Especial para lanacion.com
Cuando alguien camina con dificultad, hace esfuerzos por mantener el equilibrio y, pese a todo, se empeña en ir hacia delante, merece nuestro afecto solidario. Pero si esa dificultad tiene diagnóstico y, pese a su claridad, no es acompañado por un tratamiento adecuado, merece nuestra crítica.
Hace un par de décadas comenzó a proliferar en nuestro medio la literatura que realiza profundas e inteligentes disecciones sobre las causas de la decadencia que se infiltró en nuestro país a partir de 1930, cuando sucedió el primer golpe de Estado y empezó a cambiarse el ideario liberal de la Constitución alberdiana por el ideario controlador, estatista y corrupto de un populismo oscilante entre la izquierda y la derecha.
Los casi ochenta años de progreso en todos los órdenes que protagonizó la "Canán de América" entre 1853 y 1930 -como poetizó Rubén Darío- fueron sucedidos por otros tantos años de caída. En los 70, influidos por las ideas revolucionarias de moda, tuvimos vergüenza de ser "tan europeos" y decidimos latinoamericanizarn os. Ahí surgió la popular canción Hermano Latinoamericano que popularizó la bella voz de Mercedes Sosa. Lo conseguimos. Pero en vez de adoptar los aspectos admirables de América latina, incorporamos los horribles: más pobreza, analfabetismo, enfermedad, corrupción, ineficiencia gubernamental, aumento de la brecha entre pobre y ricos, droga y crimen. Ahora, ya latinoamericanizados, pareciera que quisiéramos "africanizarnos" , porque no corremos junto a los mejores países de nuestro continente como Chile, México, Colombia y Brasil, sino a la zaga, seducidos por dictadores o semidictadores que evocan al caníbal de Idi Amín.
El dolor que sentimos se debe a la certeza de que la Argentina renguea, aunque podría caminar muy bien. Sabemos que no tiene artrosis incurable ni parálisis definitivas. No. Es un país alejado de los grandes conflictos mundiales, con sus riquezas naturales intactas, sin conflictos étnicos ni religiosos de envergadura y con recursos humanos de calidad, pese a la decadencia educativa, sanitaria y moral. Bastaría con mover un poco el timón y encauzar la República por el camino sabio que marca la Constitución: un Congreso independiente y una Justicia independiente, para que el Ejecutivo no se desmadre hacia la tiranía. En otras palabras, un Congreso donde el Ejecutivo encuentre una sana y patriótica tensión que lo fuerce al diálogo, oriente hacia políticas sensatas y le indique cuidarse de los ilícitos. Una Justicia también independiente y confiable, donde el Consejo de la Magistratura no sea al patíbulo de los jueces y fiscales que deben sancionar a los funcionarios corruptos.
Las cifras. Para que la Argentina deje de ser renga es necesario dejarla de tironear con tanta opresión oficialista. La Argentina es poderosa aún, pero arrastra lastres. Ni siquiera se atiende al hecho de que el Gobierno, nada menos, reconoce la existencia de 6 millones de pobres (en realidad deben ser más del doble). Hasta el mentiroso Indec -cuya desfiguración tendría que ser objeto de una sanción ejemplar por parte del nuevo Congreso- reconoce que el 35 por ciento de los adolescentes, en las provincias más pobres, no concurre a clases. Más aún: el 7 por ciento no ha pisado jamás un colegio (¡Sarmiento, Avellaneda, Roca!, por favor, no se revuelquen de dolor en el sepulcro). El 43 por ciento de los homicidios dolosos son ejecutados por menores de 25 años. El consumo del paco se triplicó desde el año 2005 y una dosis cuesta menos de 3 pesos. Hoy en día, con el gobierno "progre" que nos dirige y manipula, hay un consumo de paco superior al de Bolivia, Paraguay y Perú. ¡Qué bien nos va, por Dios!
Todos estos problemas -y los que no menciono por motivos de espacio-, tienen un diagnóstico. Se sabe por qué existen y por qué aumentan. No hay misterio. Se debe a la falta de trabajo y a la ética que enseña el trabajo. No hay trabajo por causas fáciles de entender. No seamos tan hipócritas de suponer que este mal proviene de una maldición bíblica o de la maniobra de una satánica potencia extranjera. Se trata de algo que se ha implementado en la Argentina por los mismos argentinos, como una inyección infecta que en lugar de curar introduce microbios.
No hay trabajo porque no hay inversión. Así de simple. Las fuentes de trabajo sólo se abren mediante inversiones. Insisto: así de simple. En este milagro no funciona la varita del mago Merlín ni el Estado omnipotente que dilapida sus recursos en la corrupción desenfrenada y el impúdico clientelismo. Nuestra falta de seguridad jurídica -que no cesa de manifestarse mediante "nacionalizaciones" innecesarias y maniobras que llevan dinero al bolsillo de funcionarios inescrupulosos- ha determinado que el pueblo argentino sea el que menos ganas tiene de invertir en su propia patria. Somos lo opuesto de varios hermanos latinoamericanos, pese a la canción popularizada por Mercedes Sosa. Por ejemplo, los brasileños no salen del real y por excepción compran un dólar, los chilenos no mandan dinero al exterior, tampoco los uruguayos. Los argentinos, en cambio, somos el pueblo que más dinero envía al extranjero para salvarlo de las dentelladas que le aplica el Estado de forma súbita, irrespetuosa y paralizante. Lo hizo el mismo Néstor Kirchner cuando era gobernador de Santa Cruz (dejo para otra ocasión la demanda por el informe que él nos debe sobre el periplo internacional de ese dinero y el destino de sus comisiones e intereses).
En definitiva, la renguera es curable. Y si no se la cura, los responsables somos nosotros, que no hacemos lo suficiente para que ello suceda.
Hace un par de décadas comenzó a proliferar en nuestro medio la literatura que realiza profundas e inteligentes disecciones sobre las causas de la decadencia que se infiltró en nuestro país a partir de 1930, cuando sucedió el primer golpe de Estado y empezó a cambiarse el ideario liberal de la Constitución alberdiana por el ideario controlador, estatista y corrupto de un populismo oscilante entre la izquierda y la derecha.
Los casi ochenta años de progreso en todos los órdenes que protagonizó la "Canán de América" entre 1853 y 1930 -como poetizó Rubén Darío- fueron sucedidos por otros tantos años de caída. En los 70, influidos por las ideas revolucionarias de moda, tuvimos vergüenza de ser "tan europeos" y decidimos latinoamericanizarn os. Ahí surgió la popular canción Hermano Latinoamericano que popularizó la bella voz de Mercedes Sosa. Lo conseguimos. Pero en vez de adoptar los aspectos admirables de América latina, incorporamos los horribles: más pobreza, analfabetismo, enfermedad, corrupción, ineficiencia gubernamental, aumento de la brecha entre pobre y ricos, droga y crimen. Ahora, ya latinoamericanizados, pareciera que quisiéramos "africanizarnos" , porque no corremos junto a los mejores países de nuestro continente como Chile, México, Colombia y Brasil, sino a la zaga, seducidos por dictadores o semidictadores que evocan al caníbal de Idi Amín.
El dolor que sentimos se debe a la certeza de que la Argentina renguea, aunque podría caminar muy bien. Sabemos que no tiene artrosis incurable ni parálisis definitivas. No. Es un país alejado de los grandes conflictos mundiales, con sus riquezas naturales intactas, sin conflictos étnicos ni religiosos de envergadura y con recursos humanos de calidad, pese a la decadencia educativa, sanitaria y moral. Bastaría con mover un poco el timón y encauzar la República por el camino sabio que marca la Constitución: un Congreso independiente y una Justicia independiente, para que el Ejecutivo no se desmadre hacia la tiranía. En otras palabras, un Congreso donde el Ejecutivo encuentre una sana y patriótica tensión que lo fuerce al diálogo, oriente hacia políticas sensatas y le indique cuidarse de los ilícitos. Una Justicia también independiente y confiable, donde el Consejo de la Magistratura no sea al patíbulo de los jueces y fiscales que deben sancionar a los funcionarios corruptos.
Las cifras. Para que la Argentina deje de ser renga es necesario dejarla de tironear con tanta opresión oficialista. La Argentina es poderosa aún, pero arrastra lastres. Ni siquiera se atiende al hecho de que el Gobierno, nada menos, reconoce la existencia de 6 millones de pobres (en realidad deben ser más del doble). Hasta el mentiroso Indec -cuya desfiguración tendría que ser objeto de una sanción ejemplar por parte del nuevo Congreso- reconoce que el 35 por ciento de los adolescentes, en las provincias más pobres, no concurre a clases. Más aún: el 7 por ciento no ha pisado jamás un colegio (¡Sarmiento, Avellaneda, Roca!, por favor, no se revuelquen de dolor en el sepulcro). El 43 por ciento de los homicidios dolosos son ejecutados por menores de 25 años. El consumo del paco se triplicó desde el año 2005 y una dosis cuesta menos de 3 pesos. Hoy en día, con el gobierno "progre" que nos dirige y manipula, hay un consumo de paco superior al de Bolivia, Paraguay y Perú. ¡Qué bien nos va, por Dios!
Todos estos problemas -y los que no menciono por motivos de espacio-, tienen un diagnóstico. Se sabe por qué existen y por qué aumentan. No hay misterio. Se debe a la falta de trabajo y a la ética que enseña el trabajo. No hay trabajo por causas fáciles de entender. No seamos tan hipócritas de suponer que este mal proviene de una maldición bíblica o de la maniobra de una satánica potencia extranjera. Se trata de algo que se ha implementado en la Argentina por los mismos argentinos, como una inyección infecta que en lugar de curar introduce microbios.
No hay trabajo porque no hay inversión. Así de simple. Las fuentes de trabajo sólo se abren mediante inversiones. Insisto: así de simple. En este milagro no funciona la varita del mago Merlín ni el Estado omnipotente que dilapida sus recursos en la corrupción desenfrenada y el impúdico clientelismo. Nuestra falta de seguridad jurídica -que no cesa de manifestarse mediante "nacionalizaciones" innecesarias y maniobras que llevan dinero al bolsillo de funcionarios inescrupulosos- ha determinado que el pueblo argentino sea el que menos ganas tiene de invertir en su propia patria. Somos lo opuesto de varios hermanos latinoamericanos, pese a la canción popularizada por Mercedes Sosa. Por ejemplo, los brasileños no salen del real y por excepción compran un dólar, los chilenos no mandan dinero al exterior, tampoco los uruguayos. Los argentinos, en cambio, somos el pueblo que más dinero envía al extranjero para salvarlo de las dentelladas que le aplica el Estado de forma súbita, irrespetuosa y paralizante. Lo hizo el mismo Néstor Kirchner cuando era gobernador de Santa Cruz (dejo para otra ocasión la demanda por el informe que él nos debe sobre el periplo internacional de ese dinero y el destino de sus comisiones e intereses).
En definitiva, la renguera es curable. Y si no se la cura, los responsables somos nosotros, que no hacemos lo suficiente para que ello suceda.