UN
PADRE LLAMADO JOSE
(Con mucho cariño en el día del Padre)
Vinicio Guerrero Méndez
Y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había
lugar para ellos en el mesón.
(Lucas
2:7)
Aconteció en aquellos días que se promulgó un edicto
de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer
censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria.
Era ya muy de tarde y andado muchas horas de camino,
José guiaba a la mula bajo un cielo despejado que empezaba a cargarse de
estrellas. María dormitaba a lomos de la
mula, su rostro sereno con inconstantes gestos
de dolor contraían sus entrañas. Belén se divisaba a pocas millas. José
recorrió ese corto trayecto sumido en miles de pensamientos dispares que
surcaban en su cabeza. Pensaba qué inoportuno había sido el edicto de César
Augusto sobre la obligación de empadronarse, obligándoles así a él y a su mujer
a semejante viaje justo cuando ella parecía estar presta a romper aguas en
cualquier momento.
A pesar de todo, José no estaba seguro
de estar
preparado para esto. Admitía que María llevaba en
su vientre la obra de Dios. Consideraba que ella si era la persona más idónea de la Tierra
para acoger en su seno el Mesías. Ella sí que es una criatura de Dios. Más él,
lejos de sentirse honroso y dichoso, más bien le parecía una enorme
responsabilidad ya que ni siquiera se llevaba bien con su vecino ¿Qué se podía esperar entonces de un hombre que tiene más
fallos y defectos que virutas en su taller?
Mientras pensaba María abrió los ojos, despertada por
el leve tropiezo de la mula con una piedra. Ella se llevó las manos al vientre
pensando que había sido un movimiento del niño. En seguida y a pocos pies de distancia, José logra ver el
letrero de una vieja posada y acercándose llama y pide una habitación con vanos
resultados; el posadero solo puede ofrecerles el establo.
En virtud de la noticia, el pensamiento de María se
volvió frío y angustiado y esta vez sí que se movió el niño en su vientre.
Tenía miedo, le avergonzaba reconocerlo, pero tenía miedo. Nunca había dejado
de confiar ciegamente en un Dios tan real para ella en su propio vientre, a pesar de eso, tenía
miedo.
José la ayudó a bajar de la mula, la acomodó en un
improvisado lecho de paja. La respiración de ésta ya era bastante fuerte y el
sudor comenzaba a resbalar por su frente y sus mejillas. El humilde y sudoroso José tuvo que hacerlo todo: ir por paños húmedos, acomodar a María, ayudar a
salir al niño, cortar el cordón umbilical, limpiarlo. Nadie se lo había
enseñado, todo lo tuvo que aprender esa misma noche con premura. Cierto que
María le había ido indicando la mayoría de las cosas, pero él nunca había hecho
antes tales trabajos, sólo trabajar la madera, como ese pequeño cajón cuya
función antes de improvisarlo como pesebre para depositar a tan frágil
criaturita era servir para alimentar a las bestias.
Maria en tan angustioso momento siente haber superado
el miedo al parto. Toma un fuerte respiro mientras José con gran determinación
y nerviosismo le ayudaba a superar el miedo hasta que finalmente recibía en sus amorosas manos el
angelical cuerpecito del niño Dios a los acordes de un significativo llanto seguido
de una angelical sonrisa una vez
vislumbro éste el tierno rostro de José tras su tupida barba que iluminaba el
lugar.
¡Feliz día del Padre!
La oración! No la dejes nunca por nada. Ella da brillo a
tus ojos, ardor a tu corazón, fuerza a tu voluntad. Persevera todos los días,
sin desistir y Dios te escuchará.
Afectuosamente,
Imperfecto.
VINICIO
GUERRERO MENDEZ