HÉCTOR ABAD FACIOLINCE 10/08/2009
Como en la fábula del pastorcito mentiroso, el presidente de Venezuela grita una y otra vez que ya viene el lobo a comerse sus ovejas. El lobo, para él, es el Imperio Norteamericano, pero éste no vendrá a comérselas con sus propias fauces, sino que usará una especie de mano larga: Colombia. Sería mi país, definido por Chávez como "el Israel de América del Sur", el encargado de atacar a la Revolución Bolivariana, ayudado por los gringos pero con un Ejército comandado por Álvaro Uribe Vélez, el viejo amigo de Bush.
La misma cantilena chavista se repite cada tanto, con una cadencia cíclica, así con Obama se haya vuelto mucho menos verosímil. Desde que es presidente ya van cinco veces en que Chávez "congela" las relaciones con Colombia y cada vez el embajador venezolano tiene que hacer las maletas para regresar a su país, acompañado por una estela de funcionarios. El caso es que lo congelado se descongela rápido en estos trópicos y al cabo de unos meses regresan todos, como si tal cosa, a tratar de reanudar el hilo de las relaciones entre dos países llamados "hermanos", que comparten más de 2.000 kilómetros de frontera terrestre y cuyo comercio común llega a los 7.780 millones de dólares anuales.
Como en cualquier fábula, esta historia de la amenaza al Movimiento Bolivariano, para ser creíble, tiene que tener visos de verdad. Colombia ha hecho al menos dos operativos militares al estilo Israel, uno en Venezuela y otro en Ecuador. En Venezuela fue incruento: con agentes de civil y con ayuda pagada de funcionarios venezolanos, lograron llevar a la fuerza, desde Caracas hasta la frontera colombiana, al guerrillero Rodrigo Granda, que allí fue capturado por las autoridades locales y llevado a la cárcel por actos terroristas y secuestro, acusaciones que nadie, ni Venezuela, podía negar. Años después Granda fue de nuevo liberado, a petición del presidente Nicolas Sarkozy, para negociar la entrega de Ingrid Betancourt (cosa que no se dio, pues antes fue liberada en la brillante Operación Jaque), y se dice que ahora vive de nuevo oculto en Venezuela.
Lo de Ecuador fue más grave: Uribe ordenó bombardear con aviones y con asesoría estadounidense, el campamento del segundo de las FARC, Raúl Reyes, con un saldo de 23 muertos, entre guerrilleros y "visitantes bolivarianos" de México y Ecuador. Además, militares colombianos llegaron hasta allí y se llevaron algunos cadáveres para exhibirlos como trofeo en Bogotá. El presidente Rafael Correa, a raíz de esta violación de su territorio, rompió relaciones diplomáticas con Colombia y siempre ha sostenido que su Gobierno ignoraba la presencia de campamentos de las FARC en tierras de Ecuador. Esto es posible, pero poco verosímil, y lo más probable es que hubiera órdenes para que el Ejército ecuatoriano se hiciera el de la vista gorda ante esta tolerada "violación de su territorio" por parte de las FARC. Téngase en cuenta que las fronteras aquí son lejanas, selváticas y porosas, por lo que nada es muy definido y todo puede ser o parecer verdad, como en las fábulas bien construidas.
A pesar de estos dos episodios, muy pocos creemos que en los planes de Uribe y de Obama esté el deseo de organizar desde aquí una invasión armada a Venezuela y Ecuador. La fábula delpastorcito mentiroso es poco creíble en un territorio sin lobos o con un lobo preocupado en defenderse de otros predadores. En Colombia ya tenemos suficientes problemas de seguridad combatiendo a las FARC (apoyadas indirectamente por Chávez) como para abrir un frente internacional.
Pero aunque no se cumpla la fábula del pastorcito mentiroso, la hostilidad verbal de Chávez no deja de ser preocupante. Podría usarse otro refrán: tanto va el cántaro al agua, hasta que al fin se rompe. Quizá por primera vez, y como una curiosa celebración del Bicentenario de la Independencia, dos países liberados por Simón Bolívar (o tres, si contamos a Ecuador) podrían estar acercándose a un escenario bélico. Acudir al muy emotivo y popular expediente del nacionalismo ha sido siempre un buen recurso para los gobernantes. Chávez lo usa con tal asiduidad contra Colombia que uno quisiera un rey que de vez en cuando volviera a preguntarle por qué no se calla. Pero esto es imposible; el coronel Chávez tiene la verborragia de un pastor evangélico.
Uribe, en cambio, usa los modos más sinuosos y sutiles de un padre jesuita. Aunque en política interna puede ser tan locuaz y belicoso como el mismo Chávez, cuando se trata de política exterior ha tenido la sensatez de no usar los micrófonos. En un continente tan impregnado de cultura religiosa como el nuestro, el estilo del evangélico choca fuertemente con el estilo del jesuita. A mí, francamente, no me gusta ninguno de los dos, y de ese choque de talantes tan disímiles podría saltar la chispa que prenda una escaramuza de guerra en las fronteras.
El presidente Uribe es el único mandatario americano y no bolivariano que ha tenido también, desde la derecha, veleidades de reelección vitalicia. Ya hizo enmendar una vez la Constitución colombiana, para reelegirse, y en el último año ha hecho todo lo posible porque la cambien de nuevo para permitirle una nueva elección. Ha dicho también, en otras ocasiones, que está dispuesto a dejar el poder siempre y cuando no haya "una hecatombe".
¿Qué mejor hecatombe que una guerra, en la que Chávez abriría un frente interno con el seguro apoyo de la guerrilla "bolivariana" de las FARC? Chávez es un militar que nunca ha combatido y tiene fama de combinar, según sus biógrafos, una gran valentía verbal con una honda cobardía existencial. Él debe saber que el Ejército colombiano lleva decenios combatiendo, mientras el Ejército venezolano nunca ha dejado de ser un gran consumidor de whisky. Chávez, con sus aviones norteamericanos envejecidos y sin repuestos, ha acudido a Rusia y a España para surtirse de armamento moderno. Pero Venezuela luce bastante vulnerable. Bastaría un ataque a sus pozos y puertos de exportación petrolera para secar en poco tiempo su casi única fuente de divisas.
Según el célebre adagio de Erasmo, "Dulce bellum inexpertis", la guerra es dulce para los que no la han probado. Y si bien en Colombia hemos probado una guerra larguísima de baja intensidad, con la guerrilla, desde una breve escaramuza fronteriza que hubo con Perú, en 1932, y fuera de un batallón enviado a Corea por solicitud de Estados Unidos, no hemos tenido la muy amarga experiencia de la guerra. Esperemos entonces que la reiterada intemperancia verbal de Chávez no nos lleve a las vías de hecho. Sería un banquete para los vendedores de armas, y para todos nosotros una catástrofe de dimensiones impredecibles.
Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano.