Después de once años no muchos deben recordar que una de las consignas fundamentales del entonces candidato presidencial Hugo Chávez era la guerra contra la corrupción y el saqueo de las arcas públicas por parte del entonces denominado régimen bipartidista adeco-copeyano. Cual terrible ángel purificador el teniente coronel golpista tronaba contra "las cúpulas podridas" del viejo sistema político y su discurso golpeaba duro y profundo a una clase política colocada a la defensiva y carente de argumentos ante la contundencia y veracidad de sus denuncias.
Apertrechado en un pasado impoluto y ante un país fascinado por su verbo agresivo, Chávez hacía gala de una autoridad moral que utilizó como plataforma para hostigar a los corruptos como nadie lo había hecho hasta ese momento. En un país donde el robo al estado era visto como un hecho normal, llegó a ofrecer que freiría en aceite la cabeza de adecos y copeyanos y desarrollaría una proba doctrina administrativa, fundamentada en la austeridad y en el uso honesto de los recursos públicos a favor de las mayorías desprotegidas.
No le resultaba difícil poner el dedo en la llaga cuando señalaba como una de las causas de la pobreza y de la creciente injusticia social el enriquecimiento escandaloso de los jerarcas de la cuarta república y de sus comisionistas, amparados en una impunidad tan flagrante que sólo el chinito de Recadi y el ex presidente Pérez (sometido a un juicio político y condenado por malversación de fondos) habían purgado condena por delitos de supuesta corrupción administrativa. La juiciosa administración de los recursos, dirigidos a remediar los males sociales obró como el gran movilizador de un país necesitado de un revulsivo que recuperara el orden, aplicara la ley con severidad y nivelara los graves desequilibrios económicos. Montado sobre ese caballito de batalla Chávez llegó galopando a Miraflores.
Once años después estamos ante un gobierno podrido en la ruina moral, carcomido por el ansia depredadora de su cabecilla y la avaricia incansable de sus acólitos. En todo este tiempo desvalijaron al Estado, no hicieron una sola obra, dilapidaron 900 mil millones de dólares, traicionaron a los pobres, crearon una burguesía emergente parasitaria y negadora palpable de cualquier principio o valor revolucionario y ahora se pelean a cuchillo limpio por los despojos sin ningún tipo de rubor, perdidas ya la vergüenza y sepultadas en el olvido las promesas de redención social. Y ahí siguen, protegidos por la impunidad, cometiendo desafueros contra la democracia y haciendo maromas ya no sólo para continuar con la compulsiva destrucción del país, sino para sostenerse, como sea, en el poder, persuadidos, como están, de que tanta bajeza e ignominia tendrán su castigo algún día.
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Opinión
Roberto Giusti
El Universal /
Fuente: Noticiero Digital
Imágen remitida por: Alberto Rodríguez Barrera