El chavismo silencioso hace ruido terrible que le llega al Comandante en la forma de ausencia, de aplauso desganado, de mirada torcida, de hastío, del hasta cuándo y del no más. Este aburrimiento se proyecta como una nube de gas envenenado hacia las alturas y ha convertido los rostros del Gobierno en muecas horribles de lo que fue una esperanza para millones. Testimonian su derrota los semblantes ateridos, desencajados, de palideces inesperadas, de los que fueron alegres milicianos que se propusieron destrozar lo que había y como gobernantes deseaban construir el paraíso terrenal. El inconfundible rictus del desmoronamiento les dibuja la expresión. Pallida Mors.
La Mayoría. Existe una mayoría que desea la salida de Chávez del poder. Se ha conformado por oleadas. Desde las débiles manifestaciones iniciadas en 1999 hasta este estado de rabia masiva que camina por las calles. Capa sobre capa, cada una con sus razones, unas altruistas y otras egoístas, pero todas llenas de la humanidad dolida de los desengañados.
Lo peculiar de esta mayoría es que tiene un indudable sabor pluriclasista. Los trabajadores, los pobres y empobrecidos manifiestan hartazgo frente a Chávez. Se puede observar en la interrelación social cotidiana. La gente está saturada del personaje, de sus discursos, de sus groserías, de su acción impune, de las corruptelas que dirige y ampara, de su miserable talante de “guapo y apoyao”. No duda que, salvo cambios dramáticos en las condiciones, en cualquier evento electoral Chávez saldría “ponchao”, como la sabia consigna de estudiantes le ha hecho saber desde los coros en que se han convertido las gradas de los estadios.
Para los chavistas, vigilados, perseguidos, atemorizados y chantajeados, la posibilidad de una insurrección frente a quienes los vejan es limitada y los pueden rebanar de a poco. A veces se desesperan y se lanzan a grito pelado a las calles, a veces solo esperan la oportunidad de votar para la revancha.
La Reacción. La respuesta de Chávez ha sido la previsible: bravuconería con trampa. El insulto y la provocación, acompañados de la articulación del fraude. A los asuntos conocidos del inauditable RE, del manejo secreto de los dispositivos técnicos del proceso comicial, al ventajismo impúdico, se une ahora el rediseño de los circuitos, como dice con cara de yo-no-fui la niña Tibisay.
Esa estrategia oficialista no puede impedir que los resultados se sepan, por más que el Gobierno haga trampa, si los ciudadanos votan y no hay división significativa entre votantes y abstencionistas. Una disonancia entre votos efectivos y los resultados electorales puede, en estas condiciones de deslave del chavismo, producir una crisis y un cataclismo político. Así ocurrió cuando el Gobierno resultó derrotado en el referendo y la junta de pedigüeños del CNE no quiso anunciar los resultados sin la autorización de su dueño, hasta que militares y estudiantes lo empujaron para que aceptara su derrota. La cual aceptó; con una exigua diferencia de menos de 1% cuando no debe haber sido menos de 7-8%.
Ahora la oposición está mejor preparada para fiscalizar el proceso electoral aunque sigue impedida de entrar en la caja negra de la electrónica electoral. Es posible que el resultado real de la votación sea demasiado evidente como para que los niñatos del CNE lo puedan esconder. Si lo intentan, el contraste entre votación y resultados fraudulentos es un escenario para el cual la sociedad debería prepararse
La Oposición
Los partidos tienen la sartén por el mango en términos de las candidaturas. Si hay unidad y escogen candidatos representativos, la voluntad contraria a Chávez se puede transformar en voluntad electoral y cuando el Gobierno intente el fraude, el cortocircuito puede incendiar la sabana. Solo con candidaturas realmente representativas se tendrá éxito, lo cual no es tarea fácil. Tienen que enfrentarse a las aspiraciones de una cantidad de dirigentes que se creen con derecho y también a unos cuantos independientes que han iniciado la danza de los siete velos para hacerse atractivos a las direcciones políticas; algunos tan impúdicos que pelean más contra “los radicales” de la oposición que contra el Gobierno. Tal vez el peligro más grande que deben enfrentar los partidos es la arrogancia que los ha conducido, en el pasado, a adoptar políticas excluyentes y sectarias que los han dejado en el esterero.
Si las visiones estrechas se impusieran, su más inmediata repercusión podría ser la abstención de un sector clave de la descontenta población electoral, que se ha distanciado del Gobierno pero ni por un minuto ha pensado en aterrizar en el regazo de los partidos de la Mesa de la Unidad. Otra reacción posible es que si los partidos se encierran en sus paredes pueden hacer regresar a parte del chavismo descontento a su vieja querencia, al no encontrar de este lado del camino un espacio amigable en el cual recalar.
La Estrategia
No es fácil que los electores se traguen el discurso de algunos dirigentes según el cual no importa lo que el Gobierno haga porque “vamos a ganar”. Eso es mentira y ya se sabe que el costo de decir mentiras para aplacar las angustias se transforma en sólida decepción después de pasados los eventos electorales. Es mucho más efectivo denunciar todo lo que el Gobierno hace, confrontarlo con energía, denunciar la trampa electoral, desenmascarar el rol del CNE, y, sobre una siempre documentada revelación de las patrañas, afirmar una política, la cual incluye -pero no se agota- en la dimensión electoral.
No es cierto que las elecciones estén blindadas. Lo seguro es que si se lucha para que la rebelión ciudadana se transforme en votos al encarar las trampas programadas, el hecho de ir a votar puede tornarse un desafío si hay una dirección que antes de las elecciones muestre que no está dispuesta a transigir. Si hay una dirección que no se preste a notariar éxitos falsos del régimen. El problema de un sector opositor es que quiere lograr credenciales de buena conducta mediante la denuncia de los que no los acompañan en la política de hacerse los locos frente a patrañas oficiales.
Votar puede ser estrategia común si la ceguera no conduce a los partidos y a los que se les pegan por apetencias a dividir el amplio frente democrático que, poco a poco, progresa.