«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» (Juan 8:4-5)
Al principio Jesús no hizo caso de aquel grupo de fariseos e inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Jesús se toma su tiempo. Se impacientan los acusadores. Se incorporó y empezó a mirar a todos y cada uno de los acusadores. Era una mirada lúcida, penetrante. Avergonzados, cerraban los ojos. Quería saber hasta dónde llegaba su dureza, su falsedad, su ceguera.
Y les dijo: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. Al oír estas palabras, los denunciadores de la mujer “acusados por su conciencia” fueron retirándose, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores, nadie te ha condenado?”. Ella le respondió: “Nadie, Señor”. “Yo tampoco te condeno mujer”. “Vete, y no peques más”.
¡Qué distintos son los pensamientos de Dios al de los hombres! ¡Que sorprendente la actitud de respeto que Jesús tuvo hacia aquella mujer. Jesús tiene delante a una mujer pecadora, despreciada y condenada por los judíos. Jesús no avergüenza a aquella mujer, ni le reprocha su conducta. Ve en ella una persona débil, una persona despreciada. Por eso sus palabras le hacen pasar de la condena al perdón.
Los escribas y fariseos, con el corazón lleno de hipocresía, presentan a Jesús a la mujer adúltera. Tenían motivos suficientes para acusarla, la habían sorprendido en un delito y sabían cual era la pena (Levítico 20,10) Quieren enfrentar a Jesús con la ley. Pero, en verdad no les importa la mujer, a quien quieren juzgar es a Jesús; era sólo un pretexto, para sus fines. Olvidaban que la persona que estaba enfrente de ellos no sólo era verdadero Hombre sino verdadero Dios. Jesús rompe el silencio y desenmascara la hipocresía de aquellos hombres a los que hace sentirse tan pecadores como la mujer. Ante sus palabras, los que querían apedrear a la adúltera huyen. Se van retirando uno a uno llenos de cobardía, avergonzados y abochornados con la certeza de que no eran dignos de presentarse ni como acusadores ni como jueces. La mujer necesitaba no eran piedras sino alguien que le ayudara y le ofreciera la posibilidad de vivir con dignidad. En aquella mujer estamos representados todos nosotros, que somos pecadores. Jesús nos dice también: “Yo no os condeno. Os perdono. No pequéis más”.
Antes de arrojar piedras contra nadie hemos de saber mirar y juzgar nuestro propio pecado.
José también se enteró de que su mujer estaba embarazada y no era de él. ¿Qué podría pensar José de María? ¿Que tenía que ser condenada y morir apedreada porque había sido infiel? Sin embargo José decide abandonarla en secreto, lleno de dolor, sin comprender, pero respetando algo que va más allá de si mismo: La misericordia de Dios.
Somos tan dados a condenar lo que hacen los demás; a descalificar al prójimo; a reprochar los defectos ajenos. ¡Que falta de misericordia de tantos!, que ante el mal sólo tiene palabras condenatorias. ¡Que pobre la justicia humana! sólo busca ajusticiar y condenar, nunca, de devolver la dignidad, de crear espacios para que las personas se rehabiliten. Así es Jesús, se opone a una ley inhumana, de enjuiciamientos y las condenas fáciles de la gente.
La oración! No la dejes nunca por nada. Ella da brillo a tus ojos, ardor a tu corazón, fuerza a tu voluntad. Persevera todos los días, sin desistir y Dios te escuchará.
Afectuosamente, Imperfecto.
VINICIO GUERRERO MENDEZ
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