Sesquipedalia
Acerca del incidente en Fuerte Tiuna
Humberto Seijas Pittaluga
Una de las versiones más recurrente acerca
de lo sucedido en Fuerte Tiuna es la del abuso al imponer castigos por
parte de uno de los hoy difuntos. Para ser franco, debo señalar que
sangrientos episodios como éste, el del soldado que mató a dos de sus
jefes recientemente, o como el del teniente que quemó con un lanzallamas
a unos alistados hace varios años, no son cosa de estos tiempos
recientes. Siempre hubo abusos en las Fuerzas Armadas por parte de
algunos superiores. Y de cuando en cuando, retaliaciones por parte de
subalternos a quienes se les había colmado la paciencia. Vienen a mi
mente muchas vivencias. Unas, de casos de poca monta, pero que sirvieron
para descubrir la personalidad futura del perpetrador; como el de las
arbitrariedades que cometía cada viernes, hace cincuenta y seis años,
Müller
Rojas —hoy devenido en venerable miembro del santoral rojo—, quien
abusivamente les quitaba dinero a quienes estábamos alojados en su mismo
dormitorio para tener bastante con que beber sábado y domingo (a él la
caña le gustó desde chiquito). Y otros de más envergadura, como el del
teniente que, en el Comando Regional en Valencia, se vio impelido a
dispararle a un coronel que, presumiblemente, lo acoquinaba excesiva y
frecuentemente y lo “cargaba a monte” todo el tiempo. Afortunadamente,
por milímetros no entró la bala en el cráneo y sólo le voló una oreja al
abusivo. Como ésos, miles de casos más que conozco y que son el
resultado de treinta y pico años sirviendo bajo bandera.
Compañeros de armas somos cuantos combatimos
—unos, con un procesador de palabras porque estamos retirados; otros
con instrumentos más letales por su condición de activos— porque tenemos
un mismo ideal: lograr una patria grande, un país donde se progrese en
lo económico y lo espiritual, una nación unida en la búsqueda de la
libertad; y unas Fuerzas Armadas donde las impurezas del partidarismo no
existan más, donde las pasiones mezquinas no tengan cabida, y en las
que se oiga sólo las actitudes marciales de quienes sirven y el latir de
los corazones que quieren vivir para ella y hasta morir por ella. Pero
no por causas inventadas.
En todo caso, ya cumplida la gesta
liberadora de nuestros próceres, ha quedado para los oficiales de hoy
una tarea quizás menos refulgente en apariencia, pero más difícil en
realidad, y por tanto, no menos atractiva: la de formar no sólo soldados
sino ciudadanos. Con todo lo que eso implica de acatamiento a las
normas justas, de respeto al derecho de los demás, de productividad para
el avance nacional. Y eso no se logra con procedimientos “gomeros”.
Desde hace casi una década, los venezolanos
miran a sus Fuerzas Armadas con desconfianza. Y hechos como los
acontecidos recientemente no ayudan en nada a la recuperación de la
estima que hasta hace poco tuvieron los militares en la sociedad
venezolana. Hasta que los altos mandos no reflexionen acerca de la
responsabilidad formativa que tienen, hasta que no entiendan que hay que
predicar más principios cívicos y menos adoctrinamiento
partidista a sus subalternos, y hasta que no sigan permitiendo que se
irrespete los derechos del caudal humano que les entrega la nación para
su perfeccionamiento, dichos jefes seguirán siendo estigmatizados
justamente.
Hay que
romper el molde de la vieja milicia machetera que, en una suerte de
atavismo, pareciera que todavía está en la mente de muchos oficiales,
especialmente en el Ejército. Los alistados, cuando regresen a la vida
civil debieran recordar a sus oficiales como maestros que quisieron
cuerdamente llevarlos hacia la evolución ascendente que el signo de los
tiempos actuales. Ya se acabó con el reclutamiento forzoso, una de las
mayores ignominias que manchaban a la república. Hoy, quizás acicateados
por el hambre, muchos de los conscriptos, quizás la mayoría, llegan
como voluntarios. La república debiera atenderlos como se merecen y a
los oficiales que la representan no les es dado ignorar que tienen
deberes que es preciso cumplir con los alistados porque
representan la sangre joven de la nación y porque deben ser encaminados
por la senda del bien moral. En las manos de la oficialidad pone la
comunidad la clave de su porvenir, lo que el vientre de abnegadas madres
ha dado a luz con dolor y los solícitos afanes de los padres (de
quienes los tienen) ha cuidado por casi veinte años.
¿De qué manera puede llenar el Estado en
este punto su misión? Teniendo como principal empeño la educación de sus
oficiales, no sólo su instrucción, porque éstos no sólo deben ser los
conductores de sus hombres en el combate, sino mucho más: los maestros, a
veces los jueces, y los guías para una vida que debiera ser ancha y
fecunda para esos muchachos al regreso a la vida civil. Pero para
comportarse así, esos oficiales debieran estar al margen de la política
chichera y, más bien, muy por encima de ella. ¿Será pedir peras al olmo?
No creo...
hacheseijaspe@gmail.com
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