La lenta muerte del castrismo
Fernando Mires
Lunes, 26 de julio de 2010
Miremos hacia la Cuba de hoy: un Fidel canceroso y senil. Un Raúl
que se sujeta en las sotanas de curas católicos para no caer
definitivamente en el abismo
Prólogo al libro “Castrismo y Socialismo”- “Crítica a los
fundamentos del socialismo siglo XXl” escrito por Jaime Benson, Profesor
Catedrático en el Departamento de Economía en el recinto de Río
Piedras, Universidad de Puerto Rico.
Como si fueran tocados por una vara mágica para que aparezcan justo
en el momento preciso, hay libros que traen consigo el extraño signo de
la oportunidad. Es el caso del libro del profesor de la Universidad de
Puerto Rico, Jaime Benson, libro titulado “Castrismo y Socialismo” y
cuyo subtítulo es “Los fundamentos del socialismo del siglo XXl”. De
acuerdo al autor, el llamado socialismo del siglo XXl no significa
ningún aporte teórico; no trae consigo nada nuevo; no es más que la
prolongación del castrismo del siglo XX hacia el siglo XXl.
De ahí que no deja de ser muy interesante mencionar que el libro al
que hago referencia y que me honro en prologar ha sido terminado justo
cuando está finalizando una historia que atravesó y marcó todo el
universo latinoamericano: la tortuosa historia de la revolución cubana.
1. Miremos hacia la Cuba de hoy: un Fidel canceroso y senil. Un Raúl
que se sujeta en las sotanas de curas católicos para no caer
definitivamente en el abismo. Una Habana maloliente, destartalada y
maltratada, pero sobre todo, emputecida y violada. Cientos de presos
salidos de cárceles infernales, negociados a cambio de un puñado de
dólares que permitan respirar algunos minutos más a los esbirros del
régimen. Prisioneros en mortales huelgas de hambre. Mártires de la
democracia. Blogueros valientes, inclaudicables. Mujeres vestidas de
blanco. En fin, todo eso, y muchos más, son los símbolos precisos de la
lenta muerte de un sistema social injusto, de una dictadura implacable,
de un error histórico cuyas magnitudes son muy superiores al tamaño de
la hermosa Isla.
La dictadura del los Castro agoniza, y el problema para Raúl y sus
secuaces es como saltar hacia el otro lado del abismo, o lo que es
parecido: como realizar una transición económica desde el comunismo
salvaje hacia el capitalismo social de mercado, salto mortal que llevará
más temprano que tarde a otro salto aún más mortal: el salto que va
desde una sangrienta dictadura militar hacia una democracia moderna.
Ambos saltos son muy superiores a las fuerzas de Raúl y los generales
que lo siguen. De ahí que en estos momentos de triste agonía, Raúl y
los suyos contemplan el otro lado del abismo, hacen como que van a
saltar y luego dan un paso atrás, aterrados. Quizás Chávez, el adalid
del socialismo del siglo XXl -remedo venezolano de ese remedo cubano que
no era más que un remedo soviético- pueda mantenerlos intubados un
tiempo más. Quizás para Raúl y los suyos el problema no es sobrevivir
sino simplemente retardar el momento de la muerte final.
Cuba no muere, pero en Cuba más de algo está muriendo. Y, por lo
mismo, naciendo. Tal vez algún día Pablo Milanés hará un canto a lo que
está naciendo. Pero por el momento nadie sabe lo que es. En cualquier
caso, después de haber leído el magnífico libro escrito por Jaime Benson
tengo la impresión de que ese “algo” que muere (y que nace) es más que
el fin de uno de los últimos regímenes exponentes del “socialismo real”.
2. Por supuesto, en Cuba muere uno de los últimos exponentes del
socialismo real. Y lo peor, muere antes de haber nacido, y si seguimos
con atención los capítulos “económicos” (sobre todo los dos primeros del
texto) del libro de Jaime Benson, tendríamos que decir que, además,
muere antes aún de haber sido concebido. En ese punto el destino de Cuba
no se diferencia demasiado del que corrieron los regímenes satélites de
la URSS después de la caída del imperio soviético. Todos perecieron en
medio de un socialismo imaginado por las correspondientes dictaduras
como fase inferior del comunismo, periodo de supuesta transición hacia
la sociedad perfecta, fase que constituye uno de los objetos preferidos
del análisis de Benson.
No está de más recordar que todas esas economías del pasado reciente
llamadas socialistas obedecían las líneas de un plan llamado de
transición; por lo general, de una doble transición, a saber: la
transición del capitalismo al socialismo y la transición del socialismo
al comunismo. Parodiando a Trotsky quien postuló la tesis de la
revolución permanente, podríamos decir que las dictaduras comunistas se
orientaron de acuerdo a la tesis estalinista de la “transición
permanente”.
El mismo término “socialismo real” quería significar que ese
socialismo que imperaba en esas naciones era el “hasta ahora” posible,
parte de una transición que alguna vez iba a terminar en el socialismo
sin transición: el comunismo total, el fin de la historia, el más allá
de todo más acá.
La ideología del socialismo como transición permanente cumplía, a su
vez, el objetivo de justificar a las más diferentes perversiones
políticas de nuestro tiempo.
De todas esas perversiones quizás la más perversa era y es la
perversión dictatorial pues hasta ahora nadie ha sabido de un proceso de
construcción del socialismo que haya sido realizado en términos
democráticos.
La dictadura socialista -y ese es el punto que diferencia a las
ideologías comunistas de las ideologías socialistas democráticas- no
significa sólo una ruptura con la democracia sino que es, o nos ha sido
vendida, como “una necesidad histórica” ; una etapa que hay quemar para
acceder a la siguiente. Una necesidad, es decir, un medio del que se
sirve la historia en ese camino que culminará, de acuerdo a la ideología
marxista, en la realización del comunismo: “fase superior del
socialismo”
Efectivamente, el marxismo es la única ideología de nuestro tiempo
que justifica e incluso exalta a la dictadura como el mejor sistema de
dominación política posible. Esa, y no otra, es la razón por la cual
tantos dictadores han sido atraídos por la ideología marxista aún sin
haberse dado el trabajo de leer a Marx (como confesó una vez Castro y
como confesó recientemente el “neo-marxista” Chávez). Es decir, mientras
los dictadores no socialistas, desde Trujillo a Pinochet niegan ser
dictadores, los dictadores socialistas no solamente no niegan la
existencia de sus dictaduras sino, además, las enaltecen como partes de
una fase “científicamente” programada, destinada a realizar la
(infinita) transición que se extiende desde el capitalismo al comunismo.
En ese punto Karl Marx tiene más de alguna culpabilidad.
En el Manifiesto Comunista, así como en sus breves trabajos
destinados a comentar los luctuosos acontecimientos que dieron lugar a
la Comuna de París, Marx, llevado por su innegable ímpetu literario,
utilizó, y más bien como metáfora, el concepto de dictadura pero no para
referirse a un régimen político determinado sino a una estructura
socioeconómica dividida en clases sociales: la dictadura de la clase
capitalista sobre la clase proletaria. Luego -según Marx- la revolución
socialista (o comunista) debería invertir los términos y en lugar de la
dictadura de la burguesía, establecer la dictadura de la clase obrera:
“la dictadura del proletariado”. El audaz Lenin, a su vez, desvió el
sentido literario del concepto de Marx y otorgó al concepto de
“dictadura” un significado supuestamente “científico” escribiendo
incluso una apología a “la dictadura del proletariado” en ese panfleto
que encandiló la mente de Chávez titulado “El Estado y La Revolución”.
El mismo Lenin -sin duda uno de los más eximios manipuladores
ideológicos de la modernidad- se las arregló después para concebir una
“dictadura del proletariado” sin proletariado, esto es, una dictadura
del Partido del Proletariado. El “gran aporte” del castrismo al
marxismo- leninismo fue, a su vez, concebir una dictadura militar en
nombre del partido, en nombre del pueblo, en nombre de todo: “la
dictadura del militariado” que eso fueron y son las diversas dictaduras
tercermundistas que ha asumido el socialismo como ideología de
transición perpetua, siniestra familia a la que pertenecen Gamal Abdel
Nasser en Egipto, Muammar al-Gaddafi en Libia, Sadam Husein en Irak,
Baschar Assad en Siria, Robert Mugabe en Zimbawe, Fidel Castro en Cuba y
tantos otros dictadores “socialistas” de la modernidad tardía.
Los ilustres personajes nombrados tienen, además de la ideología
socialista, algo muy en común. Todos han sido dictadores en naciones
inmersas en esa creación politológica europea llamada Tercer Mundo.
3. De acuerdo a las casi siempre arbitrarias denominaciones
geopolíticas de la Guerra Fría, el primer mundo estaba formado por las
economías capitalistas altamente desarrolladas, el segundo por el mundo
comunista y el tercero por todo aquello que sobraba, sobre todo en
África y en América Latina. El Tercer Mundo era, en efecto, el mundo
destinado a ser repartido entre los otros dos mundos.
En algunas naciones de ese “resto del mundo” que era el tercero,
tuvieron lugar revoluciones anticoloniales de liberación nacional que,
al recibir apoyo soviético, entraron como clientes a formar parte del
imperio dirigido desde Moscú. De ahí que el mundo comunista se dividía
en tres esferas: 1. la del núcleo imperial formado por Rusia y las
naciones anexadas durante el periodo Lenin- Stalin 2. Las llamadas
“democracias populares” en la Europa del Este, y 3. Los “socialismos
tercermundistas”.
La Cuba castrista gozaba de un doble status. Por una parte era una
“democracia popular” con todos los derechos y deberes que esa
denominación implicaba, y por otra, era un “socialismo del Tercer Mundo”
al estilo sirio o iraquí. De acuerdo a ese segundo status, Fidel Castro
intentó continuamente perfilarse como un líder del Tercer Mundo,
primero en contra de la URSS (periodo guevarista) y cuando eso ya no fue
posible, al servicio de la URSS. Es en ese marco donde deben entenderse
las aparentemente absurdas intervenciones de las tropas cubanas en
países africanos, las intervenciones ideológicas en el Chile de la
Unidad Popular, y la ocupación de puestos claves (económicos y
militares) en la Venezuela de Chávez. El castrismo ha sido y es
radicalmente intervencionista.
Ahora bien, después del derrumbe del “segundo mundo”, el comunista,
el concepto de Tercer Mundo ha perdido toda relevancia ideológica. Hoy
sirve sólo como metáfora para designar a las naciones pobres de la
tierra, que son muchas. Sin embargo, después de la caída de la URSS y
del fin de las “democracias populares” continuaron existiendo como
islotes separados de contextos políticos y territoriales, diversos
“socialismos” del Tercer Mundo. El más importante de todos, China, ya no
pertenece ni al Tercer Mundo ni mucho menos al socialismo. Por el
contrario, es una de las principales potencias capitalistas de la tierra
y, como muchos economistas opinan, la verdadera locomotora del mercado
mundial. Otras naciones “socio-tercermundistas” como Vietnam, han pasado
a formar parte del ágil y agresivo capitalismo sudasiático,
incorporando además en sus gobiernos formas avanzadas propias a las
democracias occidentales. De ahí que del antiguo socialismo del Tercer
Mundo queda muy poco. La nación más relevante, no por su economía sino
por sus arsenales atómicos, es Corea del Norte. En el mundo árabe
perviven todavía algunos reductos socio-tercermundistas (Libia, Siria,
Sudán) pero no son más que despojos de lo que alguna vez fue el
ambicioso proyecto “nasserista” destinado a desarrollar un socialismo
árabe, militar y laico bajo el amparo del imperio soviético.
Las pocas dictaduras socio-tercermundistas que todavía subsisten son
muy similares entre sí. En todas gobierna el Ejército bajo el mando de
algún cruel y anciano caudillo. En todas prima el más aterrador atraso
económico y cultural, y en todas aumentan las cárceles donde van a parar
no sólo quienes piensan distinto al régimen, sino los que simplemente
piensan. Se trata, está de más decirlo, de dictaduras agónicas, y tarde o
temprano, como ya está ocurriendo en la Cuba castrista, desaparecerán
de la faz de la tierra, o como ya ocurre en el caso árabe, serán
tragadas por otros proyectos históricos como por ejemplo, el islamista.
Mas, como acontece en el caso castrista, la muerte de esas dictaduras
socialistas suele ser lenta, muy lenta.
Esas dictaduras –y en este punto tiene razón Jaime Benson- son el
verdadero rostro del “socialismo del siglo XXl”. Es que no hay más;
definitivamente no hay más.
El proyecto chavista visto desde esa perspectiva no es otra cosa que
el último intento castrista para sobrevivir en América Latina. Pero la
lenta muerte del castrismo arrastra consigo al chavismo. Sin un proyecto
como el castrista, que ya casi no existe, el gobierno militar de Chávez
– siempre que la ciudadanía venezolana lo permita- sólo podría
sobrevivir bajo la forma de una dictadura militar clásica, una más de
las tantas que conoce América Latina. Sin embargo, esa forma de gobierno
también se encuentra en extinción. La Cuba castrista, que ya no es
parte de un proyecto socialista imperial como ocurrió durante la
existencia de la URSS, que ya no es parte tampoco del “socialismo del
Tercer Mundo”, ha revelado al fin, en el momento de su lenta muerte, su
verdadero rostro: el de una vulgar dictadura latinoamericana,
caudillesca, populista y militar.
No Marx ni Lenin, ni siquiera Stalin viven en Castro. Tampoco Martí
ni Guiteras. Pero sí Machado y Trujillo, Somoza y Batista, han regresado
desde ultratumba para morir nuevamente, cubiertos esta vez bajo ese
piadoso manto ideológico que eso, y no más, es la ideología del
socialismo del siglo XXl.
Pero tampoco hay ningún motivo para regocijarse. Cuando derrocado
Batista los guerrilleros de la Sierra Maestra entraron en la Habana,
traían consigo la promesa de un mundo mejor. Fue por eso que no sólo en
Cuba sino que en muchas naciones del mundo, recibimos a la joven
revolución con los brazos abiertos. Cuando Cuba fue anexada por la URSS a
iniciativas del propio Fidel, muchos supimos que ese mundo mejor estaba
muy lejos de ser representado por los hermanos Castro. Mantuvimos
todavía una que otra esperanza en que, en algún momento -pese al caso
Huber Matos, al caso Cienfuegos, o al caso Padilla- “la revolución”
regresaría a ese momento democrático y popular que le dio origen. Pero
la revolución siguió adelante, hasta que terminó, como todas las
revoluciones, devorándose a sí misma.
4. Mi ruptura personal con la Cuba de los Castro la realicé después
del golpe de Estado de Pinochet en Chile. Desde ese momento prometí
posicionarme en contra de todo gobierno que mantuviese cárceles repletas
de presos políticos, que obligara a miles a abandonar su patria y vivir
en el exilio, que en vez de políticos, gobernaran militares. Cuba era
una de esas naciones. Decidí entonces romper con la Cuba castrista y
comencé a escribir en 1975 un libro que diera testimonio de esa ruptura.
El libro fue publicado recién en 1978, en Medellín, Colombia. El título
de ese libro es: “La revolución no es una isla”. Algunos de mis amigos
habían realizado esa ruptura algo antes que yo. Otros la realizaron
después. Otros, mucho después. Algunos no la realizaron jamás. Estos
últimos son para mí un enigma.
5. El libro de Jaime Benson tiene la particularidad de hacer revivir,
paso por paso, los diversos momentos y estadios atravesados por la Cuba
castrista. Para decirlo en clave semiótica, se trata de un libro
de-constructivo. Las discusiones ideológicas en las que participaron
teóricos como Mandel y Bettelheim, los objetivos nunca alcanzados, el
terror estatal, la utopía de la revolución continental, la locura del
Hombre Nuevo, las zafras milagrosas, los interminables discursos de
Fidel, la lógica de la lucha armada, en fin, pasaje tras pasaje nos son
presentados diversos momentos ya olvidados de un proceso que nunca fue
lineal..
De-construcción dificilísima. Jaime Benson ha resistido, por ejemplo,
la tentación de analizar todo eso que sucedió desde la perspectiva
presente-pasado, que es lo que hacen muchos. Por cierto, como el autor
de una novela policial, Benson conoce el final trágico de esa historia,
pero la va narrando como si no lo supiera, es decir, desde una rigurosa
perspectiva pasado- presente que es y debe ser la del buen historiador.
En ese sentido se trata de un libro no ideológico. El autor no quiere
fundamentar ninguna gran verdad ni mucho menos una visión del futuro.
Benson deja que los hechos hablen por sí solos; y los hechos, hablan.
Esa es quizás una de las razones que me impulsa a preguntar nuevamente
acerca del enigma ya mencionado.
¿Cómo puede ser posible que todavía existan personas de las cuáles yo
pienso que son suficientemente sensibles e inteligentes o por lo menos,
normales, y que sin embargo siguen prestando su apoyo a “eso” que hoy
es el castrismo? Entre esas personas hay algunas que han sufrido bajo
dictaduras militares, que han perdido deudos y amigos, que han vivido el
exilio, que han sido incluso torturados y a pesar de todo eso no
sienten o no son capaces de expresar un mínimo de solidaridad con las
víctimas, las miles de víctimas del militarismo castrista ¿Cómo puede
ser posible que existan esos seres que nunca han sido muy fieles en sus
vidas privadas pero que con respecto a la Cuba castrista mantienen una
fidelidad a toda prueba, dignas del más apasionado de los amores?
¿Cuáles son los mecanismos que llevan a esos individuos a tratar de
traidores y renegados a todos aquellos que viendo el rostro horroroso de
la realidad se niegan a decir que ese rostro es bello? Creo que ya ha
llegado el momento de intentar algunas respuestas. Para comenzar, debo
afirmar que no creo en el poder hipnótico-erótico de Fidel Castro. Deben
existir otras razones.
Una, la que se me viene primero a la mente, es la razón ideológica.
Para explicar mejor dicha suposición es preciso entender que las
ideologías no sólo son sistemas de ideas petrificadas, sino, además,
verdaderos programas de pensamiento. Hay quienes al adscribir a una
ideología introducen en sus mentes un sistema de programación que los
obliga a pensar en términos exclusivamente inter-ideológicos, de tal
modo que cualquier intento para llevar una discusión más allá del
programa ideológico internalizado, está condenado al fracaso. Esas
personas pueden estar muy vivas en otras esferas de la vida cotidiana;
en la literatura, en el arte, por ejemplo. Pero si tú intentas discutir
políticamente con ellas, activas de inmediato la programación
ideológica. Esa es la razón que me ha llevado a pensar que las
ideologías en muchos casos son patológicas, del mismo modo como muchas
patologías son ideológicas.
Ahora, uno de los elementos centrales de la programación ideológica
castrista dice más o menos así: independientemente a los errores
cometidos en Cuba, hay que tener en cuenta que Cuba es socialista, y por
lo tanto, Cuba se encuentra situada en una fase superior al
capitalismo.
Está de más decir que dicho recurso ideológico reposa en una creencia
basada en una suerte de naturalismo historicista (materialismo
histórico de acuerdo al léxico marxista) heredado de la doctrina
positivista y que la ideología marxista hizo suya. De acuerdo a dicho
naturalismo, muy presente en diversos institutos de sociología
latinoamericanos, la historia sigue una línea que la impulsa a avanzar
hacia adelante, produciendo formaciones sociales cada vez más
evolucionadas. Por lo tanto, que en Cuba se pueden cometer todas las
atrocidades imaginables está justificado de antemano pues la naturaleza
socialista de Cuba es superior a la de cualquier país capitalista.
Es evidente que para mantener un programa de pensamiento como el
descrito, se requiere de una firme creencia en la idea de la
progresividad histórica. Sin esa creencia, la ideología, efectivamente,
no funciona. No hay, en verdad, ideología sin creencias. Pero las
creencias son, a su vez, bases del pensamiento religioso. Esa
constatación me lleva, por lo tanto, a un segundo intento de
explicación. La formularé como tesis: se trata de la ausencia, o baja
presencia de religiosidad que, en América Latina, aunque parezca lo
contrario, es evidente. Esa ausencia de verdadera religiosidad
(espiritualidad) es la que, a su vez, permite la entrada triunfal de las
ideologías. De acuerdo con Hanna Arendt, las ideologías no son
religiones, pero pueden substituir perfectamente a las religiones.
Hay que precisar que bajo el término religiosidad no entiendo nada
parecido a eclesialidad, ni tampoco a determinadas adscripciones
formales o rituales a diversas confesiones y religiones. Religiosidad
significa antes que nada establecer una relación de comunicación con una
instancia que si bien pertenece a este mundo no sólo es de este mundo,
instancia que es antes que nada espiritual, y por lo mismo, adquiere,
para los creyentes, la categoría de divina. En cierto modo, y la tesis
no es mía sino de Peter Sloterdijk (“Zorn und Zeit”), el ser
humano al ser pensante (metafísico) es portador de un potencial
trascendente. Sin embargo, y sigo también aquí a Sloterdijk, ese
potencial puede ser invertido en un objeto adecuado, que en una religión
es Dios, pero también puede, y de hecho es lo que ocurre más
frecuentemente, en la divinización de un objeto no religioso que suele
ser otra persona, un cantante entre los más jóvenes, o un deportista, y
en la política, una ideología reencarnada en la presencia de un líder al
cual le son conferidas propiedades sobrehumanas. En ese caso estamos
frente al síndrome de la idolatrización que en la vida política, sobra
decirlo, suele ser muy frecuente. También es frecuente que, frente a la
incapacidad de encontrar a Dios hay quienes optan por depositar ese amor
destinado a Él, en cualquier pobre diablo. Si mal no recordamos, hasta
Hitler fue divinizado por un pueblo enloquecido.
No obstante, más allá de cualquier intento racional de explicación,
hay algo que parece cada vez, aún para las personas más ideologizadas,
imposible de ser negado. El castrismo está llegando lentamente a su hora
final. Con ello quiero insinuar que de a poco nos aproximamos al
momento en que después del derrumbe definitivo, cuando sean reveladas
todas las verdades que ha ocultado el régimen, muchos de los que todavía
hoy defienden ese “socialismo” tomarán su cabeza con ambas manos y
preguntarán: ¿“Cómo pude haber apoyado a “esto?” Así pasó después de la
caída del nazismo. Así pasó después del derrumbe del comunismo.
No, no estoy juzgando a Fidel Castro ni a los suyos. Al fin y al cabo
nadie es nadie para juzgar a nadie. Por el contrario, soy de los que
piensan que hubo una vez en Cuba un joven idealista, lleno de ideas y
arrojo, capaz de morir pero también de matar por una utopía. Como él
hubo varios en la isla, y los hay y los habrá en muchas otras partes.
Ese joven, así como quienes lo siguieron, imaginaron en su ardiente
fantasía que no sólo había que derribar una tiranía sino, además,
cambiar el mundo. Por lo tanto el problema no sólo está en la mente de
esos jóvenes sino también en quienes creyeron en ellos. El problema es
que para cambiar al mundo había que hacer, desde el comienzo, una
división tajante entre quienes cambian el mundo y quienes debían ser
cambiados. Y, como suele ocurrir, hubo muchos que no querían ser
cambiados de acuerdo a quienes querían cambiarlos. Esos jóvenes
decidieron entonces cambiarlos por la fuerza, para terminar así
convirtiendo a todo un pueblo en un objeto de cambio. De este modo la
isla que iba a cambiar el mundo fue convertida en una mazmorra que al
serlo, terminó cambiando a quienes querían cambiar el mundo. Fue así que
los Castro y muchos otros se convirtieron de liberadores en carceleros.
Y esa cárcel siguió creciendo, y creció hasta tal punto, que hasta los
propios carceleros llegarían una vez a ser prisioneros. Porque en el
fondo Raúl Castro lo sabe: él es un prisionero, uno de los tantos que
pululan en esa cárcel que es Cuba. Un prisionero que, por si fuera poco,
no puede huir. Porque además de un prisionero, él, Raúl, es su propio
carcelero.
Fidel Castro, en cambio, no lo sabe; o no quiere saberlo. He
escuchado con atención sus últimos mensajes. Nos habla de guerras
atómicas, de colapsos ecológicos, del fin del mundo: en fin de
aterradoras visiones apocalípticas.
No es necesario ser un eximio psicoanalista para entender que las
visiones apocalípticas son reproducciones de ese colapso personal cuya
posibilidad porta cada uno: la muerte. Fidel Castro ha descubierto tal
vez que él también es un ser mortal, un simple mortal entre tantos.
Sabe, pero no quiere saber, que todo aquello que fundó sobre la sangre
derramada está muriendo y que el socialismo cubano no es más que la
ruina de lo que nunca fue. En gran medida Fidel, el Patriarca, ha
buscado refugio en el triste otoño de su senilidad. De esa senilidad que
lo protege de sí mismo, o de esas verdades de las que no quiere saber
ni escuchar porque esas verdades no son otra cosa que sus miedos. Sus
propios, terribles e infinitos miedos.