se iniciaron los estudios que concluyeron en
un nuevo incremento salarial. Al mismo tiempo ordené la apertura de la
averiguación sumarial correspondiente sobre aquellos contratos que presentaban
presuntas irregularidades. También me inhibí de asistir a actos oficiales que
no fueran exclusivamente de carácter militar. Lamentablemente, el rumor de la
existencia de una conspiración se mantenía y era incentivado de manera
permanente por los medios de comunicación. Esta realidad me condujo a reorganizar
la dirección de Inteligencia Militar, con la colaboración del general José de la Cruz Pineda,
orientándola exclusivamente a controlar el funcionamiento de las Fuerzas
Armadas.
El 20 de enero de 1992 hubo una reunión del Alto
Mando Militar con el presidente Pérez, la cual fue solicitada por el general
Manuel Heinz Azpúrua, director de la DISIP. En esa reunión se analizaron
largamente los constantes rumores sobre una posible sublevación militar. El
general Heinz le entregó al presidente Pérez un documento que resumía las
informaciones que la DISIP había logrado obtener sobre ese asunto. El
presidente Pérez ordenó realizar una investigación más detallada sobre esos
rumores e insistió en que deseaba tener una mayor información a su regreso de
Davos, pero que no se tomara ninguna medida hasta que él regresara. Me
entregó el documento en cuestión. Al día siguiente hubo una reunión de la Junta
Superior de las Fuerzas Armadas para analizar dicho informe. En él se resumía
un conjunto de indicios, pero no se presentaban pruebas suficientes en contra
de ninguno de los oficiales mencionados. Se decidió incrementar el esfuerzo de
Inteligencia e informar a los comandantes de Grandes Unidades de todas las
Fuerzas. Por mi parte, llamé al ministerio de la Defensa al teniente coronel
Hugo Chávez Frías. En algunas de sus declaraciones ha recordado esa
conversación conmigo. Su actitud fue muy respetuosa. Me insistió en que
todo lo que se decía eran las mismas calumnias de siempre. Sin embargo, fui muy
enfático en advertirle que de continuar esos rumores sería reemplazado del
comando del Batallón “Briceño”.
De las entrevistas que realicé a los oficiales
comprometidos en la conspiración militar del 4 de febrero de 1992 y de algunos
de sus escritos, antes de escribir mi libro “Así se rindió Chávez”,
publicado por El Nacional en el año 2007, pude concluir que un número
importante de ellos había empezado a argumentar
distintas razones para no insurreccionarse al acercarse la posible fecha
del alzamiento. Uno de ellos fue el mayor Raúl Isaías Baduel. Con sinceridad le
informó a los jefes del movimiento que no se alzaría por considerar que la
insurrección militar no estaba suficientemente preparada para lograr su
objetivo. El alzamiento debía
realizarse antes del 15 de febrero de 1992. Hugo Chávez
conocía que su batallón iba a ser enviado a la frontera con Colombia. Además,
estaba convencido de su posible relevo del comando del batallón Briceño. Uno de
los aspectos más delicados que hizo titubear a Hugo Chávez, en el momento de
tomar la decisión para el alzamiento, fue la incapacidad que presentó la célula
conspirativa de la Aviación, conformada por los tenientes coroneles Luis Reyes
Reyes y Wilmar Castro Soteldo, para controlar la Base “Libertador”.
Consideraron que no era posible sin
tomar en cuenta en dicha conspiración al general Efraín Visconti Osorio.
En la noche del 2 de febrero se reunieron Hugo Chávez y Luis Reyes Reyes con el general Visconti. Los
escuchó con atención, pero al final del planteamiento realizado por Hugo
Chávez, consideró que en un tiempo tan corto era imposible insurreccionar a la
Aviación. Se comprometió a hacer lo posible para disminuir su eficiencia operativa. Continuaremos…
Caracas, 22 de enero de 2017
fochoaantich@gmail.com
Twitter: @FOchoaAntich