CARTA
ABIERTA A JORGE CARDENAL UROSA SAVINO,
ARZOBISPO DE CARACAS
“La responsabilidad de cambiar nuestro camino”
Su Eminencia Reverendísima
JORGE UROSA SAVINO
Arzobispo de Caracas
Su despacho.-
Eminentísimo
Señor:
«Defendamos nuestras ideas. Y, sobre todo, tengámoslas. Todo menos
ser neutros», escribía alguna vez Miguel de Unamuno. Esta carta que he decidido
redactar es eso: una defensa de ideas que sin lugar a dudas nos son comunes a
nosotros dos como venezolanos amantes de la libertad de nuestra naufragante
República. También es un diálogo, señor Cardenal, entre hombres libres, como
siempre he creído que lo son las cartas, con la gravísima responsabilidad esta
vez que mi atrevimiento sobrepasa la timidez generacional y asume el desafío de
escribirle al más alto e insigne jerarca de la Iglesia católica venezolana.
Esta carta que me atrevo dirigirle a Usted con el más alto sentido
de respeto ha sido motivada por la severidad de la crisis que día a día se
profundiza en Venezuela. No quiero comprometerlo por mis indeclinables
conceptos que a lo largo de esta misiva sostendré y que son mi posición
personal. Entenderá que no puedo llamar “gobierno” a un régimen que asaltó el
poder por la vía del fraude electoral y de la inconstitucionalidad gracias a la
tragicómica confabulación de los “Poderes Públicos”; tampoco puedo llamar
“democracia” al sistema de gobierno en Venezuela porque no lo es a simple vista
y no puedo aspirar que el diálogo, entendido como un “tiempo extra” a la
catástrofe, sea la postergación del cambio de rumbo de nuestra nación.
Acudo a Usted por el inmenso sentido de responsabilidad que en
público y en privado ha procurado en todos estos años para con su pueblo.
Responsabilidad por demás inherente a su condición cardenalicia y a la
emblemática cátedra que preside. Acudo también con la conciencia tranquila a
pesar de la aciaga hora, convertida en años, que nos ha tocado vivir a los
venezolanos en estos últimos tiempos, para desahogar tantos sentimientos
encontrados y para tratar de encontrar algún tipo de empatía en Usted, como venezolano
y como Arzobispo de mi querida Caracas a la que llevo siempre en el corazón con
la promesa de volver un día, el día aquel que podamos ser libres sin que
nuestras opiniones o acciones disidentes de aquello que creemos injusto
constituya un delito.
Al respecto y siendo la crisis venezolana el motivo de esta carta
haré algunas consideraciones pero permítame hacer antes un sucinto repaso de
las sendas declaraciones que Usted en otro momento ha emitido y que por su
deferencia para conmigo me ha compartido de forma personal en algún mensaje
anterior en la que me afirmó con justa razón: «no he estado en silencio durante
estos años».
El totalitarismo del siglo XXI
En aquella misiva me daba cuenta de las sendas declaraciones en las
que ha afirmado sin titubeos que «vamos por el camino de la dictadura y de la
ruina del país» (El Universal 27 de junio de 2010), además de su firme
insistencia en que este es un régimen de corte totalitario impregnado por los
errores de la doctrina marxista. Y es así, vivimos un modelo totalitario que,
lógicamente, nos ha sido impuesto por la fuerza y con un andamiaje legal que
soporta en una supuesta división de poderes que no existe en la práctica pues
en Venezuela todos los poderes del Estado se han convertido en órganos de
naturaleza parásita del Poder Ejecutivo.
Pero ¿qué es el totalitarismo? En palabras del español Pinillos Díaz
«el totalitarismo no es una dictadura o
un autoritarismo sin más, un mero tener a un país en un puño, por la fuerza de
las armas o del caciquismo, por la coacción económica o de cualquier otro
signo. El totalitarismo es todo eso y mucho más: es ante todo sistema. El
régimen totalitario es un sistema político autoritario que confisca las
libertades de la sociedad y suplanta su iniciativa, en nombre de unos
principios dogmáticos que impone a todos en todo, es decir, en todos los
aspectos importantes de la vida». Esta conceptualización bien puede ser una
paráfrasis de la crisis que vive Venezuela: estamos sometidos por el puño de hierro de una clase política que se
convirtió en «una gran banda de ladrones», tal como lo definió el Obispo de
Hipona («Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?»); el
aparato económico del país que, a despecho de muchos, nos sostuvo desde el auge
progresista de los años 50 hasta la llegada de Hugo Chávez al poder, a tal
punto de habérsenos considerado como un paraíso “saudita”, fue desmantelado por
completo y de ello dan fe los millones de venezolanos que a esta hora y todos
los días pierden sus vidas sin más en interminables colas para comprar aquello
que queda en los anaqueles de supermercados y farmacias. Y hay más. El sistema
totalitario disfrazado en la Constitución de 1999 como el “modelo participativo
y protagónico” sobre el cual se ha sustentado el ya fracasado estado comunal ha
servido como excusa para confinar a la sociedad civil a una división profunda
que nos costará superar en el corto plazo y cuyas consecuencias inmediatas,
entre otras, ha sido el cercenamiento de los derechos políticos, sociales,
civiles y culturales que tenemos todos los ciudadanos. Los derechos de quienes
secundan de forma insensata y desquiciada las acciones del régimen no existen
para quienes disentimos públicamente de este desastre ideológico. No podemos
dudar, en Venezuela vivimos un apartheid político, económico, civil y legal
porque nos han sido confiscadas las libertades consagradas desde el primado
pacto constitucional de 1811 y que fueron refrendadas durante poco más de un
siglo de guerras, caudillismos y luchas sociales que después de tanto nos
condujeron a ese 23 de enero de 1958 cuando consolidamos el camino democrático.
Será acaso, Eminentísimo Señor, que no hemos sido capaces los
venezolanos de entender hasta este momento cuánto nos costado ser libres y qué
dolorosa es la agonía de esa libertad por la que lucharon nuestros antepasados.
Siempre nos ha sido difícil como pueblo estar a la altura del compromiso que significa
ser libres, una característica fundamental del don de la vida. Podemos vivir
pero si no somos libres no vivimos en realidad.
La voz de la Iglesia
Frente a este drama y con el Nerón del siglo XXI incendiando todo a
su paso desde Miraflores, la voz de la Iglesia debe alzarse para ser garante y mediadora del inevitable proceso de transición democrática que se
avecina. Y no es que la transición sea el anhelo de un sector minoritario del
país es antes bien la necesidad de una amplia y evidente mayoría porque la
situación nos ha conducido a un punto de no retorno, pues si algo caracteriza
esta crisis que estalló desde febrero del 2014 es que no se admite ya la
tibieza ideológica o moral respecto al régimen, ni siquiera la apatía ciudadana
que ha caracterizado desde siempre a este país es tolerable ya. Por eso la
prudencia pastoral casi dolorosa en este momento sin duda genera
reacciones múltiples: de perplejidad para quienes estamos convencidos que un
pronunciamiento firme del Episcopado (Como sucedió en el pasado con la Carta
Pastoral del 1 de mayo de 1957 y otros documentos pastorales del Episcopado de
los últimos cincuenta años) sentarían precedente en la lucha contra la
impunidad y la corrupción que el forajido Estado venezolano no puede controlar
sino que más bien ampara; de duda profunda porque ante la desesperación ya no
sabemos qué es complicidad, qué es colaboracionismo, qué es autocensura frente
al régimen; de respiro en aquellos sectores de la sociedad que esperan que la
Iglesia mantenga su accionar limitado a los cuatro muros de los templos; de
gozo por parte de todos aquellos venezolanos que sienten en sus entrañas las
proclamaciones teóricas contra la “oligarquía” de este régimen y aceptan sin
justificación razonable todo lo que dice Nicolás Maduro y Diosdado Cabello; y
finalmente, creo que su valiente palabra genera admiración por la extrema
responsabilidad ejercida a la hora de opinar sabiendo las consecuencias que
tendría hablar un tono más severo que, como yo, miles de venezolanos
esperaríamos no por reaccionarios sino por ciudadanos desesperados.
La respuesta ética y políticamente renovada del Concilio Vaticano II
a los nuevos tiempos sociales estableció la legitimidad y la obligación de los
Obispos de emitir «un juicio moral también sobre cosas que afecten al orden
político»: «cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la
salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean
conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y
condiciones» (GS 76). Su insigne predecesor, monseñor Rafael Arias Blanco, supo
convertirse en traductor de la angustia venezolana durante la dictadura de
Pérez Jiménez y junto al testimonio de la memorable Carta Pastoral del 1 de
mayo de 1957 la Iglesia Católica Venezolana conserva una prominente fuente
doctrinal y espiritual, todavía fresca y vigente, de la que se pueden -y deben-
extraer nuevos y decisivos impulsos intelectuales, políticos y pastorales para
lograr la buena solución del problema en el que se ha convertido Venezuela.
A modo de epílogo: “La responsabilidad de
cambiar nuestro camino”
Su Eminencia,
Ha llegado el momento de decidir cambiar el rumbo de nuestro camino.
No podemos seguir condenados a vivir sin esperanza y atados de manos frente al
desmantelamiento de nuestra patria. Es hora de reconocer cuán hondo es el daño
causado a la República.
Por eso estoy convencido que la Iglesia debe abrir sus puertas para
que los factores democráticos de la sociedad civil organizada puedan articular
una gran frente que articule el proyecto país que a la brevedad debe ser
presentado al país como alternativa al desastre “revolucionario” que con
habilidad dialéctica sigue intentando convencer al mundo y a un sector
minoritario del país de sus rectas intenciones que no son tal y de su carácter
democrático que de forma evidente no es.
No puede ni la Iglesia ni la sociedad venezolana el drama de no
haber estado a la altura de las exigencias de este tiempo que reclaman de
nosotros más responsabilidad histórica, más coherencia, más serenidad moral y
sobre todo firmeza cívica en la resistencia hasta lograr que el país pueda
volver a encontrarse consigo mismo. La Iglesia no debe limitar su voz por el
necio chantaje de la no injerencia en la vida política. Esta concepción
rigurosamente devaluadora y marginadora que el mismo régimen chavista ha
pretendido sostener en los últimos dieciséis años carece de todo fundamento y
queda anulada en este momento en que el daño a la moral pública es muy grave.
Por todo eso
aspiro con sinceridad que su palabra cale el surco en el que luego todos
podamos sembrar una semilla para que Venezuela
sea libre y democrática.
Durante varias semanas medité cada palabra escrita en esta misiva
antes de decidirme a enviarla públicamente, porque conozco el riesgo de abordar cuestiones sobre
las que Usted tiene opiniones hechas—y con mejor fundamento que el que yo pueda
aportar—. Mi propósito ha sido traer ante la Iglesia, lo que millones de
venezolanos sentimos respecto al destino de nuestro país, no tanto para
lamentar la tragedia que día a día se vive sino para buscar (quizá con total
desespero) una salida. Quizá he podido contribuir así, aunque sea muy ímprobo y
modesto mi esfuerzo, a cumplir el deber principal que tiene cualquier
venezolano de este menguado tiempo: pronunciarse sobre los temas que ocupan y
preocupan a la generación que ve cercenado su futuro y así construir unidos la
salida a este drama. Como fuere, confío en su benevolencia para con mis
palabras y mi propuesta.
Pido a María de Coromoto el amparo y la
protección para todos nosotros y, en especial, para su ministerio pastoral. Al mismo
tiempo solicito su paternal bendición y le reitero la seguridad de mis más
altos sentimientos de estima y consideración.
16 de junio de 2015
Robert Gilles Redondo