Si me estrujo un poco la cabeza, encuentro razones para estimar que muchas cosas no van del todo bien, pero no para la desesperanza ni para el pesimismo agudo. Los principales fusibles de la organización sociopolítica colombiana están en su lugar, a diferencia, digamos, de Venezuela, Nicaragua o Cuba, para hablar solo de los regímenes dictatoriales de este continente.
Dada mi larga entrada en el sexto piso podría morir mañana —pienso en Julio Paredes, un amigo menor que yo al que poco veía y que falleció hace una semana—, si bien nada indica que estoy ad portas. Mis achaques, por fortuna, son manejables.
La memoria me juega malas pasadas, mi distracción es corriente y sufro de una indudable pobreza en algunos aspectos de mis relaciones sociales —con frecuencia tú no saludas, no te preocupas por tus seres queridos lo suficiente, repites demasiado las cosas—, lo que pone en evidencia mis muchas carencias, si bien no siento “pasos de animal grande”, como se dice por ahí. Incluso y de manera muy lenta, he ido arreglando varias de mis falencias más notorias. El cambio, claro, lo noto yo antes que los demás, pero algo es algo.
La función de la fantasía, que fue crucial en mi trayectoria, ha menguado bastante. ¿Soy menos optimista que hace 20 años? Sospecho que sí, así no pueda decir que las ambiciones que a casi todos nos mueven en la vida hayan mermado tanto en la mía. Tal vez veo las frutas más arriba en el árbol o estimo que la escalera para alcanzarlas está más distante.
Hay que aceptar que la influencia que uno tiene sobre la gente, incluso de ideas afines, es limitada. La vieja argumentación racional parece que hoy no vuela bien. Muchos defienden con furor cosas que se desbaratan solas. Un par de ejemplos: hay quien diga, por ejemplo, que la derecha podría arrasar en Colombia en 2022 y que todo debe orientarse a evitar este desenlace. El desprestigio de Duque, el reiterado bajón del uribismo en las encuestas, esas cosas al parecer no cuentan. Del otro costado del espectro, se argumenta que el dato crucial son las hectáreas de coca sembradas en Colombia, no las toneladas de cocaína que al final llegan a su destino con una rentabilidad inmensa, como analizaría el asunto cualquier estudiante de Economía de pregrado. Siempre ha habido la misma irracionalidad intransigente, aunque antes trascendía menos.
En fin, el mundo va por donde se le da la regalada gana, según su costumbre. A veces en la juventud uno se hace la ilusión de que esos rumbos se pueden torcer. Claro que no es así. Aquí y allá a un individuo se le da forzar un viraje en el destino colectivo, pero al resto de mortales no suelen consultarnos sobre los dilemas trascendentales. Valga otro ejemplo, el infortunio asalta con frecuencia al comienzo de la vida, diga usted, a las mujeres afganas que nacieron en este siglo.
Ahora bien, mi hábitat es Colombia, no las abruptas montañas de Asia central. Aquí, gane quien gane en 2022, veo limitadas las posibilidades de que se impongan quienes podrían intentar demoler las instituciones. ¿Garantías de ello? Ninguna. Justamente el mundo nunca da garantías de nada. Eso no hace parte de su modo de ser.
FUENTE: EL ESPECTADOR /
https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/andres-hoyos/un-alto-en-el-camino/