Este texto me lo envía hoy un estudiante de la Unimet. No sé quien lo escribió. [Crónica #19A:] Te cuento, la cosa fue que estaba con Miguel bien adentro de la manifestación, a pocos metros de la pared de guardias y ya habíamos recibido la primera descarga de las bombas. Aunque tiene los ojos claritos y se supone que la gente así los tiene más sensibles, a él no le afectan mucho las bombas pero a mí sí y con ese primer disparo ya sentía la piel ardida desde la garganta hasta los párpados. Por cierto que las bombas, más que un arma de represión son un estorbo enorme y fastidioso porque son eso que te impide seguir avanzando cuando vas como nosotros -y la gran mayoría- fuimos hoy: sin un arma, ni una máscara, ni nada porque a pesar de que ya sepamos cómo son las cosas fuimos a marchar y no a hacer la guerra que el gobierno desea a un punto casi obsceno.
El caso es que ahí estábamos, como parte de la masa que recibió una descarga de frente en la Autopista y otra del lado derecho a nivel de El Recreo, y como ésta última fue inesperada nos sentimos vilmente emboscados pero no corrimos, nadie lo hizo. Muchas voces gritaban que mantuviéramos la calma, que no corriéramos –uno se suma a ellas, claro- y así lo hicimos Miguel y yo, agarrados fuertemente de una mano y yo con la otra apoyada en la espalda del de enfrente porque no podía abrir los ojos. Una señora dijo “¡Dale a la chama!” y en seguida recibí en mis manos una dosis de Maalox que me eché hasta en el cuello. Miguel no quiso porque no lo necesitaba. Di las gracias y avanzamos en bloque un poco más lejos del humo de las bombas pero sin retroceder demasiado.
A un lado de la calle como estábamos vimos tanta, tanta, tanta gente pasando. Eran ríos. Gritaban que siguiéramos adelante, que éramos más, que somos mayoría y te juro que era Venezuela entera la que gritaba que ya no había miedo. Negros, catires, morenos, indígenas, misses, actores y actrices, viejos, jóvenes casi niños, señoras de Cafetal y otras de Horno de Cal, tipos con tatuajes, sin tatuajes, con dientes, sin dientes, con bastón o cojeando, todos estábamos sobre el asfalto caliente con un mismo sentido, con un mismo latir, con un mismo sentimiento y te juro también que en ninguno de esos corazones palpitaba el miedo. Yo hoy sentí que con cada paso que daba le estaba pisando la cara al gobierno y vaya que era una pisada fuerte porque no era solo mía sino la de todos que hoy fuimos uno.
Hoy sé como sé que me llamo Andrea que somos mayoría y sé también que los venezolanos somos luchadores, arrechos, guerreros, con bolas, hermanos, hijos todos de eso por lo que estamos peleando a muerte y es que así se siente, como una lucha encarnizada por recuperar algo que nos quitaron y que nos hace una falta grandísima.
Y ahí fue que casi pasó el llanto bíblico.
Estábamos del lado izquierdo de la autopista sentido Oeste cuando se oyeron un par de detonaciones más y de repente la calle se abrió en dos para dejar a pasar a decenas de chamos que iban con sus máscaras improvisadas y el rostro cubierto, de frente a los guardias del diablo, con piedras en la mano y con una mirada que podía congelar al mundo si les daba la gana. Y les aplaudimos y los vitoreamos y los animamos y todo el mundo estaba con los chamos. Éramos un gentío que veía en ellos a sus hermanos, a sus primos, a los hijos que no hemos tenido marchando directo a los demonios en nombre de todos y por todos, por ti, por mí, por Bassil, por Robert, por Mónica, por su futuro, por el de Venezuela. “¿Te vas a poner a llorar?”, me pregunta Miguel abrazándome y le contesto que no moviendo la nariz para desanidar el llanto que me provocó darme cuenta de lo que te voy a contar:
Aquí estamos y aquí seguiremos, sin miedo y con la mirada alta fija en la libertad que pronto llega. Y es tan bonita.
Creo que llegamos al llegadero y colectivamente decidimos que las letras de nuestro himno son algo más que lo que suena a la medianoche. Creo que nos dimos cuenta de qué significa ser el tipo de venezolano que el país necesita ahorita y déjame decirte que esa realización es una para romper en llanto, darte cuenta de cuál es tu lugar en el universo y entender que lo compartes con un montón de gente buena, trabajadora, alegre y resuelta como lo eran los que pisaron la calle hoy.
Estoy orgullosa de ser de acá, de estar viviendo todo esto y de saber que estoy haciendo el país de la mano de millones de personas que son mías. Es un orgullo tan fuerte y real que incluso ahorita cuando termino de escribir esto, se me mete en el ojo y sale en forma de agua salada; discúlpame la cursilería, no suelo ser así pero es que hoy no fue un día como cualquier otro.
REMISIÓN: @ODINvzla
IMAGEN: Cortesia de chinopla78
A un lado de la calle como estábamos vimos tanta, tanta, tanta gente pasando. Eran ríos. Gritaban que siguiéramos adelante, que éramos más, que somos mayoría y te juro que era Venezuela entera la que gritaba que ya no había miedo. Negros, catires, morenos, indígenas, misses, actores y actrices, viejos, jóvenes casi niños, señoras de Cafetal y otras de Horno de Cal, tipos con tatuajes, sin tatuajes, con dientes, sin dientes, con bastón o cojeando, todos estábamos sobre el asfalto caliente con un mismo sentido, con un mismo latir, con un mismo sentimiento y te juro también que en ninguno de esos corazones palpitaba el miedo. Yo hoy sentí que con cada paso que daba le estaba pisando la cara al gobierno y vaya que era una pisada fuerte porque no era solo mía sino la de todos que hoy fuimos uno.
Hoy sé como sé que me llamo Andrea que somos mayoría y sé también que los venezolanos somos luchadores, arrechos, guerreros, con bolas, hermanos, hijos todos de eso por lo que estamos peleando a muerte y es que así se siente, como una lucha encarnizada por recuperar algo que nos quitaron y que nos hace una falta grandísima.
Y ahí fue que casi pasó el llanto bíblico.
Estábamos del lado izquierdo de la autopista sentido Oeste cuando se oyeron un par de detonaciones más y de repente la calle se abrió en dos para dejar a pasar a decenas de chamos que iban con sus máscaras improvisadas y el rostro cubierto, de frente a los guardias del diablo, con piedras en la mano y con una mirada que podía congelar al mundo si les daba la gana. Y les aplaudimos y los vitoreamos y los animamos y todo el mundo estaba con los chamos. Éramos un gentío que veía en ellos a sus hermanos, a sus primos, a los hijos que no hemos tenido marchando directo a los demonios en nombre de todos y por todos, por ti, por mí, por Bassil, por Robert, por Mónica, por su futuro, por el de Venezuela. “¿Te vas a poner a llorar?”, me pregunta Miguel abrazándome y le contesto que no moviendo la nariz para desanidar el llanto que me provocó darme cuenta de lo que te voy a contar:
Aquí estamos y aquí seguiremos, sin miedo y con la mirada alta fija en la libertad que pronto llega. Y es tan bonita.
Creo que llegamos al llegadero y colectivamente decidimos que las letras de nuestro himno son algo más que lo que suena a la medianoche. Creo que nos dimos cuenta de qué significa ser el tipo de venezolano que el país necesita ahorita y déjame decirte que esa realización es una para romper en llanto, darte cuenta de cuál es tu lugar en el universo y entender que lo compartes con un montón de gente buena, trabajadora, alegre y resuelta como lo eran los que pisaron la calle hoy.
Estoy orgullosa de ser de acá, de estar viviendo todo esto y de saber que estoy haciendo el país de la mano de millones de personas que son mías. Es un orgullo tan fuerte y real que incluso ahorita cuando termino de escribir esto, se me mete en el ojo y sale en forma de agua salada; discúlpame la cursilería, no suelo ser así pero es que hoy no fue un día como cualquier otro.
REMISIÓN: @ODINvzla
IMAGEN: Cortesia de chinopla78