Holanda es un país cuyas tierras se encuentran bajo el nivel del mar. Unas gruesas paredes llamadas diques impiden que las aguas del mar del Norte penetren tierra adentro y lo inunden todo. Durante siglos los holandeses han trabajado duro para mantener la seguridad de los muros y así conservar su país seco y a salvo. Hasta los niños más pequeños saben que los diques deben estar vigilados permanentemente porque un agujero del tamaño de un dedo puede ser muy peligroso.
Hace muchos años vivía en Holanda un muchacho llamado Peter. Su padre era uno de esos trabajadores que controlan las esclusas, es decir, las compuertas de los diques. Las abría y las cerraba para que los barcos pudieran pasar de los canales al ancho mar.
Una tarde de principios de otoño, cuando Peter contaba ocho años, su madre le llamó mientras jugaba.
—¡Ven, Peter! —le dijo—. Cruza el dique y lleva estos pasteles a tu amigo, el hombre ciego. Si te apresuras y no te entretienes jugando, estarás de vuelta antes de que oscurezca.
Al chico le alegró mucho ese recado y partió con el corazón alegre. Se quedó un rato con el ciego, le contó los detalles de su paseo por el dique y le habló del sol, las flores y los barcos que navegan por el mar. De repente recordó que su madre deseaba que volviera antes del anochecer, se despidió de su amigo y emprendió el regreso.
Caminando por el borde del canal, observó que la lluvia había hecho subir el nivel de las aguas, que golpeaban el lado del dique. Entonces se acordó de su padre y de las compuertas.
—Me alegro de que sean fuertes —se dijo a sí mismo—. Si se abrieran, ¿Qué sería de nosotros? Estos hermosos campos quedarían anegados. Papá siempre habla de las «aguas furiosas». Supongo que cree que están enfadadas con él por mantenerlas a raya tanto tiempo.
De regreso, se paraba de vez en cuando a recoger las pequeñas y hermosas flores azules que crecían cerca del camino o a escuchar el suave corretear de los conejos sobre la hierba blanda. Y no podía evitar una sonrisa al pensar en su visita al pobre anciano que, ciego, tenía tan pocas satisfacciones y que tanto se alegraba siempre de verle.
De pronto se dio cuenta de que el sol ya se ponía y que la oscuridad iba creciendo.
«Mamá me estará esperando», pensó, y empezó a correr hacia su casa.
Justo entonces oyó un ruido. ¡Era el sonido de un goteo! Se detuvo y miró hacia abajo. Había un pequeño agujero en el dique por el que fluía el agua.
A todo niño holandés le asusta pensar que se abra una grieta en el dique.
Peter en seguida se dio cuenta del peligro. Si el agua sale por un diminuto agujero, éste se iría ensanchando y todo el país se anegaría. Lanzó su ramo de flores, descendió hasta la base del dique e introdujo el dedo en el pequeño agujero.
¡El agua cesó de fluir!
—¡Oh! —se dijo—. Las aguas furiosas no pueden pasar. Puedo contenerlas con mi dedo. Holanda no se inundará mientras yo esté aquí.
Al principio todo iba bien, pero el frío y la oscuridad no tardaron en aparecer. El muchacho no cesaba de gritar:
—¡Venid, venid aquí! —chillaba. Pero nadie le oía ni acudía a ayudarle.
El frío se hizo más intenso, el brazo le dolía y lo sentía rígido y entumecido. Volvió a gritar:
—¿Es que no va a venir nadie? ¡Mamá, mamá!
Su madre le había estado buscando ansiosamente por el camino del dique desde la puesta de sol repetidas veces, y finalmente había cerrado la puerta de la granja pensando que Peter se habría quedado a pasar la noche con su amigo ciego. Al día siguiente le daría una buena reprimenda por no haberle pedido permiso para dormir fuera de casa.
Peter trató de silbar, pero los dientes no paraban de castañetearle por el frío. Pensó en su hermano y en su hermana, que estarían bien calentitos en la cama, y en sus queridos papá y mamá.
«No puedo dejar que se ahoguen —pensaba—. Debo permanecer aquí hasta que venga alguien, aunque tenga que quedarme toda la noche.»
La luna y las estrellas contemplaban al niño acurrucado sobre una roca al lado del dique. Tenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados, pero no dormía, ya que de vez en cuando se frotaba la mano que detenía al mar embravecido.
«Debo permanecer aquí como sea», pensaba. Y allí se quedó toda la noche para que no entrara el agua.
Por la mañana temprano, un hombre que se dirigía a su trabajo por el dique oyó un gemido. Se inclinó sobre el borde y vio a un niño arrimado al lateral del gran muro.
—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿Te has hecho daño?
—¡Estoy frenando el agua! —chilló Peter—. ¡Avise que vengan todos rápidamente!
La alarma se extendió. La gente vino corriendo con palas y el agujeró no tardó en ser reparado.
Llevaron a Peter a casa de sus padres y pronto todo el pueblo se enteró de cómo, aquella noche, les había salvado la vida. Desde aquel día, nunca han olvidado al pequeño héroe de Holanda.
CUMANÁ, 12-03-2021
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