El mar
Cuando los estudiantes de
Antropología concluyeron su trabajo de campo que consistía en entrevistar,
anotar las palabras de su dialecto y estudiar la vida cotidiana del anciano
cacique de una escondida etnia amazónica quisieron hacerle un regalo creyendo que
se contentaría con un radiecito transistor y quedaron pasmados cuando en su
masticado español dijo ¡que quería conocer el mar!
Tardaron meses en obtener el
permiso de sus autoridades y de financiar su estadía en la capital. Lo trataron
como ratón de laboratorio sometiéndolo a experiencias enloquecedoras:
discotecas, oscuros estacionamientos, carritos por puesto, cine, televisión, ascensores,
mercados, tráfico de autopista. ¡Finalmente lo llevaron al mar!
Estuvo mirándolo largo rato y
dijo: ¡Es grande! Luego se acercó, tocó el agua, la probó y dijo: ¡Es salada!.
Se volvió hacia los estudiantes: "¡Ahora, quiero regresar a mi
lugar!". Le bastaron dos palabras para entender que la extensión, en
apariencia infinita, que veía por primera vez era la imagen que dio inicio al
mundo. Que en aquella inmensidad había nacido la vida, acaso la suya misma que
nunca tuvo necesidad de asociar al agua salada que acababa de probar.
Pudo haber intuido que el mar es
símbolo de vida activa y dinámica. Que todo lo que proviene del mar regresa a
él. En él todo nace, todo se transforma y vuelve a nacer. ¡No quiso saber mas
nada! Solo quería despejar las nubes que desde su remoto rincón de la selva
amazónica daban vueltas incesantemente dentro de su cabeza: ¿Cómo es el mar? ¿A
qué sabe?
Si yo hubiera estado allí le
habría contado la historia del pececito que le confiesa a su madre que quiere
conocer el mar y la madre le dice: ¡tú eres el mar!
¡El cacique y nosotros también
somos el mar, pero contrariamente a su serena parquedad amazónica y floreciente
vida interior, somos vanidosos y vamos más allá porque creemos saber más que
él. En efecto, sabemos que la luna, por ejemplo, tiene que ver con las mareas;
que las mareas expresan la condición transitoria que oscila entre el feroz
poder de las olas que chocan contra las rocas en un alocado estallido de espuma
y el apacible rumor de las olas que se escurren de inmediato entre las piedras.
Porque sabemos que en el mar coexisten la vida y la muerte. Para el viejo
cacique fue suficiente saber que se trataba de agua y de sal.
Desde la antigüedad, muchos
tratadistas aseguran que volver al mar equivale a "retornar" a la madre,
es decir, a morir. Pero Federico García Lorca, bañado en lágrimas, dijo que
¡también se muere el mar! Hay monstruos en sus profundidades de la misma manera
que hay otros que se retuercen y reptan en los abismos de nuestra
inconsciencia. Para todos y para el viejo y deslumbrado cacique amazónico la
verdadera realidad reside no en la limitada extensión del mar sino en el
permanente desfallecimiento de su rugiente oleaje cuando toca la costa y se
convierte en suave murmullo.
Con apenas dos palabras, grande y
salado, el anciano expresó lo que ya había escrito Isidore Ducasse, en Los
cantos de Maldoror: ¡Que el mar siempre es igual a sí mismo!
Pero las tormentas lo convierten
en enemigo despiadado y se ensaña contra todo lo que se desplaza sobre él,
desde la opulencia de los grandes navíos hasta el frágil esquife que se
aventura en sus dominios golpeándolos con furia hasta hacer que se volteen y se
hundan para siempre en las profundidades. Pero cuando la tormenta llega a la
costa y sigue tierra adentro deja de ser tormenta y se convierte en una oscura
catástrofe que algunos llaman tsunami y el mar se hace cómplice de los vientos
huracanados o ciclónicos y se aturde o se regocija (¡no lo sabemos!), causando
ruina y pavorosos desastres.
Recuerdo haber visto en el Museo Metropolitano de Nueva York The
Coming Storm, 1859, el cuadro de Martin Johnson Heade y su densa oscuridad.
(Son muchas y variadas las catástrofes que nos asustan y agobian. En los
actuales momentos, en Venezuela, una tiene color rojo rojito: otra se llama
Corona y es un virus que amenaza al planeta).
¡Pero, volviendo al mar! También
hay otro mar igualmente proceloso: el de nuestras propias aflicciones y las
numerosas vertientes que se producen no tanto para aliviarlas o desterrarlas
sino para contaminarlas aún más con nuevas incertidumbres y desalientos. Ya no
es un mar sino un océano en el que nadan, se hunden o naufragan no solo
nuestras dudas, recelos, bochornos e ineptitudes, sino los desengaños, las
traiciones de la sangre y las promesas políticas.
Hay un mar de fondo, un mar de
leva cuando algún temporal agita las aguas muy lejos de la costa y hay un mar
de bonanza, en calma, cuando se le ve sosegado tal como nos ocurre cuando se
desvanece ante nosotros el humo de la discordia; pero cuando la marejada es
considerable se dice que la mar está gruesa.
El oceanógrafo Leonard Engel
sostenía que nuestro planeta lleva un nombre indebido. Tierra lo llamaron
nuestros antepasados cuando sus miradas no alcanzaron a descubrir más vastas
áreas de suelo sólido. Y por espacio de muchos siglos supusieron que el
planeta, salvo algunos pequeños volúmenes de agua como el mar Mediterráneo, se
componía de piedra y polvo. Tenían noticia, por supuesto, del Atlántico, pero
creían que era un río circular que corría al borde de la Tierra. Si el hombre
hubiera sabido cómo era realmente la Tierra sin duda alguna la habría llamado
Océana por las enormes extensiones de agua que cubren 70,8% de su superficie.
Engel aseguraba que el pico más
elevado de la Tierra, el Everest, de 8.848 m, podría hundirse sin dejar rastro
alguno en la fosa de las Marianas de
10.860 m de profundidad.
Todo esto es verdad, pero nada
nos detiene cuando nuestro ego se agiganta. ¡Entonces, airosos y vencedores,
creemos que somos mejores que un viejo cacique amazónico y nos echamos a
navegar en alta mar.
FUENTE: EL NACIONAL https://www.elnacional.com/opinion/el-mar/