Teódulo López Meléndez
martes 20 de julio de 2010
Las nuevas formas del país llaman a la injerencia. Se trata del ejercicio de una política ciudadana, de una relación muy distinta del viejo paradigma ciudadanos-autoridad. Hay que inventar nuevas formas de escribir la historia.
En los procesos revolucionarios del siglo XVIII se comienza el proceso de conversión política de los derechos naturales. El siglo XIX se mueve sobre la idea del progreso. A pesar de las guerras del siglo XX se establece firmemente la forma política que algunos han denominado la “era de las Constituciones” y el traslado de la soberanía de la nación al pueblo. El programa demoliberal, luego de no pocas luchas, concede el sufragio y las mujeres libran una de sus batallas más vistosas, el voto también para ellas. La reacción fascista se extiende sobre Europa, pero el resultado de la II Gran Guerra hace renacer la condena a los poderes absolutos aún en medio de la Guerra Fría y entramos de lleno en el ciclo del liberalismo democrático, las democracias pluralistas y un ritmo keynesiano de la economía. Los partidos políticos viven su época de esplendor. El mercado reina encontrando su máxima expresión en la era Reagan-Thatcher.
A finales del siglo XX asoma la crisis plenamente. La democracia comienza a dejar al descubierto sus profundos vicios y la desconexión del ciudadano del sistema resalta sus falencias. La representación y la delegación del poder se resquebrajan. La democracia representativa comienza a diluirse como el sistema económico donde funcionaba. Es lo que bien se denomina una crisis de legitimidad. Los partidos políticos se convierten en “partidocracias”, en cotos cerrados que ya no cumplen su función de servir de vehículo a las aspiraciones de la gente común y su papel de intermediación entre el poder y la gente se oscurece por sus mafiosos comportamientos. De allí al brote del populismo habría poco espacio. La nueva expresión telegénica saltaría a la palestra con la oferta de soluciones “revolucionarias” milagrosas. Mientras tanto, otros comenzábamos a pensar en un movimiento alternativo.
La representación puede ser tomada de entrada como la imposibilidad del ejercicio de una democracia directa. En sus orígenes se planteaba como la vía para que los gobernantes ejercieran el poder con la aceptación libérrima de sus gobernados. Esas élites gobernantes o representativas fueron degenerando en castas opuestas al espíritu original. Podríamos aceptar que tal evolución era concerniente a un sistema que en sí portaba el germen de reducción de la democracia. No obstante, se consideró la mejor manera de administrar las complejas sociedades de la era industrial. Estos mensajeros llamados representantes, tal como su nombre lo indican, representan una ficción a algo que no está presente. Al nacer el concepto y la práctica de representación la sociedad no se gobierna a sí misma sino que pasa a ser recipiendaria de las políticas y decisiones tomadas por los representantes, aunque se sometan a referéndum o plebiscito, conforme a las formas conseguidas para atenuar la paradoja de la representatividad.
Tal como lo señala Bernard Manin (Principes du governement représentatif, Calmann-Levy, París, 1995.), uno de los mayores estudiosos del tema, esa representación puede tomar tres formas: parlamentarismo, democracia de partidos y democracia de “audiencia”. En el primer caso, se les puede llamar fideicomisarios. En el segundo, que es el caso venezolano y de la práctica totalidad de los países latinoamericanos, se vota por un partido más que por una persona. Estos diputados o senadores son delegados de sus partidos que generalmente ejercen sobre ellos esa detestable práctica llamada “disciplina partidista”. La tercera, esto es, la denominada en las ciencias políticas “democracia de audiencia”, son los partidos los que se ponen al servicio de los candidatos y cuya elección dependerá de su propia personalidad y capacidad de interpretar a sus electores.
En cualquier caso de los mencionados se mantiene una independencia de los representantes sobre los criterios de los representados. Ocurre así la primera falla grave: la mediocridad de los representantes las más de las veces señalados para tal posición por su subordinación y obediencia a los distintos factores que le permiten ser electos. La segunda falla grave proviene del desinterés de los electores sobre el tema de a quien eligen, más los negociados con los poderosos medios massmediáticos; sobre este caso particular la historia venezolana muestra la cesión de curules a cadenas periodísticas a cambio de apoyo, en lo que constituyó uno de los puntos claves de la decadencia de la democracia. En tercer lugar, a pesar de permitirse la existencia de los llamados “grupos de electores” está claro que de hecho existe un monopolio partidista en la postulación de aspirantes. Finalmente, la falta de ética y de un comportamiento moral adecuado.
Pero Manin, al pasar revista a las instituciones propuestas en lo siglos XVII y XVIII encuentra una continuidad notable con lo que hoy llamamos “democracia representativa”, lo que lo lleva a recordar una significación crucial: ese régimen del que han salido las democracias representativas no fue concebido en modo alguno por sus creadores como una forma de la democracia. Por el contrario, en los escritos de sus fundadores se encuentra un acusado contraste entre la democracia y el régimen instituido por ellos, régimen al que llamaban “gobierno representativo” o aun “república” y cita a Madison argumentando que el papel de los representantes no consiste en querer en todas las ocasiones lo que quiere el pueblo. La repreentación abre la posibilidad de una separación entre la voluntad (o decisión) pública y la voluntad popular. Manin: “Tanto para Siéyès como para Madison, el gobierno representativo no es una modalidad de la democracia, es una forma de gobierno esencialmente diferente…”.
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FUNETE: Venezuela Libre
IMAGEN: LO QUE DEBERÍA SER