Franklin Brito murió
de inhumanidad; lo mató la insensibilidad. No pedía nada extraordinario
sino un poco de atención y de respuesta para sus modestos
requerimientos. No era un político ni una figura pública de otro orden,
cuya huelga de hambre hubiera podido movilizar a la opinión pública. Era
apenas un venezolano del común, un pequeño agricultor que decidió
jugarse la vida en nombre de un principio, en nombre de un derecho que
consideró vulnerado por el gobierno de su país.
No defendía un latifundio ni una gran empresa; apenas si una pequeña propiedad agrícola, un terrón literalmente, que le fuera arrebatado arbitrariamente por el INTI, para entregarlo, al margen de toda disposición legal, a algún amigo de la "causa". Pero ese terrenito era su vida, era lo que lo hacía sentirse ciudadano y, además, útil.
Porque era un productor, un hombre que le sacaba fruto a la tierra. Murió abogando por su derecho a ser oído, a ser tratado como una persona. Era todo. Se lo pedía al Presidente porque ningún otro funcionario le prestó la atención debida. Pero el Presidente no tenía tiempo para ocuparse de lo que a sus ojos debía ser una insignificancia, una molestia a la cual no podía dedicar su precioso tiempo. Así que lo dejó morir.
Su destino estaba sellado desde el comienzo.
Había tropezado con el sacrosanto "principio de autoridad" y frente a éste las angustias del ciudadano común no valen nada. Sobre todo, cuando ese principio no opera dentro del contexto de una sociedad democrática, donde la opinión pública puede hacer valer sus fueros. Cuando no existe un Parlamento que sirva de caja de resonancia para las preocupaciones ciudadanas, porque una mayoría abusadora impide cualquier debate que no plazca al Gran Capo, no hay manera de dar cauce institucional a lo que para una parte del pueblo es importante.
Cuando la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo son extensiones del Poder Ejecutivo y su capacidad de reacción está absolutamente condicionada por la voluntad del Amo, el ciudadano común se encuentra completamente indefenso, sobre todo si el Poder Supremo lo ubica en alguna de las categorías que sus partidarios tienen como obligación odiar o despreciar. Brito entraba en esta categoría.
La orden era tratarlo como una nada, como un loco, como un subhumano irrisorio. Y así lo trataban el Poder Supremo y sus paniaguados. Los medios, que hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, nos encontrábamos impotentes ante el macizo muro de sordera que el Capo Supremo mandó a construir en torno a Franklin Brito.
Pero su muerte ha perforado el muro de silencio. Nunca asumió poses de héroe. Más bien parco en el hablar, sólo insistía, con absoluta pertinencia y coherencia, hasta el final, en la defensa de su derecho violado.
Su batalla en solitario fue la de un hombre humilde y sencillo, que no podía blandir otra arma que la de su propia vida. La puso en juego con una determinación sobrehumana.
Nunca simuló ni montó shows. Simplemente, se dejó morir, casi calladamente, en nombre de algo tan abstracto pero tan poderoso como es el derecho a la vida en dignidad.
No defendía un latifundio ni una gran empresa; apenas si una pequeña propiedad agrícola, un terrón literalmente, que le fuera arrebatado arbitrariamente por el INTI, para entregarlo, al margen de toda disposición legal, a algún amigo de la "causa". Pero ese terrenito era su vida, era lo que lo hacía sentirse ciudadano y, además, útil.
Porque era un productor, un hombre que le sacaba fruto a la tierra. Murió abogando por su derecho a ser oído, a ser tratado como una persona. Era todo. Se lo pedía al Presidente porque ningún otro funcionario le prestó la atención debida. Pero el Presidente no tenía tiempo para ocuparse de lo que a sus ojos debía ser una insignificancia, una molestia a la cual no podía dedicar su precioso tiempo. Así que lo dejó morir.
Su destino estaba sellado desde el comienzo.
Había tropezado con el sacrosanto "principio de autoridad" y frente a éste las angustias del ciudadano común no valen nada. Sobre todo, cuando ese principio no opera dentro del contexto de una sociedad democrática, donde la opinión pública puede hacer valer sus fueros. Cuando no existe un Parlamento que sirva de caja de resonancia para las preocupaciones ciudadanas, porque una mayoría abusadora impide cualquier debate que no plazca al Gran Capo, no hay manera de dar cauce institucional a lo que para una parte del pueblo es importante.
Cuando la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo son extensiones del Poder Ejecutivo y su capacidad de reacción está absolutamente condicionada por la voluntad del Amo, el ciudadano común se encuentra completamente indefenso, sobre todo si el Poder Supremo lo ubica en alguna de las categorías que sus partidarios tienen como obligación odiar o despreciar. Brito entraba en esta categoría.
La orden era tratarlo como una nada, como un loco, como un subhumano irrisorio. Y así lo trataban el Poder Supremo y sus paniaguados. Los medios, que hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, nos encontrábamos impotentes ante el macizo muro de sordera que el Capo Supremo mandó a construir en torno a Franklin Brito.
Pero su muerte ha perforado el muro de silencio. Nunca asumió poses de héroe. Más bien parco en el hablar, sólo insistía, con absoluta pertinencia y coherencia, hasta el final, en la defensa de su derecho violado.
Su batalla en solitario fue la de un hombre humilde y sencillo, que no podía blandir otra arma que la de su propia vida. La puso en juego con una determinación sobrehumana.
Nunca simuló ni montó shows. Simplemente, se dejó morir, casi calladamente, en nombre de algo tan abstracto pero tan poderoso como es el derecho a la vida en dignidad.
FUENTE: Noticiero Digital.com